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miércoles, 23 de septiembre de 2020

Lo que queda del fuego

La noche del 8 de septiembre, ardió en la isla griega de Lesbos el mayor campo de refugiados de Europa. Lo hizo con 15.000 personas dentro. Se habló poco de ello. Muy poco para la magnitud de la tragedia. Pero aunque pueda resultar extraño, cruel o paradójico, fue solo entonces, cercado por gigantescas columnas de humo, que se hizo por fin visible el campamento de Moria. Hizo falta que ardiera, que desapareciera aquel asentamiento vergonzante, inhumano, masificado, proyectado para 3.000 personas y acorralado desde marzo también por la pandemia, para que nos diésemos cuenta de que en realidad existía. Fue necesario el fuego. Y la ceniza. Porque nadie (o tal vez muy pocos) se habían percatado antes del incendio cotidiano que la propia vida en Moria, su sola existencia, suponía. Nadie se había molestado en tratar de descifrar las señales de humo.

Hoy, dos semanas después, los habitantes de Moria, en su mayoría ciudadanos afganos, sirios e iraquíes, han sido realojados a la fuerza en otro campamento cercano, insuficiente, construido a orillas de ese mar Mediterráneo que todavía separa, confina y contiene. Siguen estando allí como lo estaban antes de que las llamas aparecieran para calcinarlo todo, para arrebatarles su montón de nada, pero ya no los vemos. Otra vez no los vemos. Porque una vez extinguido el incendio vuelven a ser invisibles. Siguen estando allí porque también eso forma parte de las reglas del juego, que no tengan alternativa. Porque les es negada -supongo- a las personas, a algunas personas (las exiliadas, las desterradas, las desplazadas) la posibilidad de desaparecer dos veces.

Apenas un par de días después del incendio en Moria, fueron las calles de Bogotá, en Colombia, las que cedieron a la inercia del fuego. La chispa que encendió la protesta fue el asesinato, la madrugada del 9 de septiembre, de un ciudadano desarmado a manos de la policía. Un abogado de 46 años. Un padre de familia. Una persona. Las protestas ciudadanas, en señal de hartazgo y de repulsa, fueron violentas y duraron varios días. Las llamas de la ira. El impacto que tuvo el fuego en el imaginario colectivo fue, a grandes rasgos, el mismo. Fue necesario que ardiera Bogotá para que lejos de Bogotá se imaginase su malestar, se entendiese su denuncia. Y tuvo que morir un hombre, otro hombre, a manos de un agente uniformado, para que nos diésemos cuenta (otra vez) de que lo grave no es que muera un hombre, lo grave es que su asesino sea un policía.

También ardió en septiembre la Comunidad de Galicia, como ya había ardido antes, en agosto, Andalucía. Ardió con saña y sin control, como cada verano, devorando hectáreas y más hectáreas de montes y de fincas. Hectáreas que no son en realidad hectáreas (eso es apenas una unidad de medida) sino cultivo, vivienda, futuro y comida. Hectáreas de trabajo. Hectáreas de vida. Cuesta entenderlo, pero hace tiempo que en Galicia importa menos el control del fuego que el control de la ceniza.

Hoy todo pinta feo, todo huele mal, a chamusquina. Trump es candidato al Nobel de la Paz y hay dos por uno en mascarillas. Y en desalojos. Y en femicidios. También hay -quiero decir, sigue habiendo- contagios, muertes y confinamientos, estos últimos cada vez más selectivos. Lugares estigmatizados por sus tasas de Covid (Madrid, por ejemplo) y lugares estigmatizados dentro de esos mismos lugares por sus índices de renta (en Madrid, por ejemplo). Guetos grandes y pequeños construidos desde fuera para gestionar mejor una pandemia que pareciera que ya no va con nosotros, para protegerse de una segunda oleada que será un tsumani del que pasado mañana seguramente no nos acordaremos. Y que se llevará consigo definitivamente -así lo desean los que deciden- las pateras y las “distancias de seguridad” entre países. Y ya no habrá fuego, solo ceniza.

De esta -recuerdo que solía decir la gente, en relación a la pandemia, que cumple ya seis meses de vida- íbamos a salir más fuertes y más unidos, pero lo cierto es que salimos menos, más débiles, distantes y distintos. Se ha hablado mucho del Brexit últimamente y se ha señalado mucho, al hacerlo, al Reino Unido, pero el Brexit está también aquí, está en todas partes, el Brexit es todos los días. La fractura cada vez más evidente y las cicatrices más resplandecientes, más bellas y más dignas. Justo ahora que parecíamos un poco menos extraños, casi igual de vulnerables, zarandeados por el virus, aprendimos a maldecir bajo la mascarilla.

Leo, releo y suscribo como casi siempre -mientras escucho que ha llegado el otoño, que siguen confinando Madrid y que los incendios han sido sofocados por la lluvia- los “Poemas Humanos” de César Vallejo, ese escritor peruano y universal que decía tantas cosas con tan poca tinta: “Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir, ya lo decía”. Podrán seguir negando el fuego, pero no las cenizas.

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