Aquel martes
arrugado fue distinto de este otro, apenas una mancha de café en
mitad de la semana. La ría parecía un minutero y el tiempo ascendía
en espiral dejándome intacto y despeinado mirando hacia la otra
orilla. La sensación de lejanía me asaltaba cada lunes. La
distancia se medía en decímetros y también en cataratas.
Aquel martes
arrugado fue distinto de este otro, pero yo lo supe el miércoles y
sentí una desazón tremenda que traté de apaciguar con somníferos
y agua de lluvia. El jueves comenzó a llover, de arriba hacia abajo
-como casi siempre-, pero el agua no logró borrar las huellas de la
sangre; de manera que el viernes se precipitó de pronto, sin
remedio.
El sábado
envié a mi madre un telegrama, vía paloma mensajera, pero olvidé
incorporar el acuse de recibo. El lunes la paloma se detuvo cerca de
la costa, extraviando mi mensaje ante el delirio incomprensible de
piratas y ballenas.
Llegó
entonces este otro martes, diferente, qué duda cabe, del primero, y
en un margen más bien poco iluminado de la ría, hallaron mi cadáver
de domingo, enredado entre el plancton del fondo y algunas colas de
sirena. Había sido una ardua semana.
Mi madre se
enteró por los periódicos y corrió al parque, llena de rabia, a
cazar palomas mensajeras. Odiaba la fea costumbre que, desde muy
pequeño, me lleva a suicidarme los domingos.
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