A veces me
pregunto qué es lo que me lleva a vivir instalado en este estado
permanente de fuga. Qué es lo que lleva a las personas, en
ocasiones, a renunciar a lo logrado, a aquello construido con
esfuerzo, durante años, a pulso, a contracorriente a veces, cuando
todavía es útil, cuando todavía sirve, cuando no se ha muerto.
En qué
momento exacto, paseando por qué calle o bajo qué cielo, uno
empieza a cuestionarlo todo, poniendo incluso en entredicho ese
impulso afirmativo que en algún momento te llevó a jugártela, a
pelear por algo, a luchar por eso.
Es posible
que haya una respuesta -válida tal vez para todos los casos-, una
respuesta genérica, un porqué que nos baste, nos satisfaga o que,
al menos, no nos entristezca. Una respuesta penosa, sesgada, una
coartada insuficiente.
Puede que
haya incluso una calle con nombre, una luz precisa, un instante
concreto, un día específico y un motivo aparente al que culpar,
todo un entramado sobre el que edificar el punto de quiebre. Pero es
ridículo. Pero es patético. Y hoy, mientras preparo meticulosamente
el plan de acción de mi enésima fuga, me cuesta creer que en
realidad exista una respuesta.
En honor a
la verdad, tampoco la busco. Para qué mentir (o mejor dicho, para
mentirle a quién), si la vida no se escribe, se vive, si la vida
debiera ser mucho más hacerse preguntas que tratar de encontrar
respuestas.
Es por eso
que me marcharé, supongo, otra vez, sin llegar a entender del todo
por qué lo hago (o más bien, por quién), por la sencilla razón de
que en este momento lo único que quiero es irme y no llegar,
exactamente igual que hace cinco años, cuando llegué aquí creyendo
que, en realidad, lo que hacía era marcharme (también sin un motivo
aparente).
Los motivos,
claro, fueron apareciendo después, en el camino, en forma de
explicaciones, de justificaciones más o menos oportunistas que me
terminé creyendo. Porque hay que creer que uno hace las cosas por
algo, que tiene un plan, aunque sea para una fuga disfrazada de
regreso.
Hay que ir
cerrando etapas para poder empezar otras nuevas, llevo repitiéndome
toda la tarde, hasta la saciedad, para ver si me lo creo, mientras
hago recuento de mi vida en esta terraza vacía de la calle Morandé.
Hay que
saber inventar finales, construir puntos de fuga. Hay que saber
marcharse a tiempo si uno no quiere terminar acostumbrándose a un
lugar en concreto, a una ciudad con nombre, a una luz precisa, a una
vida construida a pulso, con más o menos esfuerzo.
La peor de
las costumbres humanas es la fuerza de la costumbre, ese atajo en el
camino que termina indefectiblemente conduciendo a la rendición.
Y yo -aunque
seguramente a estas alturas ya lo haya hecho- no quiero rendirme. No
mientras sigan existiendo otras vidas posibles, otros tipos de miedo,
otros paisajes, otras ciudades con otras caras y otros nombres de las
que poder algún día, como hoy, volver a salir huyendo.