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miércoles, 5 de febrero de 2020

NO HAY PAÍS PERFECTO



No hay país perfecto. No lo digo yo, aunque también lo pienso, lo dice la señora Paty, que es una de esas mujeres que no suelen guardarse nada, luchadora e insatisfecha, empoderada a su manera, hecha a sí misma a pesar del resto. Muy a pesar del resto.

No miento si digo que la señora Paty y yo no teníamos gran cosa en común el día en que nos conocimos. Nada, para ser exactos, a excepción de un viejo armario que yo vendía y que ella, claro, estaba dispuesta a comprarme. Le encantaba aquel armario de madera roída, acolchado rojo y hechura antigua, casi vieja. Un armario vintage, como le llaman ahora, pero que no era vintage para mí. Y tampoco para la señora Paty.

La primera tarde que vino a casa para inspeccionar el aspecto real de aquel mueble que deseaba adquirir, se quedó dos horas. Hablamos del armario, pero sobre todo de una infinidad de cosas que no tenían nada que ver con aquella mole de madera que con el paso de los días y la premura de la mudanza había terminado por quedarse solo en el piso de abajo del apartamento, sobreviviendo de manera estoica a la paulatina desaparición del resto del mobiliario de la vivienda, a su enésima mudanza y supongo que también, de algún modo, a la señora Paty y a mí, que con el ir y venir de los temas, la sucesión natural de las conversaciones, el recuento consabido de tópicos y lugares comunes, dejamos también de considerarlo, de alabarlo o de seguir buscándole imperfecciones, de tenerlo en cuenta.

A lo largo de mi última semana de convivencia con el armario, en aquella casa de cartílagos cada vez más pronunciados y evidentes, la señora Paty vino a verme dos veces más. En ambas ocasiones lo hizo con el pretexto de revisar el estado real del artículo que pretendía comprar, tomarle medidas exactas o evaluar las dificultades técnicas que podía entrañar su eventual traslado. Pero en aquellos nuevos encuentros, tal y como había sucedido ya en el primero, el viejo armario dejó de ser el tema de conversación recurrente, el objeto de negociación que en realidad era, para convertirse en una suerte de excusa con la que justificar el tiempo compartido.

Tres días y un buen puñado de horas juntos no bastaron, sin embargo, para que la señora Paty y yo llegáramos a trabar algo parecido a una amistad. Ni siquiera para que aquella ronda de encuentros culminase con el viejo armario en casa de la señora Paty, el salón de mi casa libre de todo mobiliario y conmigo emprendiendo el viaje de vuelta a un país igual de imperfecto que el que me disponía a abandonar.

Porque la señora Paty no solo no llegó a comprar nunca aquel armario, sino que dudo que en algún momento hubiera tenido la intención de hacerlo. Creo que venía a casa para hablar de cualquier cosa menos del armario. Creo que se sentía sola y que de habernos vuelto a encontrar un solo día más en aquel espacio inconsolablemente vacío habría terminado por reconocerlo.

Lo de que no hay país perfecto, en fin, me lo dijo algunos días más tarde, cuando ya el armario había sido vendido (a un matrimonio joven que lo encontraba vintage) y yo vivía de prestado en la casa de un buen amigo mis últimos días en Chile.

Recibí, de hecho -todavía lo recuerdo- su mensaje de voz en la zona de embarque del aeropuerto, cuando el armario y el país en el que la señora Paty y yo habíamos convivido durante cinco años sin saberlo acababan de convertirse en historia.

En su mensaje de despedida, pronunciado con una voz temblorosa que parecía a punto de romperse en cualquier momento, la señora Paty no decía gran cosa, salvo que se alegraba de haberme conocido y que no olvidara nunca que no hay país perfecto.

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