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miércoles, 18 de marzo de 2020

EL FUTURO ERA AYER


Resulta recomendable, en tiempos de cuarentena, tratar de ver el vaso medio lleno. Hacer lecturas positivas, en un contexto de pandemia global, puede que sea incluso aconsejable. Rescatar valores como la solidaridad humana o aplaudir el conmovedor esfuerzo que realizan estos días profesionales sanitarios y no sanitarios, trabajadores cualificados y no cualificados, personas anónimas y voluntarios, para frenar o mitigar el avance de la enfermedad no solo es justo, también es necesario. Como lo es el hecho de reconocer que las medidas de confinamiento a gran escala puestas en marcha por los diferentes gobiernos no han tardado demasiado en dejarnos los cielos más limpios o el agua de los ríos más clara. La sanidad pública, que a punto estuvieron también de confinar, de exterminar a base de recortes, demostró ser, una vez más, nuestro único baluarte; y es probable incluso que después de esta los defensores del neoliberalismo lleguen a replantearse alguna de sus ideas.

Pero más allá de eso, las moralejas que pueden extraerse de toda esta historia no son, en mi opinión, demasiado alentadoras. Y es que el Coronavirus no ha hecho más que dejar al descubierto las descarnadas costuras del sistema en que vivimos. Nos ha desnudado como sociedad y nos ha retratado por dentro. Porque demandaba el virus, para ser atajado con contundencia, de una colaboración social, un grado de empatía y un sentido de comunidad desterrado de nuestros diccionarios hace tiempo.

El COVID-19, cuyo brote epidémico no tardaron en situar en la provincia china de Hubei, no nació en realidad en China. Desde allí comenzó a propagarse, es cierto, pero su germen hay que buscarlo en algún departamento de Economía de la Universidad de Chicago; en la enésima sucursal abierta por alguna multinacional de turno en suelo extranjero; o en la penúltima cruzada imperialista -estadounidense o europea- perpetrada para introducir con calzador el modelo neoliberal lejos de sus fronteras. El paciente cero no tiene rostro. El paciente cero es el sistema. El paciente cero es el yo.

Cómo explicar si no que este estado de emergencia sanitaria haya terminado por sacar lo peor de nosotros. O lo que se esperaba de nosotros. Y es que con las debidas y honrosas excepciones consignadas más arriba, la gestión política y humana de esta pandemia de alcance mundial y origen primermundista ha resultado ser un completo desastre. Hemos tratado de combatirla con todas las herramientas sanitarias a nuestro alcance y todos nuestros valores capitalistas a cuestas. Y hemos fracasado.

Hemos desdeñado, en primera instancia, las potenciales consecuencias del virus, hemos mentido a la gente sobre los riesgos de su propagación y hemos reaccionado tarde con la única intención de que no se resintiesen los mercados. Dicho de otra forma; hemos especulado.

Hemos mirado, durante los primeros días de la crisis, con recelo al extranjero -especialmente al hombre y la mujer de rasgos asiáticos-, pero también, llegado el momento, al veraneante madrileño, por poner un ejemplo más cercano. Dicho de otra forma; hemos estigmatizado.

Hemos saqueado, literalmente y de un modo patético, las estanterías de los supermercados a pesar de recibir la garantía de que no faltarían productos en nuestra mesa (ni los próximos 15 días, ni seguramente los próximos 15 años). Dicho de otra forma; hemos privilegiado.

Hemos recibido la orden de quedarnos en casa (los que la tenemos, claro) con el único fin de evitar los contagios y tampoco eso lo hemos hecho. O lo hemos hecho tarde, a medias y prácticamente obligados. Dicho de otra forma; hemos frivolizado.

Hemos descubierto al vecino de enfrente, hemos sufrido por nuestros familiares cercanos, por la curva de contagio de nuestra ciudad específica, nuestra provincia concreta, nuestra comunidad exacta y nuestro país de nacimiento o residencia, según el caso; pero nos hemos olvidado al hacerlo de todos los otros porque la meta última siempre fue salvarnos. Hemos tenido miedo, pero con el baile de números, el vaivén de muertos y el desfile de cifras macro, también nos hemos insensibilizado.

Hemos descubierto que teníamos familia, que muchas cosas que hacíamos no eran necesarias y que las que hacían otros -y hoy siguen haciendo- son fundamentales. Es probable, en fin, que hayamos aprendido algo, pero durante ese proceso de aprendizaje estamos pagando un precio muy alto.

Porque lo que había que aprender ya lo sabíamos, pero entonces -es decir, antes- convenía ignorarlo. Somos unos privilegiados incluso en la enfermedad. Sobre todo en la enfermedad. Por eso, tal vez, hay quienes encuentran incluso divertidas estas cuarentenas tan occidentales, plagadas de videollamadas al calor de la calefacción, de juegos de mesa rescatados solo para la causa, de forzadas convivencias familiares y de rollos y más rollos de papel higiénico con los que poder limpiarnos, al final del día, los restos de nuestros privilegios de clase.

Y es que al sur del privilegio, cabe recordarlo, hay toda una serie de países que también se están contagiando. Con sistemas sanitarios privados o directamente inexistentes, pero sobre todo mucho más precarios. En África, sin ir más lejos, se han registrado ya infecciones por COVID-19 en Egipto, Sudáfrica, Argelia, Marruecos, Senegal o Túnez, pero también en Ghana, Nigeria, Namibia, Camerún, República del Congo, Guinea Ecuatorial o Burkina Faso. No resulta necesario ser un experto en epidemiología para comprender que controlar la propagación del virus en la mayoría de estos territorios será una labor mucho más ardua. Sobran ejemplos de ello y no hace falta siquiera remontarse muchos años en el tiempo para encontrarlos. El futuro era ayer, pero preferimos pasarlo por alto.

El futuro era el SARS y la Gripe A. El futuro era Haití, en 2010, cuando un brote de Cólera se cobró la vida de 8.000 personas. El futuro era Guinea, en 2014, cuando la epidemia del Ébola se saldó con 5.000 muertos. El futuro era y sigue siendo hoy Sudamérica y la región del Caribe, donde el Dengue afectó en 2019 a más de 3 millones de personas y amenaza con pulverizar en este inicio de año todos sus registros históricos. Enfermedades y epidemias víricas, todas ellas, con mayores índices de letalidad, pero en términos informativos mucho menos virales.

Pero no hay motivos, en occidente, para la alarma o el desconsuelo. La pandemia del Coronavirus (que se ha cobrado ya demasiadas vidas), logrará contenerse o controlarse más pronto que tarde en este hemisferio plagado de comodidades. Y cuando eso suceda -aunque la inmensa mayoría de nosotros ya lo estábamos de antemano- nos sentiremos a salvo. Y volverá el fútbol a la tele y las cervezas en las terrazas de los bares. Y llegará también el verano, que fomenta el ocio y -dicen- contiene además el contagio. Y mudarán los temas de conversación y las preocupaciones cotidianas por sobrevivir volverán a ser tan banales como lo eran antes. E importará muy poco ya, seguramente, en esta parte del mundo, que en el hemisferio sur acabe de comenzar el invierno.

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