El hijo de
Dios se llama Manuel y nació en el 66. Está sentado ahora mismo, en
esta fría tarde terrenal, en la barra de un bar discutiendo con otro
tipo, unos 20 años más joven, sobre política. O sobre algo
parecido a la política. Alza la voz al hablar y golpea la mesa cada
vez que emite una sentencia, perturbando al hacerlo la plácida
atmósfera que hasta hace algunos minutos dominaba el local.
- Yo estuve ocho años
en la cárcel porque me pillaron con hachís. ¿Tú sabes lo que es
estar en la cárcel? -vocifera a su interlocutor. Aunque a juzgar
por el tono empleado, se diría que tiene más de uno.
- No, nunca estuve en
la cárcel. Pero no sé qué tiene que ver eso con lo que estamos
hablando -le replica, no sin cierta razón, el hombre 20 años más
joven.
- Pues si no estuviste
en la cárcel, ¿qué me vas a venir a mí a hablar de la cárcel?
Una llamada telefónica
interrumpe el acalorado soliloquio. El hijo de Dios toma su móvil y
responde. Frunce primero un poco el ceño, mientras trata de
discernir la identidad de la persona que llama. No lo logra, pero de
todos modos responde:
- Sí...que te digo que
sí... que yo siempre voy. Que esperes ahí que ahora voy -se echa
las manos a la cabeza con gesto de fastidio- que sí, que sí...
Tras colgar, bebe un largo
trago de cerveza y regresa a sus públicas cavilaciones.
- Yo estuve ocho años
en la cárcel. ¿Tú estuviste en la cárcel? -pregunta, una vez
más, a su acompañante. El hombre joven, resignado, niega con la
cabeza, sin decir palabra alguna. Pues yo sí que estuve, cojones
-prosigue, envalentonado, elevando cada vez más el timbre de voz-. Soy Manuel Fernández
Piñeiro y soy hijo de Dios. Y estuve en la cárcel ocho años.
¡Ocho años! Y viví con Franco. Con Franco se vivía mejor. ¿Tú
viviste con Franco?
- No -responde
escuetamente el joven.
- ¡Pues entonces que me
vas a venir a mí a hablar de Franco!
En el vano de la puerta se dibuja ahora la silueta silenciosa de un hombre de unos 90 años, que
presencia la escena con hastío. O con algo parecido al hastío.
- Espere ahí. Espere
fuera, que estoy hablando, -murmura de pronto el hijo de Dios al
percatarse de la presencia del viejo, mudando su tono al hacerlo,
casi musitando.
Pero el viejo se resiste a marcharse. A cambio, se acerca con paso parsimonioso a Manuel y exhala un largo suspiro antes de manifestar, con palabras lentas:
- Tu madre te está
esperando para cenar. Deja ya de hacer el payaso.