No hay país
perfecto. No lo digo yo, aunque también lo pienso, lo dice la señora
Paty, que es una de esas mujeres que no suelen guardarse nada,
luchadora e insatisfecha, empoderada a su manera, hecha a sí misma a
pesar del resto. Muy a pesar del resto.
No miento si
digo que la señora Paty y yo no teníamos gran cosa en común el día
en que nos conocimos. Nada, para ser exactos, a excepción de un
viejo armario que yo vendía y que ella, claro, estaba dispuesta a
comprarme. Le encantaba aquel armario de madera roída, acolchado
rojo y hechura antigua, casi vieja. Un armario vintage, como le
llaman ahora, pero que no era vintage para mí. Y tampoco para la
señora Paty.
La primera
tarde que vino a casa para inspeccionar el aspecto real de aquel
mueble que deseaba adquirir, se quedó dos horas. Hablamos del
armario, pero sobre todo de una infinidad de cosas que no tenían
nada que ver con aquella mole de madera que con el paso de los días
y la premura de la mudanza había terminado por quedarse solo en el
piso de abajo del apartamento, sobreviviendo de manera estoica a la
paulatina desaparición del resto del mobiliario de la vivienda, a su
enésima mudanza y supongo que también, de algún modo, a la señora
Paty y a mí, que con el ir y venir de los temas, la sucesión
natural de las conversaciones, el recuento consabido de tópicos y
lugares comunes, dejamos también de considerarlo, de alabarlo o de
seguir buscándole imperfecciones, de tenerlo en cuenta.
A lo largo
de mi última semana de convivencia con el armario, en aquella casa
de cartílagos cada vez más pronunciados y evidentes, la señora
Paty vino a verme dos veces más. En ambas ocasiones lo hizo con el
pretexto de revisar el estado real del artículo que pretendía
comprar, tomarle medidas exactas o evaluar las dificultades técnicas
que podía entrañar su eventual traslado. Pero en aquellos nuevos
encuentros, tal y como había sucedido ya en el primero, el viejo
armario dejó de ser el tema de conversación recurrente, el objeto
de negociación que en realidad era, para convertirse en una suerte
de excusa con la que justificar el tiempo compartido.
Tres días y
un buen puñado de horas juntos no bastaron, sin embargo, para que la
señora Paty y yo llegáramos a trabar algo parecido a una amistad.
Ni siquiera para que aquella ronda de encuentros culminase con el
viejo armario en casa de la señora Paty, el salón de mi casa libre
de todo mobiliario y conmigo emprendiendo el viaje de vuelta a un
país igual de imperfecto que el que me disponía a abandonar.
Porque la
señora Paty no solo no llegó a comprar nunca aquel armario, sino
que dudo que en algún momento hubiera tenido la intención de
hacerlo. Creo que venía a casa para hablar de cualquier cosa menos
del armario. Creo que se sentía sola y que de habernos vuelto a
encontrar un solo día más en aquel espacio inconsolablemente vacío
habría terminado por reconocerlo.
Lo de que no
hay país perfecto, en fin, me lo dijo algunos días más tarde,
cuando ya el armario había sido vendido (a un matrimonio joven que
lo encontraba vintage) y yo vivía de prestado en la casa de un buen
amigo mis últimos días en Chile.
Recibí, de
hecho -todavía lo recuerdo- su mensaje de voz en la zona de embarque
del aeropuerto, cuando el armario y el país en el que la señora
Paty y yo habíamos convivido durante cinco años sin saberlo
acababan de convertirse en historia.
En su
mensaje de despedida, pronunciado con una voz temblorosa que parecía
a punto de romperse en cualquier momento, la señora Paty no decía
gran cosa, salvo que se alegraba de haberme conocido y que no
olvidara nunca que no hay país perfecto.
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