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miércoles, 25 de marzo de 2020

DISTOPÍA


El temor y la paranoia se propagan más rápido que un virus. Basta con echar un vistazo a las predicciones casi apocalípticas que los expertos esgrimen estos días en relación a los efectos y consecuencias del coronavirus para darse cuenta de ello. Llama la atención, sin embargo, que los vaticinios más desalentadores no guarden ya una estrecha relación con la catástrofe humanitaria que está suponiendo la pandemia desde un punto de vista sanitario, que es muy grave, sino con la dimensión económica del asunto. En esta pesadilla distópica con reminiscencias orwellianas los agoreros parecen estar más preocupados por la respuesta de los mercados tras la crisis que por la crisis en sí misma. De locos.

En cualquier sociedad normal, es decir, no distópica, más allá de su modelo de funcionamiento, su sistema político o su cascarón ideológico, el efecto que una pandemia global pueda tener sobre la economía de turno, debe ser algo secundario. El impacto directo de una crisis sanitaria de alcance mundial en los mercados de valores es algo coyuntural; que afecta mucho pero importa muy poco. Resultaría conveniente, por lo tanto, tal vez, dejar de especular con la catástrofe y de intentar sacar réditos políticos de la emergencia para tratar de encontrar soluciones. Al menos mientras la gente se siga muriendo. Ya tendrán tiempo los estrategas de la doctrina del shock para poner en marcha su maquinaria.

Soluciones como tratar de producir aquí, en nuestros polígonos industriales, en todas esas fábricas que no saben aún de cuarentenas, mascarillas, equipos sanitarios o respiradores. Productos de primera necesidad hoy -seguramente también mañana- y de proximidad, fomentando de paso el comercio sostenible. Productos de esos que los países fabrican -cada vez menos- en su propio territorio, pagando lo que corresponde a sus productores. Mascarillas con denominación de origen, por decirlo de algún modo.

Porque si hay algo que está poniendo de manifiesto la imparable expansión del COVID-19 es que no hay receta infalible, de momento, para contener el avance de la enfermedad, y que las medidas que están implementando la mayoría de los países, más que diseñadas para no contagiar, parecen dirigidas exclusivamente a protegerse del otro. La política de cerrar fronteras, como explicaba el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en una interesantísima columna publicada en El País hace algunos días, está demostrando ser solo “una expresión desesperada de soberanía”. El mecanismo -supongo- al que más habituado están las grandes potencias para hacer frente a las crisis. Casi un acto reflejo.

Pero esa política soberana de aislamiento nacional está haciendo florecer también el discurso del odio. Escuchar al presidente de Estados Unidos Donald Trump referirse al COVID-19 como “el virus chino”, al mismo tiempo que asegura que su país está cada vez más cerca de dar con el antídoto para la enfermedad, es el mejor de los ejemplos. Solo cabe esperar, por el bien de todos, que tarden menos tiempo en encontrar la vacuna que las armas de destrucción masiva que buscaban en Irak.

No llevamos ni un mes de confinamiento -con la consabida excepción de China- y todos, o al menos la gran mayoría, nos estamos volviendo un poco locos. Y si no que se lo pregunten a Jair Bolsonaro, jefe de gobierno en Brasil, que con su país a la cabeza de Sudamérica en número de muertes (46) y contagios (casi 2.300) por coronavirus, continúa tildando a la patología de “gripecita” o “resfriadillo”. Por no hablar de Jaime Mañalich, ministro de sanidad de Chile, quien al ser interrogado sobre los motivos que le habían llevado a no decretar la cuarentena total en el país, respondió textualmente: “¿Qué pasa si este virus muta y se pone buena persona?”.

Vivimos instalados en una distopía que nos está haciendo perder los papeles. O que nos está llevando a adoptar como propios aquellos que no nos corresponden, que es aún más peligroso. Mascotas paseando a humanos, humanos paseando a mascotas que no son en realidad mascotas e incluso humanos disfrazados de mascotas dan buena cuenta de ello.

Pero lo más doloroso, sin embargo, las estampas más descorazonadoras, son aquellas que sugieren que empezamos también a perder de vista nuestros roles, a malintrerpretarlos. Cómo explicar si no que quienes hace una semana aplaudían y vitoreaban desde ventanas y balcones a los profesionales sanitarios, hoy utilicen esos mismos puestos de control y vigilancia doméstica para señalar a los vecinos. Para delatarlos. Para abuchearlos, incluso, sin ser capaces de entender que hay personas con necesidades especiales y justificantes médicos -también especiales, por cierto- que les habilitan para salir a la calle. Si entedemos que la solidaridad consiste en apuntar con el dedo al que no actúa como nosotros, poco estamos entendiendo. Esto no es 1984. Aquí no tiene cabida la policía del pensamiento.

Tampoco estamos entendiendo, me temo, lo que significan los servicios esenciales. Suspendida toda actividad industrial de carácter no esencial con la declaración del estado de alarma, no deja de resultar llamativo alzar la vista al cielo y encontrárselo opacado por las grúas. Un altísimo porcentaje de empresas del sector de la construcción y la industria continúan trabajando a día de hoy pese al alto riesgo de contagio que existe como consecuencia de la propagación de la pandemia. Sus condiciones de seguridad no son las mejores, pero mientras no se demuestre que al menos uno de los trabajadores está infectado por coronavirus, las máquinas seguirán trabajando. Desconozco qué tienen de esencial, en estos tiempos de extraordinaria excepción, los productos que estas empresas fabrican. El ladrillo, de momento -aunque ya le gustaría a algunos- no se come; del ladrillo –ya lo sabíamos, pero se nos olvidó- no se vive; y la famosa burbuja inmobiliaria no aísla ni siquiera del contagio.

Esencial es el derecho la vida, aunque para salvaguardarlo haya que paralizar el país las semanas que haga falta, porque resulta esencial no morirse para poder contribuir después -que pareciera que es lo que importa- a la famosa reactivación de la economía. Los muertos solo pueden restar, por más que formen parte hoy de una suma infinita.

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