Durante 90
años mi abuelo vivió en un mundo que no medía más de cinco
kilómetros cuadrados. Fue allí donde murió también, hace algún
tiempo, tan cerca de casa como del cielo.
En aquel
pequeño mundo hecho a escala transcurrió toda su vida. En un
territorio acotado por fincas, alambradas, riachuelos y redondeadas
montañas, verdes u ocres (en función de la luz) sin fantasear
demasiado con la idea de marcharse. O al menos eso pensaba yo, pues
aquel fue siempre, a fin de cuentas, su paisaje. Su único paisaje.
Mi abuelo
nunca llegó a sacarse el carné de coche (para recorrer los
reducidos confines de su patria le alcanzaba con su tractor), pero
algunas semanas después de su muerte, mi madre me contó que durante
sus últimos días no dejaba de hablar de lo mucho que le habría
gustado haber viajado alguna vez en avión, a alguna otra parte.
Yo no lo
supe hasta que fue ya muy tarde por la sencilla razón de que nunca
llegué a preguntarle qué le habría gustado hacer a él. Hoy me
queman en la boca todas las preguntas que jamás le hice, y es que no
hay preguntas más certeras ni tampoco más inútiles que aquellas
que jamás llegamos a formular.
Recuerdo,
sin embargo, que una tarde calurosa de verano, un par de años antes
de su muerte, le pregunté de puro aburrimiento cuántos kilómetros
creía que había podido llegar a hacer en su tractor a lo largo de
su vida. Estábamos sentados en el corral, como casi siempre, sin
hacer nada en particular, y su diente de oro se iluminó al escuchar
aquella pregunta. “Non sei -me respondió de pronto, sin dejar de
sonreír- pero eu penso que así en liña recta, contra o ceo, ben me
daba para chegar á lúa”. Una respuesta tan humana, tan terrestre,
que jamás ha dejado de conmoverme.
Por eso,
quizás, desde entonces, cada vez que los aviones surcan volando el
cielo de Vilanova a 20.000 pies de altura, me acuerdo de mi abuelo.
De lo mucho que habría disfrutado sobrevolando los límites de su
patria de apenas cinco kilómetros cuadrados, de lo difusas que se
vuelven las distancias porque los tractores no vuelan y de que no
tengo la menor idea de cuántos kilómetros me faltan para
llegar a la luna.