> Palabras y Placebos: agosto 2019

miércoles, 28 de agosto de 2019

INSTRUCCIONES PARA MORDER UN GLOBO



Los que gustan del mar deben saber que resulta temerario morder, así sin más, en pleno océano Pacífico. Situando la mandíbula a la altura aproximada del Trópico de Cáncer es posible que alguna arista de Hawái se nos clave en el cielo de la boca.

Evitar todos los archipiélagos se antoja, a primera vista, una labor difícil. Convendría, quizás, apostar por un bocado más sutil, más delicado, para tratar al menos de eludir las minúsculas espinas que Tonga, Islas Cook, Tuvalu o las sumisas Islas Paumotu podrían representar para cualquier paladar adulto.

Se recomienda morder en diagonal, colocando los incisivos superiores a orillas del archipiélago de Colón -y de sus célebres Islas Galápagos-, y arrastrar con un golpe más bien seco (hecho paradigmático en pleno océano Pacífico) el borde alveolar de nuestro maxilar inferior hacia atrás, para terminar la acción alcanzada la cuenca pacífica del suroeste evitando, en la medida de lo posible, que la fosita digástrica de nuestra sínfisis mentoniana llegue a entrar en contacto con el abrupto litoral de la Isla de Pascua. Sólo entonces el comensal podrá degustar todo el aroma del mar en un solo mordisco.

Se desaconseja encarecidamente morder en tierra firme, detenerse en cualquiera de los polos y tratar de comenzar el globo por su mitad inferior, especialmente si se trata de personas aquejadas de gingivitis, con las encías retraídas o, en resumidas cuentas, particularmente sensibles.

Pretender comerse el mundo con un solo bocado horizontal, tratando de abarcar en dicho intento la dorsal Pacífico-Atlántica en su conjunto -ese tramo que custodia el acceso a la península de la Antártida- no deja de resultar insensato. Desde Nueva Zelanda hasta el pasaje de Drake, allá por aguas meridionales chilenas, cualquier bocado podría resultar doloroso debido, entre otras razones, a la baja temperatura a la que se encuentra la superficie del océano en aquellas latitudes.

Estas son tan solo algunas pautas que considero de utilidad para morder un globo, consejos imprecisos que cada cual sabrá desatender a su debido tiempo. Y lo dice alguien que continúa, tantos años después, tratando de idear la forma de desayunar en la Bahía de Disko, Groenlandia, y cepillarse los dientes a orillas del Cantábrico.

miércoles, 21 de agosto de 2019

OTOÑO EN YUNGAY


Cualquier cosa es posible en Yungay, incluso que no suceda nada. Pero a veces, en otoño, el barrio se contrae, se atrinchera, sitiado a sí mismo del resto de la urbe, y el brillo tamizado de sus casas patrimoniales; de sus murales ojerosos; de sus perros de colores; se vuelve refulgente. Y aunque conoces de memoria el camino a casa, estás perdido. Y aunque no quieres huir, no tienes escapatoria.

Aquí conviven -y conmueren- refugiados y exhibicionistas; artistas y maleantes; viejos pobres y nuevos ricos y nuevos pobres. Grandes traficantes y pequeños empresarios; vendedores ambulantes y deambulantes que venden (o no) pero que no se venden. Y lo hacen sin negarse el saludo, pero sin ofrecerse protección alguna. Sin mirarse a los ojos, pero sin compadecerse.

Es un verso libre Yungay en el poema triste y consonante de Santiago. Un ladrido de quiltro, un cristal que se rompe y una blasfemia. Un estado de ánimo que se extiende al norte hasta San Pablo y resiste al sur los embates de la Alameda.

Un lugar donde no hay sitio para nadie, pero donde cabemos todos; donde los peluqueros arreglan bicicletas y los mecánicos reparan tocadiscos y son a veces, incluso, la misma persona. Un barrio de esos que todavía tiene vistas al barrio, construido a pie de calle y en pie de guerra, donde jamás se atreverían a juzgarte por sacar a pasear un pez u otra utopía.

Pero no es posible, sin embargo, pasear en otoño por su intrincado laberinto de pasajes sin salida con aroma a pisco, de casas bajas y ruidosas cités, sin un nudo en la garganta, un dolor de tripas o un sueño roto. Ni desmarcarse del todo de su alarma infinita, ni dejar de sentirse por un instante vivo, ni de encontrarse solo, por más que, hacia el final del día, casi nunca suceda nada.

miércoles, 14 de agosto de 2019

PALABRAS EN LA NEVERA

Hay palabras que son drogas y palabras que nos calzamos para andar deprisa. Hay palabras que son incendios y palabras que son promesas y mentiras. Hay vendedores ambulantes de palabras y narcotraficantes y prostitutas. Hay personas que lloran palabras y personas que se inmolan con palabras. Personas que aman con palabras y personas que se separan con palabras. Hay palabras tan grandes que no dicen nada. Hay palabras en la nevera y la vida es sólo otra palabra.

Conocí en cierta época de mi vida a un tipo bastante estrafalario que se alimentaba únicamente de palabras. Las consumía todas. Palabras llanas y agudas en frases coordinadas para desayunar; rebuscados palíndromos plagados de tiempos compuestos para el almuerzo; antiguos refranes, proverbios árabes y poemas de versos endecasílabos para merendar; y esdrújulas y sobresdrújulas en oraciones subordinadas a la hora de la cena. Estaba condenado irremediablemente a la obesidad.

Hace un par de semanas alguien me contó que habían tenido que sacarlo con una grúa por la ventana del salón de su propia casa. Había engordado tanto que no podía apenas moverse. Los médicos que se ocuparon de su caso adujeron que la causa de su obesidad era la mala alimentación. No me sorprendió. Después todo, las palabras eran sólo comida basura. Su vida, como la de cualquier otro, no tenía tanta importancia -pensé-. Había palabras en la nevera y la vida era sólo otra palabra.

Transcurrido un tiempo conocí a una persona que no paraba de vomitar palabras. Me dijeron que anoche murió de anorexia.




jueves, 8 de agosto de 2019

UN MAR INVERTIDO


Cerrar la nevera por dentro, 
para que no se pudran los comensales.

Abrir desde fuera las ventanas de la casa, 
para calentar las calles. 

Ponerse las lentillas en las orejas, 
para oír mejor de lejos.

Atarse con firmeza las pestañas, 
plancharse bien los dientes
y enjuagarse la boca del ombligo.

Peinarse los pelos de la lengua,
morderse las uñas con las uñas,
rascarse los labios a mordiscos.

Acostarse sobre la mesa 
y cenar bajo la cama. 

Aprender a leer los ojos con los labios.

Entender la lluvia como un mar invertido.