Resulta
recomendable, en tiempos de cuarentena, tratar de ver el vaso medio
lleno. Hacer lecturas positivas, en un contexto de pandemia global,
puede que sea incluso aconsejable. Rescatar valores como la
solidaridad humana o aplaudir el conmovedor esfuerzo que realizan
estos días profesionales sanitarios y no sanitarios, trabajadores
cualificados y no cualificados, personas anónimas y voluntarios,
para frenar o mitigar el avance de la enfermedad no solo es justo,
también es necesario. Como lo es el hecho de reconocer que las
medidas de confinamiento a gran escala puestas en marcha por los
diferentes gobiernos no han tardado demasiado en dejarnos los cielos
más limpios o el agua de los ríos más clara. La sanidad pública,
que a punto estuvieron también de confinar, de exterminar a base de
recortes, demostró ser, una vez más, nuestro único baluarte; y es
probable incluso que después de esta los defensores del
neoliberalismo lleguen a replantearse alguna de sus ideas.
Pero más
allá de eso, las moralejas que pueden extraerse de toda esta
historia no son, en mi opinión, demasiado alentadoras. Y es que el
Coronavirus no ha hecho más que dejar al descubierto las descarnadas
costuras del sistema en que vivimos. Nos ha desnudado como sociedad y
nos ha retratado por dentro. Porque demandaba el virus, para ser
atajado con contundencia, de una colaboración social, un grado de
empatía y un sentido de comunidad desterrado de nuestros
diccionarios hace tiempo.
El
COVID-19, cuyo brote epidémico no tardaron en situar en la provincia
china de Hubei, no nació en realidad en China. Desde allí comenzó
a propagarse, es cierto, pero su germen hay que buscarlo en algún
departamento de Economía de la Universidad de Chicago; en la enésima
sucursal abierta por alguna multinacional de turno en suelo
extranjero; o en la penúltima cruzada imperialista -estadounidense o
europea- perpetrada para introducir con calzador el modelo neoliberal
lejos de sus fronteras. El paciente cero no tiene rostro. El paciente
cero es el sistema. El paciente cero es el yo.
Cómo
explicar si no que este estado de emergencia sanitaria haya terminado
por sacar lo peor de nosotros. O lo que se esperaba de nosotros. Y es
que con las debidas y honrosas excepciones consignadas más arriba,
la gestión política y humana de esta pandemia de alcance mundial y
origen primermundista ha resultado ser un completo desastre. Hemos
tratado de combatirla con todas las herramientas sanitarias a nuestro
alcance y todos nuestros valores capitalistas a cuestas. Y hemos
fracasado.
Hemos
desdeñado, en primera instancia, las potenciales consecuencias del
virus, hemos mentido a la gente sobre los riesgos de su propagación
y hemos reaccionado tarde con la única intención de que no se
resintiesen los mercados. Dicho de otra forma; hemos especulado.
Hemos
mirado, durante los primeros días de la crisis, con recelo al
extranjero -especialmente al hombre y la mujer de rasgos asiáticos-,
pero también, llegado el momento, al veraneante madrileño, por
poner un ejemplo más cercano. Dicho de otra forma; hemos
estigmatizado.
Hemos
saqueado, literalmente y de un modo patético, las estanterías de
los supermercados a pesar de recibir la garantía de que no faltarían
productos en nuestra mesa (ni los próximos 15 días, ni seguramente
los próximos 15 años). Dicho de otra forma; hemos privilegiado.
Hemos
recibido la orden de quedarnos en casa (los que la tenemos, claro)
con el único fin de evitar los contagios y tampoco eso lo hemos
hecho. O lo hemos hecho tarde, a medias y prácticamente obligados.
Dicho de otra forma; hemos frivolizado.
Hemos
descubierto al vecino de enfrente, hemos sufrido por nuestros
familiares cercanos, por la curva de contagio de nuestra ciudad
específica, nuestra provincia concreta, nuestra comunidad exacta y
nuestro país de nacimiento o residencia, según el caso; pero nos
hemos olvidado al hacerlo de todos los otros porque la meta última
siempre fue salvarnos. Hemos tenido miedo, pero con el baile de
números, el vaivén de muertos y el desfile de cifras macro, también
nos hemos insensibilizado.
Hemos
descubierto que teníamos familia, que muchas cosas que hacíamos no
eran necesarias y que las que hacían otros -y hoy siguen haciendo-
son fundamentales. Es probable, en fin, que hayamos aprendido algo,
pero durante ese proceso de aprendizaje estamos pagando un precio muy
alto.
Porque
lo que había que aprender ya lo sabíamos, pero entonces -es decir,
antes- convenía ignorarlo. Somos unos privilegiados incluso en la
enfermedad. Sobre todo en la enfermedad. Por eso, tal vez, hay
quienes encuentran incluso divertidas estas cuarentenas tan
occidentales, plagadas de videollamadas al calor de la calefacción,
de juegos de mesa rescatados solo para la causa, de forzadas
convivencias familiares y de rollos y más rollos de papel higiénico
con los que poder limpiarnos, al final del día, los restos de nuestros
privilegios de clase.
Y es que al
sur del privilegio, cabe recordarlo, hay toda una serie de países
que también se están contagiando. Con sistemas sanitarios privados
o directamente inexistentes, pero sobre todo mucho más precarios. En
África, sin ir más lejos, se han registrado ya infecciones por
COVID-19 en Egipto, Sudáfrica, Argelia, Marruecos, Senegal o Túnez,
pero también en Ghana, Nigeria, Namibia, Camerún, República del
Congo, Guinea Ecuatorial o Burkina Faso. No resulta necesario ser un
experto en epidemiología para comprender que controlar la
propagación del virus en la mayoría de estos territorios será una
labor mucho más ardua. Sobran ejemplos de ello y no hace falta
siquiera remontarse muchos años en el tiempo para encontrarlos. El
futuro era ayer, pero preferimos pasarlo por alto.
El futuro
era el SARS y la Gripe A. El futuro era Haití, en 2010, cuando un
brote de Cólera se cobró la vida de 8.000 personas. El futuro era
Guinea, en 2014, cuando la epidemia del Ébola se saldó con 5.000
muertos. El futuro era y sigue siendo hoy Sudamérica y la región
del Caribe, donde el Dengue afectó en 2019 a más de 3 millones de
personas y amenaza con pulverizar en este inicio de año todos sus
registros históricos. Enfermedades y epidemias víricas, todas ellas,
con mayores índices de letalidad, pero en términos informativos
mucho menos virales.
Pero no hay
motivos, en occidente, para la alarma o el desconsuelo. La pandemia
del Coronavirus (que se ha cobrado ya demasiadas vidas), logrará
contenerse o controlarse más pronto que tarde en este hemisferio
plagado de comodidades. Y cuando eso suceda -aunque la inmensa
mayoría de nosotros ya lo estábamos de antemano- nos sentiremos a
salvo. Y volverá el fútbol a la tele y las cervezas en las terrazas
de los bares. Y llegará también el verano, que fomenta el ocio y
-dicen- contiene además el contagio. Y mudarán los temas de
conversación y las preocupaciones cotidianas por sobrevivir volverán
a ser tan banales como lo eran antes. E importará muy poco ya,
seguramente, en esta parte del mundo, que en el hemisferio sur acabe
de comenzar el invierno.
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