> Palabras y Placebos: diciembre 2019

miércoles, 18 de diciembre de 2019

SE VENDE


Se vende un cuerpo usado y una cabeza parcialmente llena de recuerdos, con capacidad aún para almacenar algunos momentos.


Se venden un par de manos, arrugadas de nacimiento, y un par de pies cansados de tanto soñar con senderos.


Se venden unos ojos con vistas al mar y unos oídos que solamente oyen lo que quieren.


Se venden unos labios con amnesia y un paladar antiguo, incapaz de distinguir el sabor de la sangre del sabor de un beso.


Se venden un par de brazos arqueados, vueltos hacia dentro, diseñados exclusivamente para abrazarse a uno mismo.


Se vende un proyecto de vida a largo plazo sin ninguna garantía de éxito.


Se vende un corazón en cierto modo perfecto, que únicamente late.


miércoles, 11 de diciembre de 2019

AVIONES


Durante 90 años mi abuelo vivió en un mundo que no medía más de cinco kilómetros cuadrados. Fue allí donde murió también, hace algún tiempo, tan cerca de casa como del cielo.

En aquel pequeño mundo hecho a escala transcurrió toda su vida. En un territorio acotado por fincas, alambradas, riachuelos y redondeadas montañas, verdes u ocres (en función de la luz) sin fantasear demasiado con la idea de marcharse. O al menos eso pensaba yo, pues aquel fue siempre, a fin de cuentas, su paisaje. Su único paisaje.

Mi abuelo nunca llegó a sacarse el carné de coche (para recorrer los reducidos confines de su patria le alcanzaba con su tractor), pero algunas semanas después de su muerte, mi madre me contó que durante sus últimos días no dejaba de hablar de lo mucho que le habría gustado haber viajado alguna vez en avión, a alguna otra parte.

Yo no lo supe hasta que fue ya muy tarde por la sencilla razón de que nunca llegué a preguntarle qué le habría gustado hacer a él. Hoy me queman en la boca todas las preguntas que jamás le hice, y es que no hay preguntas más certeras ni tampoco más inútiles que aquellas que jamás llegamos a formular.

Recuerdo, sin embargo, que una tarde calurosa de verano, un par de años antes de su muerte, le pregunté de puro aburrimiento cuántos kilómetros creía que había podido llegar a hacer en su tractor a lo largo de su vida. Estábamos sentados en el corral, como casi siempre, sin hacer nada en particular, y su diente de oro se iluminó al escuchar aquella pregunta. “Non sei -me respondió de pronto, sin dejar de sonreír- pero eu penso que así en liña recta, contra o ceo, ben me daba para chegar á lúa”. Una respuesta tan humana, tan terrestre, que jamás ha dejado de conmoverme.

Por eso, quizás, desde entonces, cada vez que los aviones surcan volando el cielo de Vilanova a 20.000 pies de altura, me acuerdo de mi abuelo. De lo mucho que habría disfrutado sobrevolando los límites de su patria de apenas cinco kilómetros cuadrados, de lo difusas que se vuelven las distancias porque los tractores no vuelan y de que no tengo la menor idea de cuántos kilómetros me faltan para llegar a la luna.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

DIOSES DE ETANOL


Cuando el invierno comienza a adivinarse tras las cúpulas doradas de las iglesias, se beben su dinero. El poco que tienen. Cobran la segunda semana de cada mes la limosna del gobierno de turno. Y la canjean por agua oxigenada. Así es como respiran.

Sus fugaces delirios etílicos les confieren una especie de inmunidad pasajera, una tregua, alguna extraña suerte de fortaleza exterior. Pero esa inmunidad nunca es eterna y sus baratos elixires, alejados de toda deidad, les consumen como cerillas al viento.

En Vilnius está anocheciendo. Hace frío -se excusan- mientras rebuscan en sus bolsillos, con torpeza y dedos sucios, otra tísica moneda con la que alquilar, por unas horas, su propio perdón. Han logrado sobrevivir a un nuevo temporal y se sienten fuertes, dioses. Están tan solos que piensan que nada les puede afectar.

Vasilij irrumpe tambaleándose en la habitación principal con su metro noventa vacilando sobre el abismo del suelo. Está tan borracho que sería incapaz de ganar una mano de Durak a un niño occidental partiendo con ventaja. Tarda exactamente diez segundos en desplomarse sobre el piso como un árbol sorprendido por la crecida de un río. Su metro noventa no intimida tanto derrumbado en sentido horizontal.

Cae a cámara lenta, sonriendo como si estuviera llevando a cabo la primera travesura de su vida, pero al recuperarse del golpe no le queda otro remedio que pedir ayuda desde el suelo, desguarnecido. No tardan en brindársela. Para llevárselo de allí tienen que tomarlo en brazos y levantarlo unos centímetros del suelo para poder transportarlo. Sus piernas se desparraman sobre las baldosas como dos babosas muertas mientras en la calle sigue anocheciendo. Así es como levitan los dioses de etanol.

No supe calcular bien mis posibilidades. Y tampoco tenía tantas”, me dijo el día que lo conocí.