> Palabras y Placebos: 2019

miércoles, 18 de diciembre de 2019

SE VENDE


Se vende un cuerpo usado y una cabeza parcialmente llena de recuerdos, con capacidad aún para almacenar algunos momentos.


Se venden un par de manos, arrugadas de nacimiento, y un par de pies cansados de tanto soñar con senderos.


Se venden unos ojos con vistas al mar y unos oídos que solamente oyen lo que quieren.


Se venden unos labios con amnesia y un paladar antiguo, incapaz de distinguir el sabor de la sangre del sabor de un beso.


Se venden un par de brazos arqueados, vueltos hacia dentro, diseñados exclusivamente para abrazarse a uno mismo.


Se vende un proyecto de vida a largo plazo sin ninguna garantía de éxito.


Se vende un corazón en cierto modo perfecto, que únicamente late.


miércoles, 11 de diciembre de 2019

AVIONES


Durante 90 años mi abuelo vivió en un mundo que no medía más de cinco kilómetros cuadrados. Fue allí donde murió también, hace algún tiempo, tan cerca de casa como del cielo.

En aquel pequeño mundo hecho a escala transcurrió toda su vida. En un territorio acotado por fincas, alambradas, riachuelos y redondeadas montañas, verdes u ocres (en función de la luz) sin fantasear demasiado con la idea de marcharse. O al menos eso pensaba yo, pues aquel fue siempre, a fin de cuentas, su paisaje. Su único paisaje.

Mi abuelo nunca llegó a sacarse el carné de coche (para recorrer los reducidos confines de su patria le alcanzaba con su tractor), pero algunas semanas después de su muerte, mi madre me contó que durante sus últimos días no dejaba de hablar de lo mucho que le habría gustado haber viajado alguna vez en avión, a alguna otra parte.

Yo no lo supe hasta que fue ya muy tarde por la sencilla razón de que nunca llegué a preguntarle qué le habría gustado hacer a él. Hoy me queman en la boca todas las preguntas que jamás le hice, y es que no hay preguntas más certeras ni tampoco más inútiles que aquellas que jamás llegamos a formular.

Recuerdo, sin embargo, que una tarde calurosa de verano, un par de años antes de su muerte, le pregunté de puro aburrimiento cuántos kilómetros creía que había podido llegar a hacer en su tractor a lo largo de su vida. Estábamos sentados en el corral, como casi siempre, sin hacer nada en particular, y su diente de oro se iluminó al escuchar aquella pregunta. “Non sei -me respondió de pronto, sin dejar de sonreír- pero eu penso que así en liña recta, contra o ceo, ben me daba para chegar á lúa”. Una respuesta tan humana, tan terrestre, que jamás ha dejado de conmoverme.

Por eso, quizás, desde entonces, cada vez que los aviones surcan volando el cielo de Vilanova a 20.000 pies de altura, me acuerdo de mi abuelo. De lo mucho que habría disfrutado sobrevolando los límites de su patria de apenas cinco kilómetros cuadrados, de lo difusas que se vuelven las distancias porque los tractores no vuelan y de que no tengo la menor idea de cuántos kilómetros me faltan para llegar a la luna.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

DIOSES DE ETANOL


Cuando el invierno comienza a adivinarse tras las cúpulas doradas de las iglesias, se beben su dinero. El poco que tienen. Cobran la segunda semana de cada mes la limosna del gobierno de turno. Y la canjean por agua oxigenada. Así es como respiran.

Sus fugaces delirios etílicos les confieren una especie de inmunidad pasajera, una tregua, alguna extraña suerte de fortaleza exterior. Pero esa inmunidad nunca es eterna y sus baratos elixires, alejados de toda deidad, les consumen como cerillas al viento.

En Vilnius está anocheciendo. Hace frío -se excusan- mientras rebuscan en sus bolsillos, con torpeza y dedos sucios, otra tísica moneda con la que alquilar, por unas horas, su propio perdón. Han logrado sobrevivir a un nuevo temporal y se sienten fuertes, dioses. Están tan solos que piensan que nada les puede afectar.

Vasilij irrumpe tambaleándose en la habitación principal con su metro noventa vacilando sobre el abismo del suelo. Está tan borracho que sería incapaz de ganar una mano de Durak a un niño occidental partiendo con ventaja. Tarda exactamente diez segundos en desplomarse sobre el piso como un árbol sorprendido por la crecida de un río. Su metro noventa no intimida tanto derrumbado en sentido horizontal.

Cae a cámara lenta, sonriendo como si estuviera llevando a cabo la primera travesura de su vida, pero al recuperarse del golpe no le queda otro remedio que pedir ayuda desde el suelo, desguarnecido. No tardan en brindársela. Para llevárselo de allí tienen que tomarlo en brazos y levantarlo unos centímetros del suelo para poder transportarlo. Sus piernas se desparraman sobre las baldosas como dos babosas muertas mientras en la calle sigue anocheciendo. Así es como levitan los dioses de etanol.

No supe calcular bien mis posibilidades. Y tampoco tenía tantas”, me dijo el día que lo conocí.



miércoles, 27 de noviembre de 2019

SED DE SAL


Valparaíso, 
salto al vacío sin red,
puerto sin puertas.
Ciudad impúdica,
tan inflamable,
tan excesiva,
tan insurrecta.

Valparaíso, 
que no te dejas besar,
que no consientes que nadie te quiera.
Autorretrato a medio pintar,
canción de cuna 
de noches en vela.

Valparaíso, 
siempre manejas un plan
por si la muerte se sienta a tu mesa.
Ave sin alas
engalanada de Puelagalán,
flor imposible de suma aspereza.

Valparaíso, 
no tienes piedad,
en tus cornisas
la vida tiembla.
Cueca terrible 
de barcos ebrios de mar,
de marineros que pierden la apuesta.

Valparaíso, 
sedienta de sal,
Valparaíso, 
inmensa perrera.
Tantos colores en tu paleta al azar
y siempre el negro al final de la mezcla.

Valparaíso, 
ciudad-ansiedad,
todo lo manchas de sucia belleza.
Valparaíso, 
entre tus cerros y el mar
a veces creo que veo la tierra.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

EL VERANO ELÁSTICO


El verano más largo del mundo comenzó para mí hace casi doce meses, en Santiago de Chile, una ciudad fantasmal envuelta en polvo que todavía no había sido tomada por los militares. Yo vivía entonces en una atalaya que no era en realidad una atalaya, pero desde la que creía poder contemplarlo todo. Incluso el paso parsimonioso del tiempo.

Era enero y también verano, porque siempre es verano allí, al menos para alguien como yo, nacido muy lejos, en un pedazo de tierra húmedo colonizado, desde que tengo recuerdo, por el otoño, y responsable, supongo, de esta cabeza plagada de pensamientos lluviosos y de tantas colecciones que hoy me sobran.

Aquel primer verano, el austral, duró todo lo que puede durar un verano, estirado hasta los límites de la Patagonia. Fue precisamente allí, en alguna cuneta de la carretera austral, donde el verano comenzó a resbalar hacia esa estación intermedia, de paso, que en Chile llaman otoño y que coincide exactamente, en tiempo y en colores, con aquello que en Galicia conocemos como primavera. Supe de aquel equinoccio porque sentí un frío en los huesos. Aunque no solo en los huesos.

Mi primer otoño del año, el austral, duró tan poco que todavía quema. Hoy tan solo recuerdo de aquellos días algunas caras, algunas frases y algunas luchas que siguen vivas. Y el nudo en la garganta a la hora de la despedida -aunque no solo en la garganta- y la imagen de la atalaya doblemente vacía. Porque después llegaron los aviones, claro, y el verano de nuevo, mi segundo solsticio, el verano boreal aguardando a la vuelta de una página ya doblada. Un salto en el tiempo, astronómico, para volver atrás, para regresar de nuevo a un verano que -lo supe más tarde- llevaba en su interior un invierno muerto.

Mi verano boreal, el segundo del año, fue más largo incluso que el primero, pero tampoco tuvo auroras. Empezó en Madrid -donde siempre empieza y termina todo-; tuvo una escala en Granada -donde Anita hizo también su particular escala entre México y México-; y terminó en Lugo, donde nunca es verano, donde siempre es casi otoño, por más que el calendario o los astros se empeñen en decirnos otra cosa.

En Granada visité a mi hermano, que ahora vive en una atalaya con vistas a la Alhambra desde la que también es posible contemplar -me imagino- el paso del tiempo; y en el norte volví a encontrarme con Cachis, que es marinero incluso cuando no navega. Embarcó de nuevo a finales de verano, de este verano. Plantó unos repollos en la huerta de su casa y se echó a la mar. Hoy crecen a orillas de un océano que él navega y que a veces, en días de tormenta, proyecta olas que tienen la altura de un edificio de cuatro plantas.

Durante mi segundo verano del año descubrí que había nacido en luna llena. A mediodía, pero en luna llena. Raquel me contó que soy un caballo de agua metal -en sentido figurado, claro-; y Tote -que es mi amiga y también mi dentista- que tengo unos surcos de los siete superiores muy profundos y que a Sonka -que es mi peluquera y también mi amiga- le faltan dos incisivos (algo en lo que nunca había reparado antes). Todo eso sucedió en verano. Antonio me habló de ecología y Sules de cine, algunos días antes de leer una entrevista en la que el realizador finlandés Aki Kaurismaki hablaba de los humanos: “Gracias al pulgar no somos animales. Los dejamos atrás, cierto, pero tampoco hemos llegado a humanos. Ni siquiera tenemos buen sabor. No servimos de alimento a nadie. Me pregunto qué hacemos en la punta de la pirámide alimenticia”, reflexionaba.

En pleno verano boreal Beto y Yol se casaron, Irene volvió del sur, yo me compré una pajarita de madera, el molino de tinta se volvió de piedra y pude regresar, de visita, a casi todas las patrias de mi infancia. Tamara me dijo que cuanto más hablo menos me escucho y que a este ritmo terminaré convirtiéndome en un artículo más de mi habitación museo. Tenía razón, como casi siempre, pero no he parado de hablar ni un solo minuto desde aquel momento.

Fue ya cerca del otoño, de mi segundo otoño, cuando empecé a darle vueltas a eso del verano elástico. Se lo comenté a la chica más triste que he conocido y me aseguró que se rompería en añicos. El equinoccio me sorprendió esta vez en Santiago de Compostela, mi otro Santiago. Quedé con Carmen una tarde y me invitó al Paraíso. Y aunque en Santiago el Paraíso es en realidad una cafetería plagada de espejos con manchas de humedad que simulan ser pequeñas islas que no existen, le dije que sí, que claro, que cómo podría yo rechazar una invitación al Paraíso. Y allí estuvimos los dos, tratando de condensar dos años en dos horas y creo recordar que sobraron algunos minutos.

Al salir caminé durante un rato por la Alameda, que en este Santiago, el lado de acá, es una extensión verde desprovista de álamos pero profusa en ginkgos biloba. Tuve ganas de llorar en algún momento, y creo que lo hice, para dentro, claro, que es como acostumbramos a llorar los que no tenemos el valor suficiente como para hacerlo hacia afuera. Caminando por aquella Alameda, recordé fugazmente pasajes de mi estancia en aquel Santiago, hace ya dos o tres vidas, y sonreí un poco. En el lado de allá, en Santiago de Chile, la Alameda es una larga avenida que disecciona la ciudad de este a oeste y en la que también es normal ceder al llanto. Sobre todo ahora, que los milicos parecen empeñados en segar las grandes alamedas.

Fue después de un breve viaje a los Balcanes con escala en Rotenbiller Utca que llegó de nuevo -al menos de manera oficial- el otoño a Lugo. Laura, que ha vivido este año, como yo, dos equinoccios y dos solsticios repetidos, se independizó; mi madre siguió estando a mi lado, porque nunca llegó a marcharse; y Marieta me ayudó a estirar el verano hasta el último de los amaneceres. En Chile, en tanto, estalló la verdadera primavera, inmarchitable, que todavía dura, y Mateo se quedó allí luchando -que es lo suyo- aunque me prometió que pronto volvería.

Desde entonces, desde que el segundo equinoccio de otoño llegó a mi vida, no ha hecho más que llover en Lugo. Tanto, con tanta violencia, que cuesta incluso esfuerzo creer que aquella ilusión del verano elástico llegó a existir algún día. Y es que nada, ni siquiera el verano, puede tener tanta elasticidad como para estirarse sin llegar a perder su forma original.

Tal vez por eso ahora, mientras los repollos que Cachis plantó frente a la costa de mi infancia comienzan a echar sus compactos cogollos y en Lugo es cada vez más tarde, más invierno, me resulta imposible no recordar con nostalgia aquellos veranos de mi infancia. Veranos que no duraban tanto, pero en los que no tenía cabida el tiempo.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

CADÁVER DE DOMINGO


Aquel martes arrugado fue distinto de este otro, apenas una mancha de café en mitad de la semana. La ría parecía un minutero y el tiempo ascendía en espiral dejándome intacto y despeinado mirando hacia la otra orilla. La sensación de lejanía me asaltaba cada lunes. La distancia se medía en decímetros y también en cataratas.

Aquel martes arrugado fue distinto de este otro, pero yo lo supe el miércoles y sentí una desazón tremenda que traté de apaciguar con somníferos y agua de lluvia. El jueves comenzó a llover, de arriba hacia abajo -como casi siempre-, pero el agua no logró borrar las huellas de la sangre; de manera que el viernes se precipitó de pronto, sin remedio.

El sábado envié a mi madre un telegrama, vía paloma mensajera, pero olvidé incorporar el acuse de recibo. El lunes la paloma se detuvo cerca de la costa, extraviando mi mensaje ante el delirio incomprensible de piratas y ballenas.

Llegó entonces este otro martes, diferente, qué duda cabe, del primero, y en un margen más bien poco iluminado de la ría, hallaron mi cadáver de domingo, enredado entre el plancton del fondo y algunas colas de sirena. Había sido una ardua semana.

Mi madre se enteró por los periódicos y corrió al parque, llena de rabia, a cazar palomas mensajeras. Odiaba la fea costumbre que, desde muy pequeño, me lleva a suicidarme los domingos.


sábado, 26 de octubre de 2019

LA VIDA DEFENDIÉNDOSE

Entre septiembre de 1973 y marzo de 1990, más de 1.200 personas desaparecieron en Chile de la faz de la tierra. Lo último que se supo de ellas fue que habían sido detenidas. 30 años después, y en el breve lapso de una semana, el número de ciudadanos chilenos detenidos por las fuerzas militares desplegadas por el gobierno represor de Sebastián Piñera (de acuerdo a los números que maneja el Instituto Nacional de Derechos Humanos) asciende ya a más de 3.000. Cuesta decirlo, verbalizarlo, mecanografiarlo incluso. Mucho más entenderlo. 

Se diría que todo tiene estos días en Chile cierto aroma a tiempos pasados, a historia ya vivida, a pesadilla putrefacta y añeja. Porque no son solo los detenidos –demasiados, desde cualquier prisma, en el contexto de una protesta ciudadana-; son también los torturados –que los hay, los sigue habiendo-; los heridos por arma de fuego (casi 300); y los muertos a manos de unas fuerzas armadas concebidas, por cierto, para protegerlos. Una realidad tremenda, un escenario miserable, injusto y cruento.

La principal diferencia, sin embargo, entre aquellos años negros y estos de hoy, de esperanzada resistencia, es que ahora les costará mucho más silenciarlos, acallarlos. Hoy no será tan fácil ignorar sus demandas. Hoy no podrán hacerlos desaparecer, como lo hicieron entonces, con aquella impunidad flagrante y vergonzosa; no podrán meterlos debajo de la alfombra, ignorarlos, humillarlos, someterlos, ni arrojar sus cuerpos en medio del océano. Hoy todo eso no bastará, no funcionará. Hoy no podrán mirar hacia otro lado. No frente a tantos ojos abiertos. 

Escribo estas líneas desde la distancia, con rabia y con resignación, pero también con un orgullo grande, inmenso. Y con palabras; las pocas armas que nos siguen quedando a los que nunca creímos en las armas, pero sí en el lenguaje rudimentario del fuego. Con rabia, digo, y con indignación, porque lo que está sucediendo en Chile ahora, ayer y también mañana –les aseguro que mañana también-, me genera impotencia y me rompe el alma, pero no me sorprende. No me sorprende en absoluto porque yo tuve la suerte de vivir durante algunos años en ese país que lleva más de tres decenios vendido, pero que no se vende. 

Un país esquilmado por las multinacionales de turno, regalado a las élites nacionales y a los empresarios extranjeros, y exprimido por un sistema socioeconómico al que se le ven al fin todas las costuras de lo que siempre fue: un experimento. Un placebo neoliberalista, una máquina barata de hacer dinero. Un país que creció –y que por más ficticio que sea sigue creciendo- en cifras macro, pero que lleva años, décadas, obviando a las personas y sepultando sus derechos.

Por eso no me sorprende ni una sola de las quejas que por estos días se escuchan en las calles de Chile. Porque ya existían antes, porque siempre existieron. También existían antes (y tampoco llegaron a marcharse del todo) esas fuerzas armadas que durante la dictadura de Pinochet mataron, torturaron, callaron y consintieron. Mudaron ahora algunas de sus siglas pero no su postura ni sus procedimientos. Siguen acatando órdenes, siguen obedeciendo. Los mismos perros con un collar diferente. 

Y en el medio, es decir, comprimidos entre un gobierno ineficaz, peligrosísimo, incompetente, y su brazo armado de siempre (llámense milicos o carabineros) siguen estando ellos; los estudiantes, los hombres, las mujeres, los niños, las niñas, las viejas y los viejos. Las únicas víctimas de un sistema deshumanizado que solo entiende de valores, rendimientos e índices de riesgo. Y estas personas; los hastiados, los irreductibles, los chilenos, son tildados ahora de culpables, alborotadores y violentos. Culpables de negarse a pagar ni un solo peso más por un sistema público de locomoción que sigue aislando y dividiendo, dejando sin comunicación a los habitantes de las comunas periféricas, es decir, inventando guetos. Alborotadores, supongo, por hacer sonar sus cacerolas con cucharas de madera en la era de las armas de fuego; y violentos, quizás, por demandar un sistema de salud medianamente justo (o cuanto menos no tan asimétrico); un acceso más o menos universal a la educación (la más cara y elitista de toda Sudamérica) y unas pensiones dignas, humanas al menos. Negar tales demandas (o seguir ignorándolas) sí que es violento.

Hoy –todos estos días y también antes, pero especialmente hoy- me duele Chile, pero sobre todo me conmueve. Porque esa capacidad de resistencia, de lucha, ese carácter indómito de su gente, esa fortaleza mapuche, aimara, diaguita, siempre conmueve. “La luna siempre es muy linda”, se habría atrevido a sentenciar hoy, seguramente y a pesar de todo, Víctor Jara. Esa luna que sigue desafiando el toque de queda.  

Tras una estremecedora semana plagada de abusos policiales y coronada ayer con una histórica y masiva concentración de más de un millón de personas en las calles de Santiago, las palabras de Sebastián Piñera calificando lo sucedido como una guerra, no pueden resultar más ridículas, más inútiles ni más enfermas. Ninguna guerra la hace el pueblo contra el pueblo. La guerra versa de la muerte y aquí de lo que se habla es de vivir. Esto es la vida misma defendiéndose.

jueves, 17 de octubre de 2019

EL IGLÚ


Vivía desde niño en aquel iglú porque algún día las cosas -decían- podían llegar a ponerse feas. A medida que se había ido haciendo mayor, se había vuelto todavía más cauto. Aquella heredada prudencia no nacía sin embargo de la experiencia ni del aprendizaje, sino que estaba relacionada con algún tipo de infundado temor. Alguna vez las cosas habían tenido que ser diferentes -pensaba- pero no podía recordarlo. No había recuerdos antes del iglú.

Lo que tampoco terminaba de comprender era de dónde había salido aquel iglú, qué pintaba aquella estructura de hielo en su vida, por otra parte bastante tranquila y soleada. No cabía duda de que el iglú era un mecanismo de defensa pero, qué había de los ataques. Se defendía por costumbre pues no tenía nada de valor que custodiar ante una hipotética invasión enemiga. Nada tenía en aquel lugar más valor que su iglú.

Una noche de octubre, cansado ya de tanta inseguridad y desconfianza, se armó de valor y abandonó su hogar para siempre. Un mes y medio más tarde estalló la guerra y el iglú fue tomado por las tropas invasoras como eventual lugar de refugio y residencia.

En el iglú han ido naciendo, con el tiempo, nuevos niños; niños con miedo y sin nada de valor que proteger ante una hipotética injerencia externa en caso de que continúe la escalada de la violencia.

No tienen nada más que un iglú y ni siquiera saben de quién se esconden ni por qué tienen miedo. Lo único que les han enseñado, desde pequeños, es que cualquier día las cosas pueden llegar a ponerse todavía más feas.

miércoles, 2 de octubre de 2019

JOLANTA

Cada vez que el mundo me parece un lugar hostil o la vida un asunto demasiado grave, suelo acordarme de Jolanta. De su risa siempre inoportuna y estruendosa rebotando a mediodía en todas las paredes de la sala; de su incontenible verborrea, su olor a leche de bolsa y a picadura de tabaco mojada; pero sobre todo de lo mucho que solía incomodar al resto, aquellos días grises, su despreocupada existencia. 

Era invierno en Lituania, acababa de entrar un frente ártico y el centro estaba más concurrido que nunca, abarrotado de hombres y mujeres que tan solo parecían tener dos cosas en común; frío en los huesos y una facilidad pasmosa para odiar a Jolanta. Es más fácil odiar, al fin y al cabo, cuando te sientes solo, el mercurio de los termómetros lleva días sin superar la barrera de los diez grados bajo cero y anochece a las cuatro de la tarde, pero también más inútil. 

La liturgia era siempre la misma. Al principio la miraban con recelo, después con rabia contenida, más tarde con hastío -especialmente cuando alguna de sus espontáneas carcajadas superaba en decibelios el volumen del televisor- y finalmente con resignación. Pero en realidad -lo supe más tarde- la mayoría envidiaba aquella ligereza, aquel comportamiento disonante, aquel ejercicio de supervivencia que a mí siempre me pareció conmovedor. Era un fastidio para el resto la ausencia de lamento. Atentaba contra el protocolo tácitamente aceptado que no pidiera permiso para reírse, que no bajara la mirada al suelo, que no siguiera rogando perdón. Y eso, en el fondo, les daba miedo. Era esa negativa suya a seguir pagando día tras día los peajes de la soledad lo que les delataba y asustaba a partes iguales. 

Mi relación con Jolanta, sin embargo, quizás por mera necesidad de interacción, fue muy diferente. Un intercambio comunicativo tan extrañamente natural como forzosamente primario del que los dos -quiero creer- que sacamos algo. Porque aunque mis exiguas competencias lingüísticas no me dejaron tampoco otra alternativa, hoy sé que durante aquel invierno interminable conseguimos al menos acompañarnos. Y con el tiempo, yo aprendí a hablar con ella sin hablar, quiero decir, a hablar escuchándola. 

El día que la conocí pensé que estaba tomándome el pelo, que le hacía gracia dirigirse a mí articulando frases en ruso a toda velocidad cuando sabía perfectamente que no era capaz de entender nada. La escuchaba hablar entonces como quien oye llover -como quien oye nevar-, con la exacta lentitud que precede siempre a la incomprensión y a la nieve. 

Pero muy pronto, con el devenir de las semanas, terminé por desengañarme. Comprendí que lo que ella buscaba era precisamente eso, que no la entendiera, que no pudiera llegar a entenderla nunca. 

Aquella rutina se repetía cada jueves. Se sentaba a mi lado en el banco de madera roída, se inclinaba hacia mí como queriendo confesarme el mayor de los secretos y comenzaba con sus disertaciones. Yo no hablaba nunca, pero la miraba con verdadera atención tratando en vano de entender todo lo que ella no estaba dispuesta a contarme. 

Así, sumidos en aquel clima de confianza mutua, de adquirida complicidad, fue consumiéndose poco a poco en Vilnius el invierno, hasta que un jueves templado de primavera alguien nos interrumpió, inmiscuyéndose de pronto en nuestro particular monólogo compartido. Visiblemente molesta, Jolanta se calló, lanzó un repentino exabrupto, se levantó con vehemencia del asiento y se marchó sin despedirse. Aunque, pensándolo bien, tal vez sí que lo hizo.

Aquella fue la última vez que vi a Jolanta. Y aunque algunos meses más tarde, cuando el verano desembarcó por fin en suelo báltico fui yo el que terminó marchándose sin planes de retorno, hay días en los que aún echo de menos aquellas conversaciones en las que nunca hablaba. Conversaciones en las que me habría gustado, al menos, haber tenido la posibilidad de decirle algo, aunque solo fuera que el mundo jamás me pareció un lugar hostil ni la vida un asunto demasiado grave. O que no hubo un solo día de aquel invierno en el que me sintiera incómodo a su lado.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

VICEVERSA


Hay días en los que a mi estómago le duele la cabeza y a mi cabeza le duele la garganta y no puedo dejar de pensar en estaciones de tren vacías, como el otoño.

Hay días en los que mi boca sólo le dirige la palabra a mis oídos y todos me tachan de taciturno.

Hay días en los que floto y días en los que tengo los pies mojados.

Hay días que mis dos manos se me escapan de las manos y caminan de puntillas sobre las uñas buscando otro par de manos.

Hay días tan azules que noto como la tierra se vuelve amarilla a mi paso y mis pies se tornan verdes como los pies de otras plantas.

Esto ocurre algunos días, pero aunque pueda resultar extraño, el peor día de todos es aquel en el que a mi cabeza le duele el corazón y viceversa.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

DISTRACCIONES


Me gustaría que estas líneas se escribieran solas, sencillamente porque considero que es maravilloso que las cosas sucedan sin el permiso de uno. Quisiera que todo sucediera aquí como sucede en la vida, a veces, de forma espontánea, aprovechando los descuidos y las distracciones que nos ocupan, que nos empujan a enredarnos lastimosamente en la tela de araña superflua de las formas más elementales.

Quisiera que de pronto todo fuera diferente, como sucede también en los sueños, en los que de golpe uno está en el mar nadando boca arriba y tomando el té con Laura en la Calle Coloreros al mismo tiempo. Y entonces el té no deja de saber a té, ni Laura deja de ser Laura por mucho que estemos dentro del mar nadando de espaldas. El mar está ahí, de hecho, y también Laura y el té todavía caliente quemándonos los labios y todo sigue su curso.

Me gustaría que estas líneas se escribieran solas, sencillamente porque no estoy tratando de inventar nada que no exista o que no haya existido en algún momento. Todo está hecho, como en los sueños, con las migas de algo, con los restos sobrantes de un todo que ni siquiera es un todo sino una lamentable ilusión de totalidad. Y esas migas, esos restos, se alinean y se redefinen aleatoriamente dando lugar a otra cosa nueva; a una cosa que no deja de ser la enésima reconstrucción de una realidad que se nos escapa.

Por eso, o tal vez a pesar de eso, hoy estoy aquí, en este parque madrileño, como quien está cazando ratas en el desván de su casa, hablando solo y en voz alta del té y de Laura y, por qué no, también de ratas y de parques.

Y al hacerlo no pretendo absolutamente nada salvo que, tal vez, de golpe, sin saberlo -esperándolo pero sin saberlo-, levante la vista del papel y te encuentre aquí, sentada a mi lado en este banco, hablándome de Laura o de ratas o de té helado. Al fin y al cabo llevo ya un buen rato distraído, enredado en las formas más elementales -un árbol desnudo, un niño y dos perros, no, un perro y dos niños- y el columpio gris del parque.

Por qué no puedo imaginar que hallar a Laura ahora, en el columpio, sonriendo, esperando a que termine de escribir, pueda formar parte también de este instante. Por qué no habría de poder seguir nadando de espaldas y tomando té con Laura ahora que nadie puede molestarnos.

miércoles, 28 de agosto de 2019

INSTRUCCIONES PARA MORDER UN GLOBO



Los que gustan del mar deben saber que resulta temerario morder, así sin más, en pleno océano Pacífico. Situando la mandíbula a la altura aproximada del Trópico de Cáncer es posible que alguna arista de Hawái se nos clave en el cielo de la boca.

Evitar todos los archipiélagos se antoja, a primera vista, una labor difícil. Convendría, quizás, apostar por un bocado más sutil, más delicado, para tratar al menos de eludir las minúsculas espinas que Tonga, Islas Cook, Tuvalu o las sumisas Islas Paumotu podrían representar para cualquier paladar adulto.

Se recomienda morder en diagonal, colocando los incisivos superiores a orillas del archipiélago de Colón -y de sus célebres Islas Galápagos-, y arrastrar con un golpe más bien seco (hecho paradigmático en pleno océano Pacífico) el borde alveolar de nuestro maxilar inferior hacia atrás, para terminar la acción alcanzada la cuenca pacífica del suroeste evitando, en la medida de lo posible, que la fosita digástrica de nuestra sínfisis mentoniana llegue a entrar en contacto con el abrupto litoral de la Isla de Pascua. Sólo entonces el comensal podrá degustar todo el aroma del mar en un solo mordisco.

Se desaconseja encarecidamente morder en tierra firme, detenerse en cualquiera de los polos y tratar de comenzar el globo por su mitad inferior, especialmente si se trata de personas aquejadas de gingivitis, con las encías retraídas o, en resumidas cuentas, particularmente sensibles.

Pretender comerse el mundo con un solo bocado horizontal, tratando de abarcar en dicho intento la dorsal Pacífico-Atlántica en su conjunto -ese tramo que custodia el acceso a la península de la Antártida- no deja de resultar insensato. Desde Nueva Zelanda hasta el pasaje de Drake, allá por aguas meridionales chilenas, cualquier bocado podría resultar doloroso debido, entre otras razones, a la baja temperatura a la que se encuentra la superficie del océano en aquellas latitudes.

Estas son tan solo algunas pautas que considero de utilidad para morder un globo, consejos imprecisos que cada cual sabrá desatender a su debido tiempo. Y lo dice alguien que continúa, tantos años después, tratando de idear la forma de desayunar en la Bahía de Disko, Groenlandia, y cepillarse los dientes a orillas del Cantábrico.

miércoles, 21 de agosto de 2019

OTOÑO EN YUNGAY


Cualquier cosa es posible en Yungay, incluso que no suceda nada. Pero a veces, en otoño, el barrio se contrae, se atrinchera, sitiado a sí mismo del resto de la urbe, y el brillo tamizado de sus casas patrimoniales; de sus murales ojerosos; de sus perros de colores; se vuelve refulgente. Y aunque conoces de memoria el camino a casa, estás perdido. Y aunque no quieres huir, no tienes escapatoria.

Aquí conviven -y conmueren- refugiados y exhibicionistas; artistas y maleantes; viejos pobres y nuevos ricos y nuevos pobres. Grandes traficantes y pequeños empresarios; vendedores ambulantes y deambulantes que venden (o no) pero que no se venden. Y lo hacen sin negarse el saludo, pero sin ofrecerse protección alguna. Sin mirarse a los ojos, pero sin compadecerse.

Es un verso libre Yungay en el poema triste y consonante de Santiago. Un ladrido de quiltro, un cristal que se rompe y una blasfemia. Un estado de ánimo que se extiende al norte hasta San Pablo y resiste al sur los embates de la Alameda.

Un lugar donde no hay sitio para nadie, pero donde cabemos todos; donde los peluqueros arreglan bicicletas y los mecánicos reparan tocadiscos y son a veces, incluso, la misma persona. Un barrio de esos que todavía tiene vistas al barrio, construido a pie de calle y en pie de guerra, donde jamás se atreverían a juzgarte por sacar a pasear un pez u otra utopía.

Pero no es posible, sin embargo, pasear en otoño por su intrincado laberinto de pasajes sin salida con aroma a pisco, de casas bajas y ruidosas cités, sin un nudo en la garganta, un dolor de tripas o un sueño roto. Ni desmarcarse del todo de su alarma infinita, ni dejar de sentirse por un instante vivo, ni de encontrarse solo, por más que, hacia el final del día, casi nunca suceda nada.

miércoles, 14 de agosto de 2019

PALABRAS EN LA NEVERA

Hay palabras que son drogas y palabras que nos calzamos para andar deprisa. Hay palabras que son incendios y palabras que son promesas y mentiras. Hay vendedores ambulantes de palabras y narcotraficantes y prostitutas. Hay personas que lloran palabras y personas que se inmolan con palabras. Personas que aman con palabras y personas que se separan con palabras. Hay palabras tan grandes que no dicen nada. Hay palabras en la nevera y la vida es sólo otra palabra.

Conocí en cierta época de mi vida a un tipo bastante estrafalario que se alimentaba únicamente de palabras. Las consumía todas. Palabras llanas y agudas en frases coordinadas para desayunar; rebuscados palíndromos plagados de tiempos compuestos para el almuerzo; antiguos refranes, proverbios árabes y poemas de versos endecasílabos para merendar; y esdrújulas y sobresdrújulas en oraciones subordinadas a la hora de la cena. Estaba condenado irremediablemente a la obesidad.

Hace un par de semanas alguien me contó que habían tenido que sacarlo con una grúa por la ventana del salón de su propia casa. Había engordado tanto que no podía apenas moverse. Los médicos que se ocuparon de su caso adujeron que la causa de su obesidad era la mala alimentación. No me sorprendió. Después todo, las palabras eran sólo comida basura. Su vida, como la de cualquier otro, no tenía tanta importancia -pensé-. Había palabras en la nevera y la vida era sólo otra palabra.

Transcurrido un tiempo conocí a una persona que no paraba de vomitar palabras. Me dijeron que anoche murió de anorexia.




jueves, 8 de agosto de 2019

UN MAR INVERTIDO


Cerrar la nevera por dentro, 
para que no se pudran los comensales.

Abrir desde fuera las ventanas de la casa, 
para calentar las calles. 

Ponerse las lentillas en las orejas, 
para oír mejor de lejos.

Atarse con firmeza las pestañas, 
plancharse bien los dientes
y enjuagarse la boca del ombligo.

Peinarse los pelos de la lengua,
morderse las uñas con las uñas,
rascarse los labios a mordiscos.

Acostarse sobre la mesa 
y cenar bajo la cama. 

Aprender a leer los ojos con los labios.

Entender la lluvia como un mar invertido. 




martes, 30 de julio de 2019

SALIR HUYENDO


A veces me pregunto qué es lo que me lleva a vivir instalado en este estado permanente de fuga. Qué es lo que lleva a las personas, en ocasiones, a renunciar a lo logrado, a aquello construido con esfuerzo, durante años, a pulso, a contracorriente a veces, cuando todavía es útil, cuando todavía sirve, cuando no se ha muerto.

En qué momento exacto, paseando por qué calle o bajo qué cielo, uno empieza a cuestionarlo todo, poniendo incluso en entredicho ese impulso afirmativo que en algún momento te llevó a jugártela, a pelear por algo, a luchar por eso.

Es posible que haya una respuesta -válida tal vez para todos los casos-, una respuesta genérica, un porqué que nos baste, nos satisfaga o que, al menos, no nos entristezca. Una respuesta penosa, sesgada, una coartada insuficiente.

Puede que haya incluso una calle con nombre, una luz precisa, un instante concreto, un día específico y un motivo aparente al que culpar, todo un entramado sobre el que edificar el punto de quiebre. Pero es ridículo. Pero es patético. Y hoy, mientras preparo meticulosamente el plan de acción de mi enésima fuga, me cuesta creer que en realidad exista una respuesta.

En honor a la verdad, tampoco la busco. Para qué mentir (o mejor dicho, para mentirle a quién), si la vida no se escribe, se vive, si la vida debiera ser mucho más hacerse preguntas que tratar de encontrar respuestas.

Es por eso que me marcharé, supongo, otra vez, sin llegar a entender del todo por qué lo hago (o más bien, por quién), por la sencilla razón de que en este momento lo único que quiero es irme y no llegar, exactamente igual que hace cinco años, cuando llegué aquí creyendo que, en realidad, lo que hacía era marcharme (también sin un motivo aparente).

Los motivos, claro, fueron apareciendo después, en el camino, en forma de explicaciones, de justificaciones más o menos oportunistas que me terminé creyendo. Porque hay que creer que uno hace las cosas por algo, que tiene un plan, aunque sea para una fuga disfrazada de regreso.

Hay que ir cerrando etapas para poder empezar otras nuevas, llevo repitiéndome toda la tarde, hasta la saciedad, para ver si me lo creo, mientras hago recuento de mi vida en esta terraza vacía de la calle Morandé.

Hay que saber inventar finales, construir puntos de fuga. Hay que saber marcharse a tiempo si uno no quiere terminar acostumbrándose a un lugar en concreto, a una ciudad con nombre, a una luz precisa, a una vida construida a pulso, con más o menos esfuerzo.

La peor de las costumbres humanas es la fuerza de la costumbre, ese atajo en el camino que termina indefectiblemente conduciendo a la rendición.

Y yo -aunque seguramente a estas alturas ya lo haya hecho- no quiero rendirme. No mientras sigan existiendo otras vidas posibles, otros tipos de miedo, otros paisajes, otras ciudades con otras caras y otros nombres de las que poder algún día, como hoy, volver a salir huyendo.