El temor y
la paranoia se propagan más rápido que un virus. Basta con echar un
vistazo a las predicciones casi apocalípticas que los expertos
esgrimen estos días en relación a los efectos y consecuencias del
coronavirus para darse cuenta de ello. Llama la atención, sin
embargo, que los vaticinios más desalentadores no guarden ya una
estrecha relación con la catástrofe humanitaria que está
suponiendo la pandemia desde un punto de vista sanitario, que es muy
grave, sino con la dimensión económica del asunto. En esta
pesadilla distópica con reminiscencias orwellianas los agoreros
parecen estar más preocupados por la respuesta de los mercados tras
la crisis que por la crisis en sí misma. De locos.
En cualquier
sociedad normal, es decir, no distópica, más allá de su modelo de
funcionamiento, su sistema político o su cascarón ideológico, el
efecto que una pandemia global pueda tener sobre la economía de
turno, debe ser algo secundario. El impacto directo de una crisis
sanitaria de alcance mundial en los mercados de valores es algo
coyuntural; que afecta mucho pero importa muy poco. Resultaría
conveniente, por lo tanto, tal vez, dejar de especular con la
catástrofe y de intentar sacar réditos políticos de la emergencia
para tratar de encontrar soluciones. Al menos mientras la gente se
siga muriendo. Ya tendrán tiempo los estrategas de la doctrina del
shock para poner en marcha su maquinaria.
Soluciones
como tratar de producir aquí, en nuestros polígonos industriales,
en todas esas fábricas que no saben aún de cuarentenas,
mascarillas, equipos sanitarios o respiradores. Productos de primera
necesidad hoy -seguramente también mañana- y de proximidad,
fomentando de paso el comercio sostenible. Productos de esos que los
países fabrican -cada vez menos- en su propio territorio, pagando lo
que corresponde a sus productores. Mascarillas con denominación de
origen, por decirlo de algún modo.
Porque si
hay algo que está poniendo de manifiesto la imparable expansión del
COVID-19 es que no hay receta infalible, de momento, para contener el
avance de la enfermedad, y que las medidas que están implementando
la mayoría de los países, más que diseñadas para no contagiar,
parecen dirigidas exclusivamente a protegerse del otro. La política
de cerrar fronteras, como explicaba el filósofo surcoreano
Byung-Chul Han en una interesantísima columna publicada en El País
hace algunos días, está demostrando ser solo “una expresión
desesperada de soberanía”. El mecanismo -supongo- al que más
habituado están las grandes potencias para hacer frente a las
crisis. Casi un acto reflejo.
Pero esa
política soberana de aislamiento nacional está haciendo florecer
también el discurso del odio. Escuchar al presidente de Estados
Unidos Donald Trump referirse al COVID-19 como “el virus chino”,
al mismo tiempo que asegura que su país está cada vez más cerca de
dar con el antídoto para la enfermedad, es el mejor de los ejemplos.
Solo cabe esperar, por el bien de todos, que tarden menos tiempo en
encontrar la vacuna que las armas de destrucción masiva que buscaban
en Irak.
No llevamos
ni un mes de confinamiento -con la consabida excepción de China- y
todos, o al menos la gran mayoría, nos estamos volviendo un poco
locos. Y si no que se lo pregunten a Jair Bolsonaro, jefe de gobierno en
Brasil, que con su país a la cabeza de Sudamérica en número de
muertes (46) y contagios (casi 2.300) por coronavirus, continúa
tildando a la patología de “gripecita” o “resfriadillo”. Por
no hablar de Jaime Mañalich, ministro de sanidad de Chile, quien al
ser interrogado sobre los motivos que le habían llevado a no
decretar la cuarentena total en el país, respondió textualmente:
“¿Qué pasa si este virus muta y se pone buena persona?”.
Vivimos
instalados en una distopía que nos está haciendo perder los
papeles. O que nos está llevando a adoptar como propios aquellos que
no nos corresponden, que es aún más peligroso. Mascotas paseando a
humanos, humanos paseando a mascotas que no son en realidad mascotas
e incluso humanos disfrazados de mascotas dan buena cuenta de ello.
Pero lo más
doloroso, sin embargo, las estampas más descorazonadoras, son
aquellas que sugieren que empezamos también a perder de vista
nuestros roles, a malintrerpretarlos. Cómo explicar si no que quienes
hace una semana aplaudían y vitoreaban desde ventanas y balcones a
los profesionales sanitarios, hoy utilicen esos mismos puestos de
control y vigilancia doméstica para señalar a los vecinos. Para
delatarlos. Para abuchearlos, incluso, sin ser capaces de entender
que hay personas con necesidades especiales y justificantes médicos
-también especiales, por cierto- que les habilitan para salir a la
calle. Si entedemos que la solidaridad consiste en apuntar con el
dedo al que no actúa como nosotros, poco estamos entendiendo. Esto
no es 1984. Aquí no tiene cabida la policía del pensamiento.
Tampoco
estamos entendiendo, me temo, lo que significan los servicios
esenciales. Suspendida toda actividad industrial de carácter no
esencial con la declaración del estado de alarma, no deja de
resultar llamativo alzar la vista al cielo y encontrárselo opacado
por las grúas. Un altísimo porcentaje de empresas del sector de la
construcción y la industria continúan trabajando a día de hoy pese
al alto riesgo de contagio que existe como consecuencia de la
propagación de la pandemia. Sus condiciones de seguridad no son las
mejores, pero mientras no se demuestre que al menos uno de los
trabajadores está infectado por coronavirus, las máquinas seguirán
trabajando. Desconozco qué tienen de esencial, en estos tiempos de
extraordinaria excepción, los productos que estas empresas fabrican.
El ladrillo, de momento -aunque ya le gustaría a algunos- no se
come; del ladrillo –ya lo sabíamos, pero se nos olvidó- no se
vive; y la famosa burbuja inmobiliaria no aísla ni siquiera del
contagio.
Esencial es
el derecho la vida, aunque para salvaguardarlo haya que paralizar el
país las semanas que haga falta, porque resulta
esencial no morirse para poder contribuir después -que pareciera que
es lo que importa- a la famosa reactivación de la economía. Los muertos solo pueden restar, por más que formen parte hoy
de una suma infinita.