Cualquier
cosa es posible en Yungay, incluso que no suceda nada. Pero a veces,
en otoño, el barrio se contrae, se atrinchera, sitiado a sí mismo
del resto de la urbe, y el brillo tamizado de sus casas
patrimoniales; de sus murales ojerosos; de sus perros de colores; se
vuelve refulgente. Y aunque conoces de memoria el camino a casa,
estás perdido. Y aunque no quieres huir, no tienes escapatoria.
Aquí
conviven -y conmueren- refugiados y exhibicionistas; artistas y
maleantes; viejos pobres y nuevos ricos y nuevos pobres. Grandes
traficantes y pequeños empresarios; vendedores ambulantes y
deambulantes que venden (o no) pero que no se venden. Y lo hacen sin
negarse el saludo, pero sin ofrecerse protección alguna. Sin mirarse
a los ojos, pero sin compadecerse.
Es un verso
libre Yungay en el poema triste y consonante de Santiago. Un ladrido
de quiltro, un cristal que se rompe y una blasfemia. Un estado de
ánimo que se extiende al norte hasta San Pablo y resiste al sur los
embates de la Alameda.
Un lugar
donde no hay sitio para nadie, pero donde cabemos todos; donde los
peluqueros arreglan bicicletas y los mecánicos reparan tocadiscos y
son a veces, incluso, la misma persona. Un barrio de esos que todavía
tiene vistas al barrio, construido a pie de calle y en pie de guerra,
donde jamás se atreverían a juzgarte por sacar a pasear un pez u
otra utopía.
Pero no es
posible, sin embargo, pasear en otoño por su intrincado laberinto de
pasajes sin salida con aroma a pisco, de casas bajas y ruidosas
cités, sin un nudo en la garganta, un dolor de tripas o un sueño
roto. Ni desmarcarse del todo de su alarma infinita, ni dejar de
sentirse por un instante vivo, ni de encontrarse solo, por más que,
hacia el final del día, casi nunca suceda nada.
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