Cuando
entré en la habitación principal, Gediminas estaba esperándome. Me
hizo un gesto desganado pero inequívoco desde el banco del fondo y
enseguida comprendí lo que trataba de decirme. Sorteamos los
colores, como siempre, y a mí me tocó jugar con blancas. En las
tres partidas que echamos en total aquella mañana dispuse siempre de
la ventaja de salida. Él ganó dos y yo ninguna. No volví a verlo
nunca.
Hablaba
muy poco Gediminas. Prefería jugar al ajedrez. Aquel tablero de
piezas descabezadas e informes era, de hecho, todo lo que nos unía.
Jugamos muchas partidas juntos a lo largo de muchos meses, pero si
hay una que hoy recuerdo con especial cariño es aquella última.
La
primera de las tres partidas, Gediminas la ganó cómodamente. O la
perdí yo sin presentar oposición alguna, como se prefiera. No soy,
ni mucho menos, un jugador avezado, pero entiendo que el ajedrez es
un juego de estrategia y probabilidades estadísticas, pero sobre
todo de errores. Y yo cometí demasiados.
La
segunda partida terminó en tablas. Previo sorteo, volví a jugar con
blancas, y a juzgar por la cara que se le quedó a Gediminas cuando
la contienda quedó bloqueada, no debí hacerlo del todo mal. En
alguna parte había leído que las estadísticas totales de todas las
partidas de ajedrez disputadas arrojan una ligera ventaja para la
blancas, la que le confiere precisamente el hecho de jugar primero.
La tesis no es concluyente, pero sostiene que si un jugador consigue
hacer la partida perfecta, ese movimiento inicial debe ser
decisivo, marcar la diferencia.
Entre
la segunda y la tercera partida, hicimos un breve receso. La mirada
extraviada de Gediminas, con los ojos inyectados en sangre, hundidos
dentro de sus propias cuencas, me inquietó por primera vez. Volvimos
a sortear los colores, volví a jugar con blancas y volví a perder.
- Las
negras tienen ventaja en este juego – me espetó de pronto
Gediminas, mientras recogíamos las piezas en completo silencio para
liberar la mesa de la habitación.
- Las
blancas salen primero -le dije, como tratando de validar con mis
palabras un triunfo, el suyo, que se habría producido de todos
modos con independencia del resultado de aquellos sorteos de color.
- A
eso me refiero -contestó.
Hoy,
apenas algunos días después de la muerte del actor sueco Max von
Sydow, han regresado a mi mente aquellas silenciosas partidas de
ajedrez con Gediminas. Y es que dentro de la larguísima
filmografía del difunto intérprete, no recuerdo papel más rotundo
que aquel en el que encarnaba a Antonius Block en El séptimo sello
de Bergman. La película, una de las más sugestivas e hipnóticas
que he visto en toda mi vida, arrancaba con von Sydow en una playa
jugando con blancas una memorable partida de ajedrez contra la
muerte.
Hay
quienes aseguran que la ventaja del movimiento inicial en el ajedrez
es tan determinante que las blancas deben jugar siempre para ganar y
las negras para buscar las tablas. Pero yo creo, sencillamente, que
la clave del juego sigue radicando en los errores porque no existe la
partida perfecta.
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