> Palabras y Placebos: OTOÑO EN YUNGAY

miércoles, 21 de agosto de 2019

OTOÑO EN YUNGAY


Cualquier cosa es posible en Yungay, incluso que no suceda nada. Pero a veces, en otoño, el barrio se contrae, se atrinchera, sitiado a sí mismo del resto de la urbe, y el brillo tamizado de sus casas patrimoniales; de sus murales ojerosos; de sus perros de colores; se vuelve refulgente. Y aunque conoces de memoria el camino a casa, estás perdido. Y aunque no quieres huir, no tienes escapatoria.

Aquí conviven -y conmueren- refugiados y exhibicionistas; artistas y maleantes; viejos pobres y nuevos ricos y nuevos pobres. Grandes traficantes y pequeños empresarios; vendedores ambulantes y deambulantes que venden (o no) pero que no se venden. Y lo hacen sin negarse el saludo, pero sin ofrecerse protección alguna. Sin mirarse a los ojos, pero sin compadecerse.

Es un verso libre Yungay en el poema triste y consonante de Santiago. Un ladrido de quiltro, un cristal que se rompe y una blasfemia. Un estado de ánimo que se extiende al norte hasta San Pablo y resiste al sur los embates de la Alameda.

Un lugar donde no hay sitio para nadie, pero donde cabemos todos; donde los peluqueros arreglan bicicletas y los mecánicos reparan tocadiscos y son a veces, incluso, la misma persona. Un barrio de esos que todavía tiene vistas al barrio, construido a pie de calle y en pie de guerra, donde jamás se atreverían a juzgarte por sacar a pasear un pez u otra utopía.

Pero no es posible, sin embargo, pasear en otoño por su intrincado laberinto de pasajes sin salida con aroma a pisco, de casas bajas y ruidosas cités, sin un nudo en la garganta, un dolor de tripas o un sueño roto. Ni desmarcarse del todo de su alarma infinita, ni dejar de sentirse por un instante vivo, ni de encontrarse solo, por más que, hacia el final del día, casi nunca suceda nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario