> Palabras y Placebos: 2020

miércoles, 14 de octubre de 2020

EL DÍA DEL EUFEMISMO

Dice la RAE que un eufemismo es una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Tomando en cuenta esta definición, tal vez el 12 de octubre debería ser rebautizado como el “Día del Eufemismo”, porque llamarlo por su nombre, al parecer, es todavía, cinco siglos después, demasiado duro o malsonante para algunos. Y es que nada o casi nada de lo que se hace, se dice y se conmemora este día, guarda un mínimo de consideración semántica con la efeméride a la que alude. Todo es suavidad y decoro formal, o lo que es lo mismo, ausencia de rigor, de dignidad y de respeto.  

El “Día de la Hispanidad”, nombre que recibe en España la jornada en la que se conmemora el desembarco de Cristóbal Colón en Guanahuaní (Bahamas), el 12 de octubre de 1492, bien podría denominarse el “Día de la Conquista de América”, el “Día de la Expansión Imperialista”, el “Día de la Cruzada Cristiana” o, directamente, el “Día del Genocidio”, por aquello de economizar palabras. La visión etnocentrista de los hechos, tan propia de occidente, explica su actual designación.

Lo que se entiende menos, en el caso particular de España, que el pasado lunes volvió a sacar brillo a sus banderas y a algunas de sus desteñidas instituciones para vestirse de fiesta, es la liturgia de la ceremonia, la forma de celebrar. Todo ese protocolo de tanques y aeronaves. Cuesta entender el sentido de semejante despliegue militar para honrar una fecha que conmemora, presuntamente, el diálogo entre culturas. Sacar a las fuerzas armadas a la calle, organizar un solemne desfile militar y acompañarlo de acrobacias aéreas, no se antoja, a simple vista, la manera más coherente de festejar un hermanamiento.

Igualmente curioso -por no decir casi delirante- es el nombre que recibe dicha festividad en algunos países latinoamericanos. El “Día de la Raza” es el más extendido de todos. Así llaman al 12 de octubre -formal o informalmente y con algunas variaciones- en Chile, Colombia, Costa Rica, México, Honduras o El Salvador. Así se llamaba también en la España franquista. Pero lo verdaderamente delirante no es el nombre en sí mismo -de un supremacismo difícil de enmascarar- sino la alusión a un concepto, el de raza, que además de suponer una auténtica aberración biogenéticamente hablando, fue el utilizado precisamente por los colonos para justificar su invasión. “El Día del Respeto a la Diversidad Cultural” (Argentina); el “Día de la interculturalidad y la plurinacionalidad” (Ecuador); el “Día de la resistencia Indígena, Negra y Popular (Nicaragua); el “Día de los Pueblos Originarios y del Diálogo Intercultural” (Perú); o el “Día de la Resistencia Indígena” (Venezuela) sí que parecen querer reivindicar al bando oprimido. Me imagino que hay tantas denominaciones posibles para la fecha como maneras de interpretar la historia. O de querer edulcorarla.

Pero resulta difícil, muy difícil, edulcorar, si se tiene un poco de perspectiva, un mínimo de sentido crítico, lo sucedido en el continente americano durante más de cuatro siglos. Hace falta mucho azúcar para tragarse la historia de la expansión cultural, del progreso, de la lengua, de la fe cristiana, de los animales de carga, la rueda, el papel o la pólvora (sobre todo la pólvora). Hace falta mucho azúcar para que sepan bien 60, 70 u 80 millones de muertos, según la fuente. Para poder digerirlos. Es necesario hacer una lectura muy sesgada, muy parcial de los acontecimientos, para quedarse con que las Leyes de Burgos (1512) humanizaban la figura de los esclavos, les reservaban ciertas libertades y podrían ser consideradas, como afirman todavía algunos expertos, precursoras del ordenamiento internacional en materia de derechos humanos. Es sesgado porque significa obviar todo lo otro; la encomienda, el requerimiento, los visitadores. Todas esas instituciones creadas en el continente para obligar a las personas, ya esclavizadas, a abrazar la religión bajo amenaza de muerte. Porque los todavía rebeldes, los todavía pecadores, los todavía infieles, sí que podían ser exterminados por derecho. “Guerra justa”, le llamaban en ese tiempo. Aunque lo que estaban cometiendo, en realidad, de manera también pionera, era un genocidio, es decir, “el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Llamarlo hoy de otra manera implica necesariamente utilizar otro eufemismo.

Volviendo al 12 de octubre, es decir, a la conmemoración anual de la efeméride, no puedo evitar acordarme de todos esos eufemismos que siguen vigentes hoy en día y que tienen su origen, de una manera u otra, en la llamada “conquista” o “descubrimiento” de América. En Chile, por ejemplo, hay quienes continúan refiriéndose a España como la madre patria, aunque dudo mucho que tal designación tenga algo que ver, a estas alturas, con su poder reproductivo. Supongo que atiende más bien a su capacidad de influencia, de control. Cómo explicar si no que 528 años después de desembarcar en el continente y expoliar sus recursos naturales, servicios e infraestructuras básicas como el agua, las carreteras o el sistema de transporte sigan estando hoy en manos de multinacionales españolas.

Porque esa es también una herencia colonial, perfectamente visible a lo largo y ancho de América Latina. Esa huella indeleble de quienes nunca llegaron a marcharse; de quienes volvieron, pasado un tiempo, para derrapar por las autopistas recién inauguradas del neoliberalismo; o de los que se fueron dejando escrito en un papel, antes de irse, un número de cuenta y un domicilio fiscal. Porque en Chile, en este Chile, pero también en México, Perú, Argentina, Colombia y tantas otras ex colonias de ultramar, la madre patria, la infanticida madre patria, rejuvenecida hoy, europeizada, inflada de botox y de Ibex 35, no ha dejado nunca de ejercer su tutela.

El mal llamado conflicto mapuche, es decir, la reivindicación por parte de las comunidades y los pueblos originarios de la región de su espacio de identidad cultural y de sus tierras ancestrales, es también una extensión, una prolongación y una consecuencia directa de aquellos siglos de dominio. La estigmatización y la persecución que padecen hunde sus raíces también en aquella época. Porque la existencia de esa madre patria anula toda posibilidad de construcción de una identidad y una cultura propias. Y segrega. También segrega. Afirmaciones del tipo: “Yo no soy descendiente de mapuches, soy descendiente de europeos”, tan comunes y repetidas en las calles chilenas, son, en mi opinión, altamente peligrosas. Porque es muy dañina y muy injusta esa concepción de los hechos. Porque declararse con orgullo hijo único de la colonización implica también, de alguna manera, negar el genocidio. Y el negacionismo suele ser un mal aliado del progreso. Lo explicaba muy bien Eduardo Galeano: “La guerra vecinal es una especialidad latinoamericana. Hemos sido diseñados, como países, para odiarnos entre nosotros. Es lo peor de la herencia colonial. Hay otras herencias coloniales, como la de la impotencia. Esa que te dice: 'Nunca vas a poder, eso no se puede, nunca vas a ser capaz'. La condena de ser espectadores de la historia hecha por otros”. Una historia que regresa cada 12 de octubre, cada vez más romantizada, más neutral y más aséptica. Cada vez con más espectadores excluidos del juego.  


miércoles, 7 de octubre de 2020

TODOS LOS DÍAS ES OCTUBRE

No pudieron elegir un lugar más representativo para intentar matarlo. No pudieron escoger un enclave más simbólico que el puente Pío Nono, esa lengua de cemento que comunica el barrio Bellavista con la rebautizada Plaza Dignidad, bastión de todas las protestas durante el estallido social. No pudieron seleccionar tampoco un escenario de fondo más expresivo que ese río Mapocho que es mucho más metáfora que río; ni un marco temporal más paradigmático que octubre. Aunque hace tiempo ya que en Chile siempre es octubre.

Sucedió el pasado viernes, durante el transcurso de una de esas protestas que son el pan de cada día en Santiago desde hace 12 meses, y en las que se protesta, precisamente, porque no falte el pan cada día sobre la mesa. Un manifestante de 16 años fue empujado por un carabinero al río Mapocho desde la cornisa del puente, situada a unos ocho metros de altura. Lo vieron todos. Se fracturó las muñecas y sufrió un severo traumatismo craneoencefálico que a punto estuvo de costarle la vida. La brigada de las fuerzas especiales desplegada en el lugar se negó a prestarle auxilio. Las aguas del Mapocho, ese río embravecido y poco profundo; esa cicatriz de agua; esa vena abierta que recorre toda la ciudad dividiendo y segregando, seleccionando y clasificando a sus habitantes; se tiñeron entonces de rojo con la sangre de un adolescente, de un niño al que los funcionarios públicos encargados de su protección intentaron matar primero y dejaron morir más tarde.

Pero no murió. Anthony Araya no murió porque otros lo salvaron. Lo recogieron del lecho del río, donde yacía inconsciente y bocabajo, y lo trasladaron a la clínica Santa María, el centro hospitalario en el que días más tarde los agentes del orden volvieron a cargar contra sus familiares y amigos, allí concentrados, y donde hoy se recupera de sus graves lesiones en calidad de detenido. No de víctima. De detenido. Detenido, tal vez, porque la versión oficial de Carabineros continúa insistiendo -pese a la incontestable evidencia de las imágenes- en la existencia de un forcejeo previo que jamás llegó a producirse. O porque tras revisar esas mismas evidencias, los principales medios de comunicación del país prefirieron contar la historia a su manera disfrazando de “caída involuntaria” un intento de homicidio frustrado. Y es que Anthony Araya no se tiró al río, lo tiraron. No se precipitó desde lo alto del puente, lo empujaron. No estuvo a punto de morir, sino muy cerca de ser asesinado.

En diciembre del año pasado, el mismo gobierno que hoy investiga a Araya en régimen de detenido, no dudó en presentar una querella criminal contra dos manifestantes acusados de lanzar al río, en pleno estallido social y desde el puente Pío Nono, una motocicleta de Carabineros. Era el mismo río. Exactamente el mismo puente. Pero era una motocicleta y no un niño de 16 años. Cuesta entender esa doble moral, descifrar ese doble rasero. Cuesta aceptar que pueda existir un sistema en el que valga menos la vida de una persona que un amasijo de hierros.

Así comenzó octubre, este octubre, en aquel lado del océano. Como si fuera todavía octubre del año pasado, como si no hubiera cambiado nada, como si no hubiera pasado el tiempo. Siempre he tenido la impresión de que en Chile no han sabido hacerse bien las cuentas de la historia. Y por eso el resultado nunca cuadra. No puede dar exacto. Siempre hay algún número colgando, alguna cifra en la operación que arrastras, que te llevas y que al final acaba volviendo. Por eso hoy se ha vuelto a luchar por lo mismo por lo que se luchaba antes. Las mismas libertades y los mismos derechos. Y por eso esta violencia, esta brutalidad policial, estatal, sistemática y sistémica, recuerda tanto a la de aquellos años de dictadura. Porque el pasado, en un país que no ha encontrado aún reparación ni justicia, es como un boomerang; siempre vuelve.

Y es precisamente también por eso que resulta imposible interpretar o tratar de entender este nuevo estallido social, este nuevo octubre chileno, desligándolo de ese otro octubre de hace 12 meses. Porque hay sangre en el río y las heridas siguen abiertas. Porque según los datos del Ministerio de Salud de Chile, más de 13.000 personas resultaron heridas el año pasado durante los dos primeros meses de protestas. Porque se registraron en la Fiscalía más de 2.500 denuncias por violaciones de los derechos humanos, de las cuales al menos 1.500 guardaban relación con algún tipo de tortura o trato degradante, y más de un centenar denunciaban algún delito de carácter sexual protagonizado por funcionarios públicos. Porque murieron al menos 31 personas. Porque según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) se empleó en Chile durante dicho período contra los manifestantes “armamento de uso militar y munición real potencialmente letal de manera injustificada, generalizada e indiscriminada, apuntando en ocasiones a la cabeza”. Porque se registraron más de 350 casos de traumas y lesiones oculares como consecuencia de esos disparos. Porque de acuerdo a la información recogida en el último informe de Amnistía Internacional para América Latina y el Caribe, durante los meses que duró el estallido social se atropelló a manifestantes, se empleó la violencia contra personas ya detenidas, se hizo un uso excesivo de los gases lacrimógenos, se suspendieron derechos y libertades básicas con la declaración del Estado de Emergencia y quedó probado el ejercicio, por parte de las fuerzas del orden, de actos de “represión policial, tortura y detenciones masivas”.

Todo eso ocurrió hace menos de un año, mientras las chilenas y los chilenos protestaban en la calle por la subida en el precio del transporte público, por la privatización del agua, la salud, la educación o las pensiones, por la precariedad laboral, por la ausencia de cualquier política de paridad de género o por la estigmatización y criminalización sistemática de los pueblos indígenas, entre otras cuestiones. Fue en octubre, antes de conquistar en las calles la celebración de un Plebiscito para reformar la constitución, que se llevará a cabo finalmente el próximo día 25. Antes de que la pandemia del Coronavirus sofocase la revolución, se cobrase la vida de más de 13.000 personas y pusiese al descubierto todas esas flaquezas del sistema que los manifestantes denunciaban. Antes de que Anthony Araya fuera lanzado al río por un agente uniformado.

Es por eso que esta revolución que hoy prosigue y avanza con ánimo renovado es, en realidad, aquella misma revolución del octubre pasado. Una revolución enorme que reclama, en realidad, condiciones mínimas, que no demanda nada ilógico ni irrealizable. Porque la revolución, a fin de cuentas, no suele versar casi nunca sobre conseguir algo más, sino sobre recuperar algo que faltaba. La revolución chilena cumple este mes un año en marcha y tiene rostro de niño. Y de mujer. Y de mapuche. Hace tiempo que en Chile todos los días es octubre.


miércoles, 30 de septiembre de 2020

CARTA A UN POLICÍA

Ha pasado casi una semana desde que te vi por televisión, desempeñando tus funciones de trabajo frente a la Asamblea de Madrid, en el distrito de Puente de Vallecas. Demasiado tiempo para un policía, que cada día presta un servicio, que patrulla sin descanso las calles de la ciudad para cumplir con su honorable misión de proteger a la ciudadanía. Han transcurrido ya seis días, pero seguro que sabes de lo que te hablo. Me imagino que puedo tutearte. Ya lo estoy haciendo, pero ¿cómo dirigirme si no a alguien que vela a diario por mi seguridad, mi libertad y mis derechos?

Eran las siete y pico de la tarde y habías acudido a Vallecas a disolver una concentración de vecinos que protestaban contra los confinamientos selectivos de los barrios del sur y los recortes en materia de sanidad. No había demasiada gente. Tal vez 300 ó 500 personas, es difícil saberlo. Me imagino que a pie de calle, en primera línea, las aglomeraciones deben parecer siempre inmensas. Hay que estar en tu pellejo. La protesta, al menos por televisión, parecía pacífica, pero acabasteis interviniendo. Detuvisteis a cuatro tipos y les disteis un buen correctivo. Yo no pude apreciar en las imágenes provocación alguna, pero qué sabré yo de provocaciones. Los agentes del orden estáis ahí para protegernos. Seguro que os provocaron.

Lo que se veía en las imágenes es que esas personas estaban entonando algunos cánticos en grupo. Demandaban refuerzos en las plantillas de atención primaria, contratación de rastreadores y cosas por el estilo. Nimiedades. También se quejaban porque su distrito, ese distrito en el que estabais, formaba parte del territorio confinado arbitrariamente por el gobierno regional para contener el avance de la pandemia. Parecía una manifestación oportuna, coherente, pero me imagino que no lo era. ¿A quién se le podría haber ocurrido que aquel era un buen momento para salir a la calle a protestar? La concentración comportaba un riesgo extraordinario, por eso estabais vosotros allí, desde antes incluso de que comenzara, flanqueados por varias ambulancias del Samur, adelantándoos a los acontecimientos. Actuasteis con determinación, como siempre, porque eso, y no otra cosa, es lo que se espera de vosotros. Los motivos de la protesta eran lo de menos. Esa es una información secundaria, que no necesitáis manejar ni comprender para llevar a cabo vuestra tarea. Lo único que verdaderamente necesitabas tú aquella tarde era desahogarte, liberar endorfinas. Y quiero creer que lo hiciste. Que después de aquella exhibición te sentiste un poco mejor. Más reconfortado, más vivo, más policía.

O tal vez no, porque cuando un grupo de jóvenes se acercó horas más tarde a la comisaría para preguntar por sus amigos detenidos, otra vez tuviste que intervenir. Todavía no te encontrabas del todo bien, lo suficientemente realizado, y por eso decidiste hacer un par de horas extra. Convocaste a un grupo de compañeros y, en fin, sacasteis adelante la tarea. A uno de los chicos no solo le propinasteis una paliza terrible, también lo humillasteis. Era menor de edad, por cierto, pero tampoco eso necesitabas saberlo. ¿Cómo ibas a saberlo si se comportaba como un adulto, si caminaba como un adulto, si preguntaba si sus amigos estaban bien como un adulto? Me gusta pensar que después de tu segundo servicio del día, sí que notaste ese desahogo. Y que pudiste volver a casa más sereno.

Puede que de camino a casa (no es lo más probable, pero quién sabe), te diera por hacer un poco de memoria. Y recordases fugazmente (aunque la memoria no es uno de tus fuertes, claro) alguna de tus últimas intervenciones del año. Porque es posible que en ese ejercicio, como parte de ese recuento rápido, regresase a tu cabeza la imagen del día en que tus colegas y tú visitasteis el barrio de Salamanca. Está un poco más al norte y no parece en realidad un barrio. Sucedió hace cinco meses, en mayo. Te hablo de aquel día porque aquel día, en pleno Estado de Alarma, cuando las restricciones eran mucho más severas y no se podía salir sin justificación a la calle, no encontrasteis ninguna amenaza contra el orden público ni intuisteis ningún riesgo para la salud en la concentración ciudadana que allí se llevó a cabo. Muchos de los manifestantes no llevaban puesta la mascarilla, pero iban envueltos en banderas de España. Como en las verbenas. Como en las corridas de toros. Como las que cuelgan en cada uno de los rincones de vuestros centros de trabajo. Seguro que te acuerdas porque también salió en la tele. Y porque era probablemente la primera vez que teníais que acudir en grupo al barrio de Salamanca.

Te hablo de aquel día porque aquel día, a diferencia de este otro, no necesitasteis actuar. Ni para destrozarle la cara a algún joven despistado, ni para cabecear con vuestro casco futurista el rostro de un adolescente, ni para apalear en el suelo a ningún manifestante, ni para disparar vuestras absurdas pelotitas de goma al aire. Y fue una suerte, pensándolo bien, que no tuvierais que hacerlo, pues no llevabais puesto ni siquiera aquel día vuestro traje de combate, de soldadito de plomo, de perro de presa del Estado. Llevabais incluso vuestro número de identificación a la vista, ¿te acuerdas ahora? Quizás no recuerdes aquella intervención como una intervención real porque en realidad no intervinisteis. No hicisteis nada. Tal vez te contagiaste (en sentido figurado, claro) de todo aquel clima festivo, y en fin, ya lo olvidaste. Cómo culparte por algo así. No puedes estar en todo ni en todas partes.

Si te hablo hoy de aquella tarde es simplemente porque las personas con las que compartiste la velada vespertina en Núñez de Balboa no estaban llevando a cabo una protesta coherente, constructiva, sino reclamando un capricho, un privilegio. No pedían mejoras en el sistema de salud público, ni se habían visto afectados por una decisión selectiva o arbitraria. Aquella sí que era una manifestación antisistema, pero claro, no te percataste. Tu comportamiento aquella jornada, que se saldó sin heridos, detenidos, ni hospitalizados; tu condescendencia, tu complicidad, tu apatía; no solo supuso una negligencia en el desarrollo de tus funciones públicas y remuneradas, sino que además puso en riesgo al resto de ciudadanos. Aquello sí que fue inoportuno. Y aunque abundaban los palos de golf, tampoco había partido. Tal vez no lo sabías. No pasa nada. Un lapsus lo tiene cualquiera. No es parte de tu trabajo estar informado.

Quizás fueron las demandas de los manifestantes, tan legítimas y pertinentes, tan importantes, las que motivaron vuestra inacción, las que ablandaron vuestro carácter. Porque aquellas personas estaban reclamando un derecho fundamental e impostergable, el derecho de ir a misa. ¿Quién podría negar, en pleno confinamiento, a un ciudadano que se supone que debe estar también confinado, semejante derecho? ¿Cómo se puede limitar el ejercicio de su libertad en ese caso? Se trataba sin duda de un clamor urgente, sensato. El pasado jueves, en cambio, en Vallecas, los manifestantes fueron menos razonables. Pedían quimeras. Se autoproclamaban antifascistas. Levantaban sus manos al aire. Y por ahí ya no pasaste. Se te hinchó la vena del cuello, se te aceleró el ritmo cardíaco y, en fin, actuaste. Quizás se te fue un poco de las manos, pero no importa. Son gajes del oficio. Te estaban provocando.

Me imagino que cuando recibas esta carta estarás en casa, al calor del hogar, rodeado de la gente que te quiere. No debe ser fácil volver a casa después de un día como el del jueves. No debe ser fácil mirar a los ojos a tu mujer y ver en su rostro el rostro de esa otra mujer a la que desfiguraste de un golpe en la cara. Acostar a tu hijo y ver en su gesto la mueca tumefacta del chaval de 17 años al que propinaste una brutal paliza hasta dejarle el cuerpo roto. Porque él también tiene un padre que se gana la vida como tú, haciendo su trabajo lo que mejor que sabe. No debe ser fácil lidiar con eso y es lógico que no lo sea. Pero si tienes la inmensa suerte de poder hacerlo, si todavía es sencillo para ti vivir así, con todo eso, tranquilo, ya dejará de serlo. Porque el protocolo de actuación policial (si es que lo hay, si es que alguna vez lo hubo) no contemplaba -estoy seguro- desfigurar la cara de nadie ni partirle literalmente los huesos. Los abusos de poder no suelen aparecer en los protocolos. Ni prosperar en los tribunales. Pero tampoco te pagan por leer, después de todo.

Si alguna noche de estas que están por venir tienes una mala noche, si recaes (aunque sé de sobra que los tipos como tú están hechos para aguantar y no para quebrarse) puedes consolarte, tal vez, con la experiencia de otros colegas, de otros policías nacionales y extranjeros. Quizás te alivie saber que tus compañeros que reprimieron brutalmente a la ciudadanía en Cataluña hace tres años, con motivo de la celebración del referéndum, están acusados de haber hecho un uso excesivo e injustificado de la fuerza. Que en Estados Unidos asfixian hasta la muerte con la rodilla a los detenidos o les disparan directamente por la espalda. Que en Colombia se les va la mano con las armas Taser y fríen en el suelo, hasta que dejan de respirar, a los presuntos delincuentes. Que en Chile, funcionarios públicos como tú, han dejado ya, desde que comenzaron las protestas en octubre del año pasado, a más de 350 personas mutiladas. Tal vez todo eso te ayude a dormir mejor. Saber que la violencia no es solo cosa tuya sino parte de tu trabajo. Al fin y al cabo, tú no eres uno de esos herederos de los GAL, tú no eres matón a sueldo, un sicario, un mercenario.

Simplemente tuviste una mala tarde. ¿Quién no ha tenido una mala tarde? Vulneraste las dos misiones básicas que reconoce la constitución a los trabajadores como tú, es decir, “proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades, y garantizar la seguridad ciudadana”. Pero no pasa nada. En un par de días todo quedará olvidado, archivado. ¿Quién, en tu lugar, en tu difícil lugar, no habría hecho lo mismo? Actuaste, y eso te honra, con convicción, total independiencia, absoluta arbitrariedad y una violencia desmedida. Con brutalidad. Quizás fuiste un poli malo aquella tarde, pero fuiste muy hombre. Mandaste al hospital, de hecho, en un abrir y cerrar de ojos, a cuatro personas que defendían pacíficamente un derecho y clamaban por el reconocimiento de otro. Cuatro jóvenes de entre 17 y 19 años que cometieron el imperdonable delito de tener principios, empatía y valores. Conciencia de clase, que no es otra cosa que saber quién eres, dónde estás, de dónde vienes y actuar en consecuencia. Pero tranquilo, no quiero aburrirte. Todos esos valores de los que te hablo no tienes por qué aprenderlos ahora. Jamás te los inculcaron, no formaban parte del temario. Tendrás tiempo para hacerlo, ahora solo descansa, debes estar extenuado.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Lo que queda del fuego

La noche del 8 de septiembre, ardió en la isla griega de Lesbos el mayor campo de refugiados de Europa. Lo hizo con 15.000 personas dentro. Se habló poco de ello. Muy poco para la magnitud de la tragedia. Pero aunque pueda resultar extraño, cruel o paradójico, fue solo entonces, cercado por gigantescas columnas de humo, que se hizo por fin visible el campamento de Moria. Hizo falta que ardiera, que desapareciera aquel asentamiento vergonzante, inhumano, masificado, proyectado para 3.000 personas y acorralado desde marzo también por la pandemia, para que nos diésemos cuenta de que en realidad existía. Fue necesario el fuego. Y la ceniza. Porque nadie (o tal vez muy pocos) se habían percatado antes del incendio cotidiano que la propia vida en Moria, su sola existencia, suponía. Nadie se había molestado en tratar de descifrar las señales de humo.

Hoy, dos semanas después, los habitantes de Moria, en su mayoría ciudadanos afganos, sirios e iraquíes, han sido realojados a la fuerza en otro campamento cercano, insuficiente, construido a orillas de ese mar Mediterráneo que todavía separa, confina y contiene. Siguen estando allí como lo estaban antes de que las llamas aparecieran para calcinarlo todo, para arrebatarles su montón de nada, pero ya no los vemos. Otra vez no los vemos. Porque una vez extinguido el incendio vuelven a ser invisibles. Siguen estando allí porque también eso forma parte de las reglas del juego, que no tengan alternativa. Porque les es negada -supongo- a las personas, a algunas personas (las exiliadas, las desterradas, las desplazadas) la posibilidad de desaparecer dos veces.

Apenas un par de días después del incendio en Moria, fueron las calles de Bogotá, en Colombia, las que cedieron a la inercia del fuego. La chispa que encendió la protesta fue el asesinato, la madrugada del 9 de septiembre, de un ciudadano desarmado a manos de la policía. Un abogado de 46 años. Un padre de familia. Una persona. Las protestas ciudadanas, en señal de hartazgo y de repulsa, fueron violentas y duraron varios días. Las llamas de la ira. El impacto que tuvo el fuego en el imaginario colectivo fue, a grandes rasgos, el mismo. Fue necesario que ardiera Bogotá para que lejos de Bogotá se imaginase su malestar, se entendiese su denuncia. Y tuvo que morir un hombre, otro hombre, a manos de un agente uniformado, para que nos diésemos cuenta (otra vez) de que lo grave no es que muera un hombre, lo grave es que su asesino sea un policía.

También ardió en septiembre la Comunidad de Galicia, como ya había ardido antes, en agosto, Andalucía. Ardió con saña y sin control, como cada verano, devorando hectáreas y más hectáreas de montes y de fincas. Hectáreas que no son en realidad hectáreas (eso es apenas una unidad de medida) sino cultivo, vivienda, futuro y comida. Hectáreas de trabajo. Hectáreas de vida. Cuesta entenderlo, pero hace tiempo que en Galicia importa menos el control del fuego que el control de la ceniza.

Hoy todo pinta feo, todo huele mal, a chamusquina. Trump es candidato al Nobel de la Paz y hay dos por uno en mascarillas. Y en desalojos. Y en femicidios. También hay -quiero decir, sigue habiendo- contagios, muertes y confinamientos, estos últimos cada vez más selectivos. Lugares estigmatizados por sus tasas de Covid (Madrid, por ejemplo) y lugares estigmatizados dentro de esos mismos lugares por sus índices de renta (en Madrid, por ejemplo). Guetos grandes y pequeños construidos desde fuera para gestionar mejor una pandemia que pareciera que ya no va con nosotros, para protegerse de una segunda oleada que será un tsumani del que pasado mañana seguramente no nos acordaremos. Y que se llevará consigo definitivamente -así lo desean los que deciden- las pateras y las “distancias de seguridad” entre países. Y ya no habrá fuego, solo ceniza.

De esta -recuerdo que solía decir la gente, en relación a la pandemia, que cumple ya seis meses de vida- íbamos a salir más fuertes y más unidos, pero lo cierto es que salimos menos, más débiles, distantes y distintos. Se ha hablado mucho del Brexit últimamente y se ha señalado mucho, al hacerlo, al Reino Unido, pero el Brexit está también aquí, está en todas partes, el Brexit es todos los días. La fractura cada vez más evidente y las cicatrices más resplandecientes, más bellas y más dignas. Justo ahora que parecíamos un poco menos extraños, casi igual de vulnerables, zarandeados por el virus, aprendimos a maldecir bajo la mascarilla.

Leo, releo y suscribo como casi siempre -mientras escucho que ha llegado el otoño, que siguen confinando Madrid y que los incendios han sido sofocados por la lluvia- los “Poemas Humanos” de César Vallejo, ese escritor peruano y universal que decía tantas cosas con tan poca tinta: “Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir, ya lo decía”. Podrán seguir negando el fuego, pero no las cenizas.

miércoles, 19 de agosto de 2020

LAS BABAS DEL VERANO

Las últimas babas del verano

desovando como tortugas en la noche.

Las huellas de otros pasos 

que mordieron el anzuelo,

que perdieron la memoria.


En la orilla,

la lluvia efervescente de los mares, 

el frío champán que beben los cangrejos, 

el sueño gris de la garza blanca, 

el océano cojo y remoto.


Ni rastro de arrecifes de coral,

tan solo la calma sosegada,

el ritmo lento,

el vuelo raso de los dedos de los pies

deseando atrapar un racimo de viento. 


Bajo la arena, 

comienza a adivinarse la tormenta.

Se marchan todos.

Sólo quedan las babas del verano

desovando como tortugas en la noche.

Y las huellas de otros pasos

que perdieron el anzuelo,

que mordieron la memoria.

miércoles, 5 de agosto de 2020

EL PRÓFUGO

Yo crecí en una época en la que en España estaba de moda ser juancarlista. Había otras corrientes, claro, pero esa era la mayoritaria. Había republicanos, porque nunca habían llegado a marcharse del todo; había monárquicos, porque la corona es algo de lo que en este país siempre se habla pero nunca se discute; y había personas a las que les traía sin cuidado -y les sigue importando poco- vivir bajo una forma de gobierno u otra. Pero lo que más había, los que realmente abundaban en aquel tiempo, eran los juancarlistas. 

Yo no soy monárquico, soy juancarlista”, solían decir sin titubeos, como si se tratara de cosas realmente diferentes, marcando distancia al hacerlo, al decirlo, entre el líder al que veneraban y la institución a la que este representaba, entre el rey y la corona. Eran tantos los juancarlistas, tan fieles y devotos, y era tal su nivel de gratitud hacia la figura de Juan Carlos I, que los índices de popularidad del monarca no dejaron de crecer durante décadas. El culto a la personalidad del jefe de estado, la beatificación y la sublimación de su carisma y una propaganda mediática inquebrantable, milimétricamente estudiada, hicieron el resto. Hasta que un día, por fin, para disfrute de los juancarlistas, el rey dejó de ser el rey para convertirse sencillamente en Juan Carlos. Aquel día se abrió también la veda, la barra libre. En sentido literal y figurado.

Nadie o casi nadie se había detenido a analizar antes cómo el rey Juan Carlos había llegado a convertirse en rey. O, mejor dicho, a nadie parecía importarle lo más mínimo. Porque su honradez y su talante compensaban sobradamente su vida y su obra y porque se trataba de dos valores que habían estado siempre fuera de toda duda. Juan Carlos había logrado granjearse además con el tiempo la fama de hombre común, de tipo corriente y de rey campechano, un oxímoron, por cierto, este último, de muy mal gusto. La manipulación y el lavado de imagen llevados a cabo desde diferentes ámbitos y esferas para justificar y perpetuar su reinado, había sido, por lo demás, asombroso. Todo encajaba, aunque faltaran piezas. El príncipe rescatado del exilio, apadrinado, educado y finalmente investido rey por Franco, había conseguido pasar a la historia convertido en el padre de la democracia. El hombre escondido tras el simulacro del 23-F había logrado erigirse en salvador de la Transición. Y el niño que con 18 años había matado sin querer a su hermano Alfonso, de 14, de un disparo en la cabeza, era hoy un anciano de una integridad moral inapelable. Y los juancarlistas sacaban pecho. Porque eran juancarlistas, no monárquicos.

Pero en 2012 las cosas comenzaron a torcerse. Las aficiones especiales, las filias especiales y hasta las amigas especiales del intachable rey Juan Carlos, que todos conocían pero que a nadie molestaban, que eran competencia suya y no del resto de los españoles, que no eran ni siquiera materia de estado sino, en fin, asuntos de Juan Carlos, se confabularon para jugarle una mala pasada. El rey se fracturó la cadera cazando elefantes en Botsuana en compañía de una de sus amantes mientras en España la crisis apretaba como una soga a casi todos los que no habían podido permitirse salir aquel fin de semana de safari. “Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir”, manifestó días después, en rueda de prensa y con rostro afligido, el jefe de estado. Y los juancarlistas, claro, lo consolaron.

Aquel pequeño escándalo, sin embargo, terminó por abrir la caja de pandora. Porque Corrina Larsen, la mujer con la que cazaba elefantes en Botsuana, reconoció poco después haber actuado como testaferro del rey, poniendo a la Fiscalía sobre la pista de unas cuentas abiertas a nombre del monarca en Suiza. Comenzaron a aparecer entonces las adjudicaciones del AVE a la Meca, las donaciones millonarias procedentes de Arabia Saudí, los indicios de corrupción y, finalmente, la sospecha más que fundada de un presunto delito de blanqueo de capitales. Para entonces, Juan Carlos I ya había abdicado en su hijo, Felipe VI, reservándose el título honorífico de rey emérito y asegurándose de paso una asignación bruta de 194.232 euros al año. Los juancarlistas aplaudieron también este gesto, la honestidad del monarca y su integridad moral a la hora de renunciar a su cargo.

Este mismo año, en plena crisis sanitaria y en un país gobernado por una monarquía bicéfala, es decir, duplicada, con dos reyes a la cabeza de una misma familia y dos asignaciones reservadas de los presupuestos del estado, se llegó a solicitar hasta en tres ocasiones la creación de una comisión en el Congreso de los Diputados para investigar las presuntas irregularidades cometidas por el rey emérito. Pero ninguna logró prosperar. Y todo siguió su curso normal, su curso de siempre, hasta que este mismo lunes vio la luz la famosa carta de despedida de Juan Carlos, el rey campechano. No iba dirigida al conjunto de los españoles, a los obstinados juancarlistas, a los republicanos, ni a los monárquicos, sino a su propio hijo. Estaba escrita de rey a rey. En ella, y en un último alarde de altura política, honradez humana e integridad moral, el rey emérito, el inviolable, el intocable, blindado ya por constitución, justicia, medios de comunicación y partidos políticos, anunciaba su intención de instalarse fuera del país “por la repercusión pública” -decía- “que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada”.

Que ayer, es decir, un día después del esperpéntico anuncio, ni uno solo de los grandes diarios generalistas de este país se haya atrevido a tildar abiertamente en su portada de engaño, subterfugio o artimaña la maniobra perpetrada por Juan Carlos I para tratar de burlar a la justicia, habla mucho del pobre estado del periodismo actual, del extraordinario poder de los grupos que lo manejan y de la amenaza real que representa el empleo sistemático de los medios de comunicación con fines propagandísticos.

Porque limitarse a encabezar la información principal de un periódico con titulares del tipo: “El rey emérito se va”, “se marcha” o “abandona España”, no es solo algo intencionadamente reduccionista, es también una falta de respeto grave, muy grave. A la verdad de los hechos y a la inteligencia de los lectores. Omitir de manera deliberada la información principal, es decir, callar sobre aquello que convierte a una noticia en noticia, suele decir a menudo mucho cosas. Frivolizar, relativizar o restarle importancia a un asunto que guarda relación con el cobro, de manera presuntamente ilegal, de tres comisiones valoradas en más de 300 millones de euros, no solo pone en tela de juicio la ética profesional de un medio sino que lo convierte automáticamente en cómplice. Y ayer (también otros días, pero sobre todo ayer) el rey emérito volvió a contar con la total complicidad y condescendencia de sus fieles aliados de siempre. Los juancarlistas. La noticia no era, no podía ser, que el rey se marchaba de viaje. La noticia era que el rey huía del país mientras estaba siendo investigado por la Fiscalía por un presunto delito fiscal de corrupción y blanqueo de capitales. Porque las vacaciones pagadas por todos de un rey hace tiempo que dejaron de ser noticia.

El rey emérito -conviene al menos tratar de dejar este punto claro- no es un exiliado, un desplazado, un refugiado o un migrante, ni siquiera un turista, es un fugitivo con todos los privilegios intactos y un prófugo de la justicia.


miércoles, 29 de julio de 2020

VARSOVIA

Es ya noche cerrada,

noche abierta en canal

en Varsovia.

Me duelen los párpados,

el coxis,

los veranos,

las ideas.

Y la luna me sabe a trigo.


¿Cuántos cuentos hace falta que te cuente

en esta noche polaca, infinita

para que te entre el sueño?

Y para mantenerte despierta,

¿cuántos secretos?

Hoy las tumbas

se construyen como los iglús,

desde dentro.


Es ya noche cerrada

en canal

en Varsovia.

Noche abierta.

Y a esta hora no nos queda nada nuestro.

La piel dura,

quizás,

cuarteada,

compartida,

y todo este silencio espeso.


Si la suma del blanco y el negro diera gris

al menos.


¿Cuánta nieve es necesaria,

dime,

esta noche en Varsovia

para evitar el deshielo?


jueves, 16 de julio de 2020

EL PAÍS DE LA MAYORÍA ABSOLUTA


Hay cosas que cambian muy poco en Galicia. Ciclos que en otros lugares duran cuatro u ocho años, aquí tardan en consumirse 20. O sencillamente no terminan nunca. Varían los actores, mudan los discursos, bailan las cifras, pero el resultado general siempre es el mismo. Un bucle infinito. Porque en el país de la mayoría absoluta hace tiempo que la pregunta dejó de ser quién ganará las elecciones para convertirse en por cuánto, a costa de quién o simplemente pese a qué.

Con su incontestable triunfo del pasado domingo, Alberto Núñez Feijóo no solo logró revalidar su mandato emulando las cuatro mayorías absolutas encadenadas en su momento por Manuel Fraga (1990-2005), sino que consiguió afianzar todavía más esa sensación de inmunidad, de imbatibilidad, que transmite el partido en Galicia, un territorio gobernado en exclusividad por los populares durante 26 de los últimos 30 años.

Poco importó la coyuntura social que rodeó la celebración de los comicios; las protestas persistentes de los trabajadores de Alcoa, el rebrote en A Mariña lucense, la cuarentena milimétricamente medida de cinco días o el impresentable cheque restaurante con el que presidente de la Xunta pretendió recompensar el esfuerzo realizado por el personal sanitario durante la pandemia. Tampoco pesó demasiado a la hora de decidir todo lo acontecido un poco antes -que tuvo sus consecuencias un poco después-, como la privatización sistemática de las residencias de mayores (en las que perdieron la vida 271 personas, la mitad de ellas sin recibir ingreso hospitalario), la reducción de las áreas sanitarias, el ostracismo de los hospitales comarcales, el recorte presupuestario, las mal llamadas externalizaciones o el desmantelamiento paulatino y generalizado del sistema de salud público. La gente, las personas, los gallegos y las gallegas, votaron a Feijóo porque votar a Feijóo es algo que en Galicia se hace sin cuestionarse nada más, sin rechistar, sin hacerse preguntas. Un impulso inevitable. Casi un acto reflejo. Una tos, un estornudo o una arcada.

Lo más curioso de todo, sin embargo, es que esta vez el éxito de Feijóo -un éxito relativo, pues habría ganado de todos modos aunque la cifra de muertos por Coronavirus hubiese tenido en Galicia más ceros o más dígitos- tuvo que ver precisamente con su gestión de la pandemia. Es decir, con su trabajo realizado en una de las zonas de España menos castigadas por el virus cuando las competencias en sanidad se encontraban total o parcialmente transferidas como consecuencia de la declaración del Estado de Alarma. Pura ironía. Retranca, si se prefiere. La baja tasa de mortalidad -si es que puede hablarse sin vergüenza de una mortalidad baja- reforzó su imagen y disparó aún más su popularidad. Una campaña política personalista, vaciada por completo de cualquier simbolismo relacionado con el partido, con el logotipo del PP minimizado o directamente eliminado de la ecuación, y aliñada con esos vídeos promocionales de aroma añejo en los que una abuela pide a su nieta que no juegue así con Mr. Potato, que “se deje de experimentos”, hicieron el resto. Y Feijóo, el invencible, el gurú de la gestión política en tiempos de pandemia, el plusmarquista nacional del desconfinamiento, el de la desescalada rápida y la cuarentena corta, renovó su condición de presidente de la Xunta de Galicia con 41 escaños y casi el 48% de los votos.

Había pedido el líder popular a sus electores un “resultado estratosférico” para poder gobernar en mayoría, pero obtuvo uno terrenal, mundano en estas tierras, es decir, el de siempre. Ni siquiera la abstención, que se presumía alta, llegó a poner en jaque su plácida victoria. La participación, de hecho, creció cinco puntos con respecto a las elecciones de 2016 y tan solo el sideral, esperanzador e histórico ascenso del BNG con una fantástica candidata a la cabeza (que logró triplicar los últimos resultados del partido aglutinando todo el voto de la izquierda con un programa basado en la agenda social y alejado del secesionismo) consiguió empañar un poco otra noche de gloria de Feijóo. Y es que para certificar su cuarto mandato al frente de la Xunta, el líder del PPdeG recibió ni más ni menos -conviene recordarlo, para cuando proceda- el voto de uno de cada dos gallegos. El castigo electoral, por así llamarlo, terminó recibiéndolo Podemos (y sus diferentes marcas), en parte porque concurrieron a la elecciones sin un plan de acción regional definido; en parte porque sus luchas internas terminaron por debilitar el proyecto conjunto; y en parte porque en Galicia, que no tiene memoria ni parece necesitarla, las Mareas no son nunca un fenómeno estable. El descalabro se tradujo en la salida de la formación morada de un Parlamento gallego que se queda ahora -mala noticia para la democracia- con solo tres partidos con representación en las cortes autonómicas.

Pero para entender la cómoda mayoría absoluta conquistada por Feijóo, es necesario echar la vista un poco más atrás y analizar la fauna autóctona que fue configurando lentamente el hábitat político de la comunidad. El talante y el modus operandi de los dirigentes históricos de un Partido Popular que hunde sus raíces muy profundo en el medio rural. Y es digno de análisis porque podría afirmarse que Feijóo ha sido capaz de aunar con el tiempo, e incluso hacer confluir en su persona, las diferentes corrientes que a punto estuvieron de fracturar el partido en Galicia hace algunos años. Si aquel PPdeG que se debatía entre las boinas y los birretes es ya historia, es porque el reelegido presidente de la Xunta tan pronto usa boina como birrete. Es un líder infalible para gobernar esta tierra, un híbrido perfecto. Tiene la moderación y la ductilidad de un Mariano Rajoy cuya principal virtud fue no representar jamás una amenaza real para el partido (ni para el suyo ni para los de la oposición); ha hecho del clientelismo y la cadena de favores un arma electoral valiosísima (muy en la línea de José Luis Baltar, aquel “cacique bueno”, como el mismo se definía, que gobernó con mano de hierro la Diputación de Ourense durante más de dos décadas); y ha heredado del mismísimo Fraga, el padre del partido en Galicia, su travestismo ideológico, conductual y hasta lingüístico, el de aquel ministro del Franquismo que tras criminalizar y perseguir el uso del gallego, terminó dando discursos a sus electores en la lengua de Castelao y celebrando sus mayorías absolutas a golpe de gaita. Sus raíces rurales, ancladas en Os Peares, un pequeño pueblo de la provincia de Ourense, y esenciales para llegar a un determinado tipo de votante, completan el retrato robot del presidente autonómico perfecto. Un trampantojo. Un transformista. Un impostor.

Por lo demás, los comicios del domingo tuvieron más bien poca historia. O las historias de siempre. Se reportaron casos de monjas acompañando a ancianos a las urnas (o recogiéndolos directamente de esas residencias de mayores que tenían su acceso restringido) y supongo que algunos de los múltiples inmigrantes gallegos fallecidos hace tiempo en Argentina pudieron seguir votando desde la ultratumba a sus líderes de siempre. Pero conviene no engañarse y comenzar a desterrar poco a poco los falsos mitos que siguen dominando el imaginario colectivo. No fueron los viejos (como suele repetirse a modo de mantra por estas latitudes) ni tampoco los muertos, los que propiciaron el triunfo del PP; fueron los jóvenes, fueron los vivos. Los que nunca dudan, ni cuestionan, los del miedo a que cambie lo que nunca cambia y los que creen que más vale cacique conocido. Aquellos que, como el padre de un amigo, revisan antes de las elecciones los escrutinios de los últimos comicios para votar al favorito, para apostar al caballo ganador. Los que votan por rito, tradición o costumbre pero votan siempre, y también los que nunca votan.

Desde el inicio de la crisis sanitaria, en el mes de marzo, mi abuela salió tan solo tres veces de casa. La cuarta fue este domingo, para ir a votar. Tenía miedo de salir a la calle, tenía miedo de contagiarse, pero entendía que su voto, incluso en el país de la mayoría absoluta, era importante. Que era un derecho conquistado, una responsabilidad adquirida. Hay cosas que cambian muy poco en Galicia, pero también personas que creen que las cosas pueden cambiar.

jueves, 9 de julio de 2020

NOSTALGIA DEL FUTURO


Llevaban tanto tiempo aguardando la llegada de la primavera que cuando por fin se produjo no supieron identificarla. Siempre sucedía lo mismo, con todo orden de cosas. Aquellos hombres y mujeres vivían proyectando en el tiempo, persiguiendo y ansiando una vida que no se parecía en nada a la suya, que no tenía nada que ver con la que en realidad tenían, con la que habían llevado siempre. Era una especie de mecanismo de defensa. Construían y proyectaban -me imagino que de forma involuntaria, pero quién sabe- todo aquello que les gustaría ser, que de algún modo podrían ser o que sencillamente serían (si las cosas no fueran como son, claro), para no tener que hacerse cargo de lo que en realidad eran. Sus vidas, plagadas de propósitos de enmienda, de planes perfectos, de segundas y terceras oportunidades, eran siempre mejores mañana. Así les resultaba más fácil continuar, seguir hacia adelante. Era la única manera que conocían de hacerlo. Seguramente también la más sana.

Lo hacían así, de ese modo, porque sabían perfectamente que volver la vista atrás no serviría de nada, porque atrás, más atrás, no había nada. Nada que recordar y nada que defender (como si el simple acto de recordar no fuera ya, por sí mismo, un implacable ejercicio de defensa). Más atrás (es decir, antes) de aquella espera interminable, de aquel obligado ejercicio de paciencia, de aquella primavera ficticia vivida por adelantado tantas veces, de aquella cotidiana construcción de un mañana hipotético, inventado o improbable, había solo un vacío imposible de llenar. Y ese espacio vacío en el que no habían tenido cabida ni siquiera ellos mismos, lo llenaban siempre de futuro. Aceptaban como propia una vida más o menos digna, más o menos vivible, más o menos probable, la moldeaban a su antojo y después la evocaban o la olvidaban, según el caso. Y sentían, como todos, una vez concluido el pesado proceso, una nostalgia tremenda. La nostalgia, en su caso, de un futuro imposible al que no paraban de regresar. Sus pasados, borrados o borrosos, no admitían, después de todo, más opción que la de avanzar.

Los más viejos habían logrado desarrollar con el tiempo una técnica mucho más depurada. Habían imaginado durante tantos años tantas vidas posibles, habían inventado tantos futuros distintos, que les costaba mucho menos regresar, cada vez que lo necesitaban, a esos momentos de fabricada felicidad. Los más jóvenes, en cambio, los que habían muerto menos veces, todavía tendían a pensar, en ocasiones, que el futuro no tenía por qué ser solo una construcción mental. Que también podía ir con ellos. Que todavía se podía elegir, intentar. Se trataba, supongo, de una bravuconería propia de la edad.

Con la primavera llegó el deshielo del Neris, congelado durante todo el invierno, pero bajo la gruesa capa que durante tantos meses había conferido a aquel río su aspecto sólido, no quedó más que un manto inabarcable de agua fría. Todos se marcharon. Y todos volvieron después, cuando los días comenzaron a hacerse de nuevo cada vez más cortos y las noches cada vez más frías, a sus cuarteles de invierno a esperar la primavera. A fantasear con otras vidas posibles, arrebatadas, y con otros futuros improbables o imposibles que poder recordar, llegado el momento, con nostalgia. Llenos de vida. Rotos de esperanza.

miércoles, 24 de junio de 2020

MORIR DE RISA


Adeus, porco mundo:
Cando non exista
rireime na nada
do ruin artista
que te fixo feo.
¡Morro de risa!

Eduardo De la Peña


En casa le llamaban Erá. Así es también como firmaba sus libros. Yo le llamaba simplemente Eduardo, era el hermano de mi abuela y una de las personas más apasionadas que he conocido, enamorado y atormentado a partes iguales. Fue muchas cosas a lo largo de su vida: maestro de escuela, pintor, poeta, dramaturgo, fotógrafo, coleccionista y enfermo crónico. No sabría decir en qué orden y creo que tampoco importa. Diré tan solo que era un ser humano brillante, que tuvo vicios mundanos y extrañas costumbres y supo disfrutarlos a ratos, que experimentó ascensos, recaídas, alucinaciones e iluminaciones y dejó al morirse huérfanos a demasiados fantasmas.

Elegid al menos dos vicios, porque uno es demasiado”, escribió en una ocasión Bertolt Brecht. Y Eduardo debía leer a Brecht porque los eligió casi todos. De entre ellos, el juego fue seguramente uno de sus más fieles compañeros de viaje. Llegó a jugar tanto durante los últimos años de su vida, a cubrir tantas quinielas de fútbol cada semana, que ganar llegó casi a convertirse en algo más probable que enterarse de que ganaba. Pero yo creo, siempre lo he creído, que él no jugaba en realidad con la intención de ganar, que jugaba solo por jugar. Que la vida, para él, hacía tiempo que se había convertido en un juego y que entendía que el fin del juego, de todo juego, solo podía ser ese. Aquellos boletos suyos tenían desarrollos imposibles, interminables, llenos de triples, de dobles y con muy pocas apuestas sencillas, supongo que porque no era sencillo vivir en su cabeza, pensar, a fin de cuentas, como Eduardo pensaba. La estampa de aquella montaña de quinielas desparramada sobre la mesa de la casa del Burgo, sacudida apenas por una suave brisa de finales de verano, es una de las imágenes más nítidas que conservo de aquellos tiempos.

Jamás tuve noticias de que ganara grandes premios, de que la suerte le reportara beneficios económicos alguna vez, pero me gusta pensar que eso tampoco le importaba. Creo que respetaba tanto el azar -su juicio aleatorio, sus designios- que jamás habría intentado contravenirlos o alterarlos. Los domingos, al terminar cada jornada de Liga, arrancaba el largo escrutinio doméstico, para el que solía pedirnos ayuda también a los más pequeños. Era agradable ayudarlo en aquella tarea, sin llegar a entender del todo en qué consistía el juego ni cómo se ganaba. No recuerdo haberlo visto extraordinariamente feliz ningún domingo por la noche. Tampoco especialmente triste o preocupado. “No pienso dejarle ninguna herencia a mis sobrinos, ¡que trabajen! Si les dejo dinero van a malgastarlo en quinielas”, solía decir entre risas, con evidente sarcasmo.

Muchos años antes de aquellos últimos años, los de las quinielas y las crisis cada vez acusadas, Eduardo trabajaba como profesor de escuela. Casi siempre en barrios desfavorecidos o marginales. Casi siempre lejos de casa. Desde que había abandonado la actividad, no le gustaba hablar demasiado de su etapa como docente, pero cada vez que lo hacía era para regresar mentalmente a El Pozo del Tío Raimundo, un estigmatizado barrio del sur Madrid surcado por las vías del ferrocarril y carente entonces de infinidad de servicios básicos. Aquel había sido uno de sus primeros destinos como maestro. También uno de los más importantes. Un lugar en donde daba clases a los niños, con los que acostumbraba a organizar también obras de teatro (otra de sus grandes pasiones) frustradas a menudo -solía denunciar- por la intervención de la policía. En El Pozo del Tío Raimundo había llegado a ser feliz. No lo decía, pero se le notaba.

La etapa que mejor conozco de la vida de Eduardo es la última, porque pude presenciarla. Del resto, de todo lo acontecido antes, he ido sabiendo cosas con cuentagotas con el paso de los años, historias y leyendas más o menos fidedignas que me han ido contando y que he elegido creer o no creer, según el caso. También me he obstinado muchas veces en tratar de entender y de reconstruir su historia a través de sus libros y sus cuadros. Así es, después de todo, como mejor creo conocerlo.

Hace ya mucho tiempo que se marchó, pero yo sigo acordándome habitualmente de Erá, de Eduardo. Cada vez que visito un edificio alto, porque a él le gustaba vivir siempre en los pisos más altos. Y pintar lienzos de grandes dimensiones, y plantar semillas de plantas de grandes dimensiones que luego, transcurrido un tiempo, en el momento de marcharse, no cabían por la puerta. También, a menudo, cuando escucho música en vinilo, en el tocadiscos que heredé de él sin que él lo supiera. Pongo a girar el Long Play y me acuerdo inmediatamente de su música, de la que ponía a todo volumen, en el Burgo, magnificada por dos gigantes altavoces situados en la puerta de la casa, cada vez que había fiesta en el pueblo o dentro de su cabeza. Cómo proyectaba durante horas y horas música clásica cuando quería molestar a los vecinos (porque creía que los vecinos no podían entender la música clásica y eso les molestaría). Era un melómano, un tipo capaz de comprar tres veces el mismo disco en la misma tienda y de poner banda sonora a un pueblo entero y silencioso durante décadas.

También recuerdo algunos días sus colecciones de animales, que se convertían inmediatamente en la atracción de la semana o del mes o del año en aquel pequeño paraje. Sus guacamayos, sus pavos reales, sus perros rescatados de algún infierno, sus cabras, sus cientos de aves. Lo que él creía que debía ser en cada momento. Pero si he de quedarme, sin embargo, con un instante, con una imagen concreta de aquel tipo que fue un fumador empedernido hasta que un día, de repente, dejó de serlo, es la tarde en que ingresó por última vez en el psiquiátrico. Lo acompañaba mi tío, pero él pidió entrar solo. Una vez en el interior del centro le contó al médico que venía a traer a un familiar que estaba loco. “Va a negar todo cuando entre, pero no le haga caso, ya sabe cómo son los locos”, le dijo entonces al doctor, con la mayor serenidad del mundo. A punto estuvieron de ingresar a mi tío en lugar de a Eduardo. “Ve, le dije que lo negaría todo”, murmuraba entonces Erá, sonriendo, mientras mi tío trataba de resolver aquel malentendido. Así es como más me gusta recordarlo, como un brillante embaucador profesional, como un niño que no deja de jugar cuando termina el juego. Riéndose de todos, del mundo y también de sí mismo.

Hace casi 20 años que un cáncer de esófago apagó la música en las calles del Burgo para siempre. Hace casi 20 años que uno de sus cuadros, aquel en el que también aparecen sus fantasmas, cuelga en una de las paredes de mi cuarto. Hace casi 20 años que Erá se marchó, con todo su tormento y su capacidad de apasionamiento intactos. Sin protestar, sin quejarse, porque las personas realmente heridas no acostumbran a compartir su dolor con nadie. Lo que sí que compartió, que fue mucho y muy valioso, yo sigo guardándolo, conservándolo, atesorándolo como uno de los legados más preciados que tengo. E inspeccionándolo todavía de vez en cuando para tratar de adivinar en esa obra maravillosa, personalísima, nuevas tretas o nuevos embauques. Porque Eduardo no murió de risa, como había prometido, y el día que siguió a su muerte fue la primera vez que vi llorar a mi padre.



miércoles, 17 de junio de 2020

CENTRALTIRGUS


Sucedió un sábado por la mañana, en el Mercado Central de Riga. Era la primera vez que visitaba Letonia y viajaba solo. El autobús se detuvo justo allí, en uno de los márgenes del río Daugava, frente a la silueta inconfundible y ondulada del Centraltirgus. Fue en ese lugar donde la conocí.

No sería capaz de decir cuántos años tenía, pero era una mujer anciana. Llevaba puesto un vestido largo y negro, hecho jirones, y un gorro rojo, rojísimo, de un color casi imposible. Estaba sentada en el suelo, a un costado del Centraltirgus y tenía los ojos tristes y la cabeza gacha. Musitaba mirando al suelo, como si tratase de contar las pisadas (siete mil trescientas veintinueve, siete mil trescientas treinta, siete mil trescientas treinta y una).

A sus pies, sobre un plato de porcelana situado de manera estratégica para recibir las limosnas de los transeúntes, yacían siete monedas de 50 céntimos de Lats y una concha de caracol. Ni siquiera un caracol completo, es decir, el animal en su conjunto, el llamativo molusco que a todos los niños divierte. Solo un caparazón, una triste coraza arrojada allí, junto a un puñado de monedas, en el plato de las limosnas.

Ingresé al Centraltirgus por la puerta principal; la de los puestos de ámbar, los frutos silvestres, las impasibles muñecas rusas, los quesos y la carne; e invertí al menos dos horas en recorrer de punta a punta aquel vasto laberinto de hierros y rostros rosados, de manos endurecidas por el frío viento del Báltico. Después empezó a llover, cuando examinaba los puestos exteriores del mercado, mientras la lluvia salpicaba los toldos y ponía en jaque a los vendedores de electrodomésticos de segunda mano. Al salir, pese a que el temporal aún no había amainado, rodeé intencionadamente toda la estructura para volver a toparme con la anciana.
Me armé de valor y me acerqué para hablarle. Me dijo que sólo entendía ruso –o eso es cuanto pude sacar en claro- y yo no le respondí nada. Al menos nada en ruso, es decir, doblemente nada. Fue una lástima. Me hubiera gustado preguntarle por qué un caracol, qué pintaba aquella concha en el plato de las monedas. Necesitaba saber quién visita el Centraltirgus de Riga un sábado por la mañana y deja antes de entrar (o en el momento de marcharse) un caracol como limosna. Pero me faltaron agallas. También competencias lingüísticas, pero sobre todo agallas.
Todavía contrariado, deambulé por las calles empedradas del casco viejo en busca del hotel donde pretendía alojarme, sin poder dejar de pensar en aquella extraña limosna. Por la noche, cuando conseguí quedarme dormido, la escena vivida en el Mercado Central regresó con una nitidez inquietante. Mi curiosidad se había vuelto una obsesión. Era un estúpido, pero no podía evitarlo.
Me levanté temprano a la mañana siguiente. Era domingo y mi vuelo a Estocolmo salía a primera hora de la tarde. Tenía tiempo apenas para dar un paseo por el barrio Art Noveau y comprar algunos souvenirs en los desalmados puestos del centro. Crucé Brivibas Bulvaris para ingresar en el casco antiguo, pero algo me hizo detenerme. Tenía que volver al Centraltirgus. Necesitaba hacerlo y aún estaba a tiempo. La idea me pareció absurda, pero cuando quise darme cuenta ya me encontraba dejando atrás Pilsetas Kanals y enfilando la entrada del mercado.
En la misma sucia esquina sobre el Daugava, en el margen derecho de la estación de autobuses, volví a encontrarme con ella. Llevaba puesto el mismo gorro rojo que el día anterior y se adivinaba por sus gestos que acababa de llegar. Me alejé algunos metros para poder observarla sin que pudiera llegar a sentirse violentada. Desde mi silencioso puesto de observación pude ver cómo la mujer se sentaba, no sin dificultad, y extraía de uno de sus bolsillos el pequeño plato de porcelana. Me aproximé titubeante para tratar de entablar algún tipo de conversación gestual con ella, pero cuando me encontraba a solo un palmo de distancia, un brusco movimiento me disuadió. La mujer inspeccionó el interior del otro bolsillo de la chaqueta y sacó cuidadosamente una concha de caracol, que situó sobre el plato todavía vacío. Después volvió a sumirse en su particular estado de abstracción. Quinientas sesenta y cuatro, quinientas sesenta y cinco, quinientas sesenta y seis.
Entré de nuevo en el mercado por la puerta principal, consciente de que el tiempo ya no me alcanzaría para llegar al centro, pero todo me resultó esta vez vacío e impostado allí dentro, de manera que decidí marcharme sin comprar nada. En la calle había comenzado a llover de nuevo y los tenderos se obstinaban en cubrir con aparatosos vestidos de plástico los hombros desnudos de sus maniquíes. No tardé demasiado en vislumbrar la silueta de la anciana, sentada en la misma postura, rígida, flotando casi sobre las aguas del Daugava.
Me aproximé y me detuve a su derecha, convencido de que esta vez me reconocería, pero ni siquiera me miró. Setecientas cuarenta y seis, setecientas cuarenta y siete. Me agaché para decirle adiós -adiós y perdón, pero sobre todo adiós- y tampoco obtuve respuesta. En el plato de porcelana de las limosnas había una moneda y cuatro caracoles.

miércoles, 10 de junio de 2020

YO NO QUIERO SER DEREK CHAUVIN


Hoy quisiera hablar largo y tendido sobre la muerte de George Floyd, pero no puedo. No me siento capacitado. Me pregunto cómo podría hablar un hombre blanco y europeo (o mejor dicho, con qué palabras, qué grado de profundidad y qué rigor) sobre el asesinato de un ciudadano afroamericano en una calle de Minneapolis, Estados Unidos. Podría hablar de Derek Chauvin, el agente de policía que lo mató, estrangulándolo con la rodilla a plena luz del día. Eso sería más justo, más honrado. Decir tan solo que yo no quiero ser Derek Chauvin y que puedo no serlo. Que no voy a serlo nunca. Limitarme a decir que no quiero ser Derek Chauvin porque sencillamente no puedo ser George Floyd.

Creo que resulta importante empezar así, establecer como punto de partida esta diferenciación. Lo que quiero ser y lo que puedo ser. Y añadir que es posible apoyar una protesta, secundar una causa o acompañar una lucha sin llegar a apropiarse de ella. Conviene hacer una breve evaluación previa de nuestra posición y nuestros privilegios antes de alzar la voz en nombre de otros que también la tienen. Porque repetir consignas o manosear eslóganes en las redes sociales con la intención de trasladar nuestro apoyo o solidaridad a una causa, de manifestar nuestra repulsa ante una injusticia, no nos convierte necesariamente en personas más justas ni más solidarias. Uno puede gritar muy alto “Todos somos George Floyd”, pero lo cierto es que no todos podemos ser George Floyd.

Yo, al menos, no sé lo que siente una persona negra al ser reducida con violencia por un agente blanco después de cometer, presuntamente, un delito menor, de la misma manera que no sé tampoco -puedo llegar a entenderlo, pero no a vivirlo- el temor que sienten algunas mujeres cuando caminan solas por la calle de vuelta a casa. Porque no soy mujer, porque no soy negro y porque los privilegios que me confieren el hecho de ser un hombre-blanco-europeo impiden que pueda plantearme siquiera ser acosado sexualmente mientras camino o asfixiado hasta la muerte porque el billete de 20 con el que acabo de pagar en la tienda de la esquina pueda parecer falso. A eso me refiero cuando hablo del privilegio, a que cualquiera de las situaciones mencionadas anteriormente suceden a diario, pero a mí no me suceden o no suelen sucederme.

Considero humildemente que la lectura y la reflexión que las personas blancas podemos hacer de lo sucedido en Minnesota puede ser otra. Que debe pasar por poner el foco en Chauvin y no solo en Floyd, es decir, en nosotros como los actores, representantes o herederos que somos -nos guste o no- de una sociedad supremacista y racista en su sentido más estructural. Creo que la muerte de George Floyd debe enfurecernos y movilizarnos -es importante que eso suceda-, pero el comportamiento de Chauvin, su impunidad, el abuso de su posición de privilegio, tiene que avergonzarnos porque, de algún modo, nos apunta como colectivo, nos señala directamente.

El racismo es algo que se enseña, que se hereda y que se aprende. Uno educa y se educa en el racismo y es muy difícil desterrarlo de una sociedad, de un imaginario colectivo, si no se es capaz de analizar de manera profunda e individual el propio comportamiento, el lenguaje que se usa y los prejuicios que se enquistan y se extienden. Alzar la voz, salir a la calle y tomar posición es importante, pero el racismo no se combate con hashtags, sino con educación y respeto.

De lo que sí se puede y se debe hablar en relación a la muerte de George Floyd es de la violencia policial y del racismo institucional del que esta se alimenta. Los datos son elocuentes. Los resultados de un reciente estudio elaborado por la ONG Mapping Police Violence revelan que las personas negras tienen casi tres veces más posibilidades que las blancas de morir como consecuencia de violencia policial en Estados Unidos. En el año 2015, uno de los primeros de los que se tiene informes completos, las fuerzas de seguridad mataron en el país norteamericano a 104 personas negras desarmadas. Casi dos por semana. En 2019, es decir, el año pasado, 1098 personas murieron a manos de agentes de la policía estadounidense. Casi la cuarta parte de ellas, es decir, el 24%, eran negras, a pesar de representar tan solo el 13% de la población total. Solo hubo 27 días sin muertes en las que estuvieran implicados miembros de la policía. El 99% de los agentes involucrados en este tipo de homicidios desde 2013 no fueron acusados de delito alguno.

No correrá, seguramente, la misma suerte Derek Chauvin. Ni tampoco sus otros tres compañeros procesados, presentes también en la escena del crimen, cómplices desde cualquier prisma. El estremecedor asesinato, grabado en directo, compartido y reproducido de manera parcial o íntegra millones de veces desde el pasado 25 de mayo, no podrá quedar impune. Porque se hizo visible. Tan visible que asusta, que duele. En él, un hombre blanco de 44 años, un agente del orden con la única, pública y remunerada misión de proteger a la ciudadanía, aplasta el cuello de otro hombre durante ocho minutos y 46 segundos hasta provocarle la muerte. Un delito de odio. Un crimen racista. Yo no quiero ser Derek Chauvin. Está en mi mano no serlo.

miércoles, 27 de mayo de 2020

APENAS PAISAJE


Hay una frase de Nicanor Parra que siempre me ha gustado. Forma parte de un poema que el antipoeta chileno le dedica a su patria. Dice: “Creemos ser país / y la verdad es que somos apenas paisaje”. Estos días he vuelto a acordarme de ella. Supongo que mientras asistía a la contemplación de las cosas que están sucediendo últimamente en España. Mientras trataba de vislumbrar ese país que presuntamente se esconde tras el paisaje.

Vivimos tiempos peligrosos, tiempos contaminados. No por culpa del virus -o al menos no solo por eso-, sino por la crudeza, el rigor y el grado de detalle con el que este virus nos está radiografiando, presentándonos como la sociedad disfuncional que en realidad somos. Habitamos -ya lo hacíamos antes, pero ahora se ha vuelto, si cabe, aún más evidente- un país polarizado, fracturado. Un país cuyas diferencias son ya irreconciliables porque sin memoria no hay futuro posible y este país no la tiene. Y el problema no es solo que no la tiene, es que hay personas, grupos, partidos políticos, que se jactan de que no la tenga. Y que han empezado a construir una idea de país basado en la mofa y la falta de respeto hacia su propia historia.

Es este un país en donde se exhuma con honores militares el esqueleto de un dictador mientras a cientos de personas les siguen negando los huesos de sus familiares. Familias desmembradas que continúan buscando esos huesos porque buscar el perdón, la reparación o el reconocimiento es en este país un delito tipificado. Un derecho prescrito. Un asunto del pasado. Un país, este, en el que se inhabilita de por vida a jueces -o se les declara incompetentes para perseguir los crímenes del franquismo- mientras torturadores profesionales, genocidas, como Antonio González Pacheco (alias Billy el Niño) mueren en una cama de hospital con sus infladas pensiones públicas y todas sus condecoraciones intactas. Sin cargo alguno en su contra por sus delitos de lesa de humanidad y sin cargo de conciencia.

Vivimos en un país -y esto es muy serio- en el que se sigue criminalizando una manifestación feminista, la del 8M, celebrada antes de la declaración de la pandemia (el 11 de marzo) al mismo tiempo que se relativizan las orquestadas por la extrema derecha en pleno estado de alarma. Dicho de otra manera; ser mujer y salir a la calle a manifestarte con una pancarta morada cuando no existe restricción alguna a la movilidad es mucho más grave que hacerlo con enseñas fascistas cuando están prohibidas las aglomeraciones. Fascistas, digo, porque esa bandera que lleva grabada el águila de San Juan no es una bandera preconstitucional, es una bandera franquista. Y enarbolarla, que no es delito en este país desmemoriado pero sí en muchos otros, es hacer apología del fascismo. Algo que, por cierto, tampoco está penado.

De entre las oscuras teorías que se escuchan estos días, creo que la perorata del 8M como vector de contagio masivo en España es, sin lugar a dudas, la más ridícula de todas. No solo porque es absurda, sino porque es también interesada. Creo que lo que en realidad duele a quienes siguen tratando de endosar a dicha manifestación toda la responsabilidad de la propagación del coronavirus no es la manifestación en sí misma, la congregación de mujeres ese domingo, sino su extraordinario poder de convocatoria, su popularidad. Su éxito, en definitiva. Lo que convierte el 8M en el chivo expiatorio perfecto es el respaldo que tuvo la protesta y la incomodidad que siguen generando en determinados sectores las consignas y demandas que aquel día se escucharon en la calle. Si aquella manifestación hubiera sido de otra índole, si no levantase tanto resquemor en determinadas esferas, no la habrían tildado de inoportuna. El 8 de marzo, el Covid 19 se había cobrado la vida de 17 personas en España. El día de la denominada “caravana por la libertad” convocada por VOX, los muertos ascendían a más de 27.000.

Pero ahí no termina todo. Puede que la memoria sea frágil, pero cualquier buen aficionado al fútbol debería ser capaz de recordar que aquel famoso 8 de marzo el Osasuna jugó contra el Espanyol en El Sadar, el Valladolid contra el Athletic en el Nuevo Zorrilla, el Levante contra el Granada en el Ciutat de València, el Villarreal contra el Leganés en el Estadio de la Cerámica y el Betis contra el Real Madrid en el Benito Villamarín. Todos ellos lo hicieron con público. Solamente el encuentro disputado en Sevilla congregó en las gradas a 51.521 personas. También hubo aglomeraciones ese domingo en el Rayo Vallecano-Elche, el Málaga-Zaragoza, el Alcorcón-Mirandés, el Sporting-Las Palmas o el Tenerife-Ponferradina, por consignar tan solo los partidos celebrados en el marco del fútbol profesional. Pero claro, cómo responsabilizar al fútbol de una pandemia.

Casi todo lo que está sucediendo últimamente en este país es díficil de explicar. O tal vez tiene una explicación tan fácil, tan simple, que cuesta aceptarla. Cuesta aceptar que las fuerzas de seguridad del estado que reprimieron con tanta violencia la celebración de un referéndum en Cataluña sean las mismas que hoy actúan con tanta condescendencia en Núñez de Balboa. Cuesta entender que se pueda ilegalizar a una formación política porque no condena la violencia terrorista mientras se da cabida en el Congreso a otra que justifica los crímenes del franquismo. O que tampoco los condena. Cuesta creer que sea posible comparar una protesta en plena crisis sanitaria que “colapsa totalmente una ciudad” con el festejo por la obtención de un Mundial. Aunque supongo que, como dicen, la alegría siempre va por barrios.

También cuesta asimilar que lo que aquí está pasando hoy, pase también en otros lugares. Pero en Alemania hay también grupos de ultraderecha que llevan semanas manifestándose contra las restricciones puestas en marcha por su gobierno para tratar de contener el avance de la pandemia. La principal diferencia es que a los miembros de estos grupos allí no les llaman patriotas ni libertarios. Les llaman simplemente “los idiotas del Covid” (Covidioten, en alemán) y se les detiene cada vez que se propasan. Cómo atreverse hoy, aquí, en este contexto, a rebatir la afirmación de Nicanor Parra, si esto no es en realidad un país, es apenas un paisaje.

miércoles, 20 de mayo de 2020

PATRIOTAS


Se hacen llamar patriotas, pero no tienen de patriota más que el atuendo, ese uniforme siempre impoluto con el que acuden día tras día a la protesta de las nueve. Con sus mascarillas personalizadas, rojigualdas; sus banderas de España -con o sin plumas- a modo de EPI; sus cacerolas de teflón; sus palos de golf y sus mantras de siempre. Es fácil encontrárselos en estos tiempos grises -en sentido literal y figurado- patrullando las calles céntricas de algunas ciudades españolas cuando comienza a declinar el día. Es fácil distinguirlos, identificarlos, pero cada vez más difícil descifrarlos o entenderlos. Porque se sabe que protestan y contra quién protestan, pero no por qué protestan. Se sabe lo que quieren, pero resulta imposible entender qué es lo que piden. Porque lo tienen todo. Porque lo han tenido siempre.

La llama de la revolución de los patriotas terminó de prender el pasado fin de semana en el madrileño barrio de Salamanca, uno de los distritos con mayor poder adquisitivo del país. Un sector acomodado de la capital donde la renta media de los hogares -según los datos del Instituto Nacional de Estadística- bordea los 90.000 euros (más del triple que el promedio nacional, establecido en 25.000); en donde los ingresos derivados del patrimonio y la actividad financiera suponen más del 50%; en donde la tasa de desempleo no llega al 0,5%; y en donde los partidos de derecha y extrema derecha recibieron en las últimas elecciones generales más del 80% de los sufragios. El lugar perfecto para poner en alquiler una vivienda, pero el más extraño de todos para iniciar una revolución.

Desafiando todas las medidas del estado de alarma, desatendiendo todas las normas del confinamiento y pertrechados con carteles con intrincados eslóganes del tipo “Confía en tu gobierno; encerrados sois libres”, los manifestantes tomaron la calle Núñez de Balboa el pasado sábado al grito de “Sánchez vete ya”. La protesta se extendió después a otros puntos del país, donde comenzaron a resonar también las cacerolas y a multiplicarse las demandas de “libertad” en tiempos de pandemia. Pero lo grave, lo realmente grave, no son las consignas, es el contexto. Es salir a la calle en masa a pedir libertad cuando la restricción de la libertad de movimiento sigue siendo la única receta conocida para evitar los contagios.

Con la inestimable ayuda de algunos medios de comunicación, la soez protesta del 1% más rico fue ganando popularidad con el paso de los días. Se le puso incluso un nombre, la “revolución de las mascarillas”. Líderes de la extrema derecha, como el presidente de VOX, Santiago Abascal, no dudaron en alentar a la población a tomar parte en las protestas. Y así fue como los mismos que ningunearon -y siguen ninguneando- algo tan básico como la aprobación del Ingreso Mínimo Vital; los mismos que tildaron la manifestación feminista del 8M como un foco de contagio (el mismo día que organizaban un mitin en Vistalegre); terminaron de volcarse en su vital protesta. En una revolución completamente pionera, sin precedentes, la del pueblo contra el pueblo o, si se prefiere, la de los que todavía viven contra los que todavía mueren.

Unas concentraciones que se siguen produciendo y que sus organizadores se han cansado de repetir que se están llevando a cabo respetando todas las medidas de seguridad. Pero lo cierto es que no está probado que la bandera española proteja del contagio ni que el Águila de San Juan, que vuelve a sobrevolar estos días el cielo de algunos barrios, proporcione los anticuerpos deseados para hacer frente al virus. Si el distanciamiento social realmente se está cumpliendo es porque es muy grande la brecha que separa el mundo de estos manifestantes del que habitamos el resto de la gente. Porque es posible, en un país como España, que a algunos les siga fallando la memoria histórica, pero que suceda lo mismo con la reciente, con lo que pasa ahora, es grosero e indecente.

Considero que el derecho de reunión, las protestas ciudadanas y la desobediencia civil son pilares sobre los que se debe construir cualquier sociedad crítica, sana, pero no logro entender qué es exactamente lo que aquí se está pidiendo. Ni tampoco por qué lo están pidiendo quienes lo están pidiendo. Puedo comprender las revueltas que se están produciendo en otros países donde la restricción de movimientos implica necesariamente no poder trabajar y donde no poder trabajar implica necesariamente no tener acceso a ningún tipo de sustento. A ninguno. Pero que un privilegiado salga a la calle a demandar airadamente junto a otros privilegiados el restablecimiento de sus privilegios, es algo que no comprendo. Es el síntoma inequívoco de que algo marcha mal, muy mal, o de que hay algo que se está malinterpretando o, directamente, no se está entendiendo. Un privilegiado pidiendo libertad, un privilegiado saliendo a la calle a protestar por sus derechos, no puede ser más que un oxímoron siniestro.

No deja de resultar tampoco curioso que estas manifestaciones ciudadanas se hayan convertido en un auténtico desfile de elementos y enseñas nacionales, de exacerbado orgullo patriótico, pues una protesta que pone en riesgo la salud púbica mientras tus compatriotas siguen sufriendo, debe ser la más antipatriótica de todas las protestas. Creo que fue Jean-Paul Sartre el que dijo por primera vez aquello de que “mi libertad termina donde empieza la de los demás”. Yo solo les diría a estos manifestantes, si tuviera la ocasión, que su libertad termina donde empiezan nuestros muertos.