> Palabras y Placebos: febrero 2020

miércoles, 26 de febrero de 2020

EL HIJO DE DIOS


El hijo de Dios se llama Manuel y nació en el 66. Está sentado ahora mismo, en esta fría tarde terrenal, en la barra de un bar discutiendo con otro tipo, unos 20 años más joven, sobre política. O sobre algo parecido a la política. Alza la voz al hablar y golpea la mesa cada vez que emite una sentencia, perturbando al hacerlo la plácida atmósfera que hasta hace algunos minutos dominaba el local.

Yo estuve ocho años en la cárcel porque me pillaron con hachís. ¿Tú sabes lo que es estar en la cárcel? -vocifera a su interlocutor. Aunque a juzgar por el tono empleado, se diría que tiene más de uno.

- No, nunca estuve en la cárcel. Pero no sé qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando -le replica, no sin cierta razón, el hombre 20 años más joven.

- Pues si no estuviste en la cárcel, ¿qué me vas a venir a mí a hablar de la cárcel?

Una llamada telefónica interrumpe el acalorado soliloquio. El hijo de Dios toma su móvil y responde. Frunce primero un poco el ceño, mientras trata de discernir la identidad de la persona que llama. No lo logra, pero de todos modos responde:

- Sí...que te digo que sí... que yo siempre voy. Que esperes ahí que ahora voy -se echa las manos a la cabeza con gesto de fastidio- que sí, que sí...

Tras colgar, bebe un largo trago de cerveza y regresa a sus públicas cavilaciones.

Yo estuve ocho años en la cárcel. ¿Tú estuviste en la cárcel? -pregunta, una vez más, a su acompañante. El hombre joven, resignado, niega con la cabeza, sin decir palabra alguna. Pues yo sí que estuve, cojones -prosigue, envalentonado, elevando cada vez más el timbre de voz-. Soy Manuel Fernández Piñeiro y soy hijo de Dios. Y estuve en la cárcel ocho años. ¡Ocho años! Y viví con Franco. Con Franco se vivía mejor. ¿Tú viviste con Franco?

- No -responde escuetamente el joven.

- ¡Pues entonces que me vas a venir a mí a hablar de Franco!

En el vano de la puerta se dibuja ahora la silueta silenciosa de un hombre de unos 90 años, que presencia la escena con hastío. O con algo parecido al hastío.

Espere ahí. Espere fuera, que estoy hablando, -murmura de pronto el hijo de Dios al percatarse de la presencia del viejo, mudando su tono al hacerlo, casi musitando.

Pero el viejo se resiste a marcharse. A cambio, se acerca con paso parsimonioso a Manuel y exhala un largo suspiro antes de manifestar, con palabras lentas:

- Tu madre te está esperando para cenar. Deja ya de hacer el payaso.



miércoles, 19 de febrero de 2020

EL CAMINO A CASA


Tiene 80 años y es la primera vez que viaja en autobús. Su nerviosismo, su torpeza al caminar entre las filas de asientos y sus constantes preguntas al resto de pasajeros la delatan. Viaja de Benavente a Ponferrada. Son las siete y cuarto de la tarde y Castilla nunca antes fue tan ancha.

Al llegar a Ponferrada deberá tomar otro autocar, el segundo de su vida, con destino a Villafranca del Bierzo, el lugar donde nació hace hoy 80 años y donde mañana los vecinos realizarán una ofrenda floral en honor de sus dos hijos muertos.

Antonio y Juan murieron hace cinco años. El mismo día y a la misma hora. Fue un accidente. Al contarlo, es decir, al revivirlo, es como si otra vez estuviera matándolos. O al menos eso es lo que dice María, mientras llora apoyada contra la ventanilla del autobús y solo el grueso vidrio logra impedir que sus lágrimas rieguen el suelo. Son las siete y treinta y cinco de la tarde y Castilla nunca antes fue tan árida.

La ofrenda floral coincide con las fiestas patronales del pueblo, pero a la madre las fiestas no le importan, solo la ofrenda. Ni siquiera las flores. La ofrenda es cuanto queda, al fin y al cabo, de Juan y de Antonio en este paisaje lánguido, suavemente ondulado, en que la vida transcurre más lenta.

Algunos meses después del accidente, es decir, hace cuatro años y algunos meses, su marido, también difunto, plantó dos árboles en una finca de los Montes de León en honor de sus hijos fallecidos. Al referirse a él, a su marido, la mujer emplea el término ex marido, porque ya no está -recalca- y porque de estar vivo, no tendría que haber tomado hoy el autobús para asistir a la ofrenda. Siguen siendo las siete y treinta y cinco y Castilla nunca antes estuvo tan sola.

María había planeado visitar por la mañana la parcela familiar de los Montes de León para pasar un rato con sus hijos, pero un reciente incendio forestal arrasó la zona llevándose todo consigo. Incluidos los árboles de Antonio y Juan plantados hace casi un lustro por su marido -perdón, por su ex marido-.

A las ocho y cuarto de la tarde, el autocar hace su entrada en la estación de Ponferrada y María desciende lentamente del vehículo. En el andén no hay nadie esperándola, pero la mujer luce por primera vez serena mientras arrastra su pesada valija por el empedrado. Sabe que mañana, tras la ofrenda, cuando le toque emprender de nuevo en autobús el viaje de regreso a Benavente, no necesitará hacerle ninguna pregunta a nadie. Y también que el hogar de uno es aquel en donde viven sus muertos. Hacía tiempo que María no volvía a casa.


miércoles, 12 de febrero de 2020

LA MEMORIA



Las cunetas de la memoria histórica

están llenas de recuerdos vivos.

Ya no basta con mirar hacia otro lado,

ya no alcanza con asfaltar los caminos.

Sucede, a menudo, que el que muere

tiene menos que perder que su asesino.



Que el olvido está lleno de memoria es un hecho,

que condenen la memoria al olvido, un delito.

-Si se prefiere un hecho delictivo-.

El alzhéimer de aquellos sepultureros

se combate con píldoras de ruido.



No se trata de desenterrar a los muertos,

se trata de resucitar a los vivos,

para que señalen con el dedo a los culpables

y estos paguen, de una vez, por sus delitos.

Por tanto gesto de complicidad condescendiente,

por tantos años de silencio compartido.



Y han de pagar también quienes confunden

al legislar memoria histórica y recuerdo selectivo.

Craso error pensar que prescrita la causa

el dolor también prescribe.

O que agoniza la culpa

sin que el culpable agonice.

miércoles, 5 de febrero de 2020

NO HAY PAÍS PERFECTO



No hay país perfecto. No lo digo yo, aunque también lo pienso, lo dice la señora Paty, que es una de esas mujeres que no suelen guardarse nada, luchadora e insatisfecha, empoderada a su manera, hecha a sí misma a pesar del resto. Muy a pesar del resto.

No miento si digo que la señora Paty y yo no teníamos gran cosa en común el día en que nos conocimos. Nada, para ser exactos, a excepción de un viejo armario que yo vendía y que ella, claro, estaba dispuesta a comprarme. Le encantaba aquel armario de madera roída, acolchado rojo y hechura antigua, casi vieja. Un armario vintage, como le llaman ahora, pero que no era vintage para mí. Y tampoco para la señora Paty.

La primera tarde que vino a casa para inspeccionar el aspecto real de aquel mueble que deseaba adquirir, se quedó dos horas. Hablamos del armario, pero sobre todo de una infinidad de cosas que no tenían nada que ver con aquella mole de madera que con el paso de los días y la premura de la mudanza había terminado por quedarse solo en el piso de abajo del apartamento, sobreviviendo de manera estoica a la paulatina desaparición del resto del mobiliario de la vivienda, a su enésima mudanza y supongo que también, de algún modo, a la señora Paty y a mí, que con el ir y venir de los temas, la sucesión natural de las conversaciones, el recuento consabido de tópicos y lugares comunes, dejamos también de considerarlo, de alabarlo o de seguir buscándole imperfecciones, de tenerlo en cuenta.

A lo largo de mi última semana de convivencia con el armario, en aquella casa de cartílagos cada vez más pronunciados y evidentes, la señora Paty vino a verme dos veces más. En ambas ocasiones lo hizo con el pretexto de revisar el estado real del artículo que pretendía comprar, tomarle medidas exactas o evaluar las dificultades técnicas que podía entrañar su eventual traslado. Pero en aquellos nuevos encuentros, tal y como había sucedido ya en el primero, el viejo armario dejó de ser el tema de conversación recurrente, el objeto de negociación que en realidad era, para convertirse en una suerte de excusa con la que justificar el tiempo compartido.

Tres días y un buen puñado de horas juntos no bastaron, sin embargo, para que la señora Paty y yo llegáramos a trabar algo parecido a una amistad. Ni siquiera para que aquella ronda de encuentros culminase con el viejo armario en casa de la señora Paty, el salón de mi casa libre de todo mobiliario y conmigo emprendiendo el viaje de vuelta a un país igual de imperfecto que el que me disponía a abandonar.

Porque la señora Paty no solo no llegó a comprar nunca aquel armario, sino que dudo que en algún momento hubiera tenido la intención de hacerlo. Creo que venía a casa para hablar de cualquier cosa menos del armario. Creo que se sentía sola y que de habernos vuelto a encontrar un solo día más en aquel espacio inconsolablemente vacío habría terminado por reconocerlo.

Lo de que no hay país perfecto, en fin, me lo dijo algunos días más tarde, cuando ya el armario había sido vendido (a un matrimonio joven que lo encontraba vintage) y yo vivía de prestado en la casa de un buen amigo mis últimos días en Chile.

Recibí, de hecho -todavía lo recuerdo- su mensaje de voz en la zona de embarque del aeropuerto, cuando el armario y el país en el que la señora Paty y yo habíamos convivido durante cinco años sin saberlo acababan de convertirse en historia.

En su mensaje de despedida, pronunciado con una voz temblorosa que parecía a punto de romperse en cualquier momento, la señora Paty no decía gran cosa, salvo que se alegraba de haberme conocido y que no olvidara nunca que no hay país perfecto.