Tiene 80
años y es la primera vez que viaja en autobús. Su nerviosismo, su
torpeza al caminar entre las filas de asientos y sus constantes
preguntas al resto de pasajeros la delatan. Viaja de Benavente a
Ponferrada. Son las siete y cuarto de la tarde y Castilla nunca antes
fue tan ancha.
Al llegar a
Ponferrada deberá tomar otro autocar, el segundo de su vida, con
destino a Villafranca del Bierzo, el lugar donde nació hace hoy 80 años y donde
mañana los vecinos realizarán una ofrenda floral en honor de sus
dos hijos muertos.
Antonio y
Juan murieron hace cinco años. El mismo día y a la misma hora. Fue
un accidente. Al contarlo, es decir, al revivirlo, es como si otra
vez estuviera matándolos. O al menos eso es lo que dice María,
mientras llora apoyada contra la ventanilla del autobús y solo el
grueso vidrio logra impedir que sus lágrimas rieguen el suelo. Son
las siete y treinta y cinco de la tarde y Castilla nunca antes fue
tan árida.
La ofrenda
floral coincide con las fiestas patronales del pueblo, pero a la
madre las fiestas no le importan, solo la ofrenda. Ni siquiera las
flores. La ofrenda es cuanto queda, al fin y al cabo, de Juan y de
Antonio en este paisaje lánguido, suavemente ondulado, en que la
vida transcurre más lenta.
Algunos
meses después del accidente, es decir, hace cuatro años y algunos
meses, su marido, también difunto, plantó dos árboles en una finca
de los Montes de León en honor de sus hijos fallecidos. Al
referirse a él, a su marido, la mujer emplea el término ex marido,
porque ya no está -recalca- y porque de estar vivo, no tendría que
haber tomado hoy el autobús para asistir a la ofrenda. Siguen siendo
las siete y treinta y cinco y Castilla nunca antes estuvo tan sola.
María había
planeado visitar por la mañana la parcela familiar de los Montes de
León para pasar un rato con sus hijos, pero un reciente incendio
forestal arrasó la zona llevándose todo consigo. Incluidos los
árboles de Antonio y Juan plantados hace casi un lustro por su
marido -perdón, por su ex marido-.
A las ocho y
cuarto de la tarde, el autocar hace su entrada en la estación de
Ponferrada y María desciende lentamente del vehículo. En el andén
no hay nadie esperándola, pero la mujer luce por primera vez serena
mientras arrastra su pesada valija por el empedrado. Sabe que mañana,
tras la ofrenda, cuando le toque emprender de nuevo en autobús el
viaje de regreso a Benavente, no necesitará hacerle ninguna pregunta
a nadie. Y también que el hogar de uno es aquel en donde viven sus
muertos. Hacía tiempo que María no volvía a casa.
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