> Palabras y Placebos: septiembre 2020

miércoles, 30 de septiembre de 2020

CARTA A UN POLICÍA

Ha pasado casi una semana desde que te vi por televisión, desempeñando tus funciones de trabajo frente a la Asamblea de Madrid, en el distrito de Puente de Vallecas. Demasiado tiempo para un policía, que cada día presta un servicio, que patrulla sin descanso las calles de la ciudad para cumplir con su honorable misión de proteger a la ciudadanía. Han transcurrido ya seis días, pero seguro que sabes de lo que te hablo. Me imagino que puedo tutearte. Ya lo estoy haciendo, pero ¿cómo dirigirme si no a alguien que vela a diario por mi seguridad, mi libertad y mis derechos?

Eran las siete y pico de la tarde y habías acudido a Vallecas a disolver una concentración de vecinos que protestaban contra los confinamientos selectivos de los barrios del sur y los recortes en materia de sanidad. No había demasiada gente. Tal vez 300 ó 500 personas, es difícil saberlo. Me imagino que a pie de calle, en primera línea, las aglomeraciones deben parecer siempre inmensas. Hay que estar en tu pellejo. La protesta, al menos por televisión, parecía pacífica, pero acabasteis interviniendo. Detuvisteis a cuatro tipos y les disteis un buen correctivo. Yo no pude apreciar en las imágenes provocación alguna, pero qué sabré yo de provocaciones. Los agentes del orden estáis ahí para protegernos. Seguro que os provocaron.

Lo que se veía en las imágenes es que esas personas estaban entonando algunos cánticos en grupo. Demandaban refuerzos en las plantillas de atención primaria, contratación de rastreadores y cosas por el estilo. Nimiedades. También se quejaban porque su distrito, ese distrito en el que estabais, formaba parte del territorio confinado arbitrariamente por el gobierno regional para contener el avance de la pandemia. Parecía una manifestación oportuna, coherente, pero me imagino que no lo era. ¿A quién se le podría haber ocurrido que aquel era un buen momento para salir a la calle a protestar? La concentración comportaba un riesgo extraordinario, por eso estabais vosotros allí, desde antes incluso de que comenzara, flanqueados por varias ambulancias del Samur, adelantándoos a los acontecimientos. Actuasteis con determinación, como siempre, porque eso, y no otra cosa, es lo que se espera de vosotros. Los motivos de la protesta eran lo de menos. Esa es una información secundaria, que no necesitáis manejar ni comprender para llevar a cabo vuestra tarea. Lo único que verdaderamente necesitabas tú aquella tarde era desahogarte, liberar endorfinas. Y quiero creer que lo hiciste. Que después de aquella exhibición te sentiste un poco mejor. Más reconfortado, más vivo, más policía.

O tal vez no, porque cuando un grupo de jóvenes se acercó horas más tarde a la comisaría para preguntar por sus amigos detenidos, otra vez tuviste que intervenir. Todavía no te encontrabas del todo bien, lo suficientemente realizado, y por eso decidiste hacer un par de horas extra. Convocaste a un grupo de compañeros y, en fin, sacasteis adelante la tarea. A uno de los chicos no solo le propinasteis una paliza terrible, también lo humillasteis. Era menor de edad, por cierto, pero tampoco eso necesitabas saberlo. ¿Cómo ibas a saberlo si se comportaba como un adulto, si caminaba como un adulto, si preguntaba si sus amigos estaban bien como un adulto? Me gusta pensar que después de tu segundo servicio del día, sí que notaste ese desahogo. Y que pudiste volver a casa más sereno.

Puede que de camino a casa (no es lo más probable, pero quién sabe), te diera por hacer un poco de memoria. Y recordases fugazmente (aunque la memoria no es uno de tus fuertes, claro) alguna de tus últimas intervenciones del año. Porque es posible que en ese ejercicio, como parte de ese recuento rápido, regresase a tu cabeza la imagen del día en que tus colegas y tú visitasteis el barrio de Salamanca. Está un poco más al norte y no parece en realidad un barrio. Sucedió hace cinco meses, en mayo. Te hablo de aquel día porque aquel día, en pleno Estado de Alarma, cuando las restricciones eran mucho más severas y no se podía salir sin justificación a la calle, no encontrasteis ninguna amenaza contra el orden público ni intuisteis ningún riesgo para la salud en la concentración ciudadana que allí se llevó a cabo. Muchos de los manifestantes no llevaban puesta la mascarilla, pero iban envueltos en banderas de España. Como en las verbenas. Como en las corridas de toros. Como las que cuelgan en cada uno de los rincones de vuestros centros de trabajo. Seguro que te acuerdas porque también salió en la tele. Y porque era probablemente la primera vez que teníais que acudir en grupo al barrio de Salamanca.

Te hablo de aquel día porque aquel día, a diferencia de este otro, no necesitasteis actuar. Ni para destrozarle la cara a algún joven despistado, ni para cabecear con vuestro casco futurista el rostro de un adolescente, ni para apalear en el suelo a ningún manifestante, ni para disparar vuestras absurdas pelotitas de goma al aire. Y fue una suerte, pensándolo bien, que no tuvierais que hacerlo, pues no llevabais puesto ni siquiera aquel día vuestro traje de combate, de soldadito de plomo, de perro de presa del Estado. Llevabais incluso vuestro número de identificación a la vista, ¿te acuerdas ahora? Quizás no recuerdes aquella intervención como una intervención real porque en realidad no intervinisteis. No hicisteis nada. Tal vez te contagiaste (en sentido figurado, claro) de todo aquel clima festivo, y en fin, ya lo olvidaste. Cómo culparte por algo así. No puedes estar en todo ni en todas partes.

Si te hablo hoy de aquella tarde es simplemente porque las personas con las que compartiste la velada vespertina en Núñez de Balboa no estaban llevando a cabo una protesta coherente, constructiva, sino reclamando un capricho, un privilegio. No pedían mejoras en el sistema de salud público, ni se habían visto afectados por una decisión selectiva o arbitraria. Aquella sí que era una manifestación antisistema, pero claro, no te percataste. Tu comportamiento aquella jornada, que se saldó sin heridos, detenidos, ni hospitalizados; tu condescendencia, tu complicidad, tu apatía; no solo supuso una negligencia en el desarrollo de tus funciones públicas y remuneradas, sino que además puso en riesgo al resto de ciudadanos. Aquello sí que fue inoportuno. Y aunque abundaban los palos de golf, tampoco había partido. Tal vez no lo sabías. No pasa nada. Un lapsus lo tiene cualquiera. No es parte de tu trabajo estar informado.

Quizás fueron las demandas de los manifestantes, tan legítimas y pertinentes, tan importantes, las que motivaron vuestra inacción, las que ablandaron vuestro carácter. Porque aquellas personas estaban reclamando un derecho fundamental e impostergable, el derecho de ir a misa. ¿Quién podría negar, en pleno confinamiento, a un ciudadano que se supone que debe estar también confinado, semejante derecho? ¿Cómo se puede limitar el ejercicio de su libertad en ese caso? Se trataba sin duda de un clamor urgente, sensato. El pasado jueves, en cambio, en Vallecas, los manifestantes fueron menos razonables. Pedían quimeras. Se autoproclamaban antifascistas. Levantaban sus manos al aire. Y por ahí ya no pasaste. Se te hinchó la vena del cuello, se te aceleró el ritmo cardíaco y, en fin, actuaste. Quizás se te fue un poco de las manos, pero no importa. Son gajes del oficio. Te estaban provocando.

Me imagino que cuando recibas esta carta estarás en casa, al calor del hogar, rodeado de la gente que te quiere. No debe ser fácil volver a casa después de un día como el del jueves. No debe ser fácil mirar a los ojos a tu mujer y ver en su rostro el rostro de esa otra mujer a la que desfiguraste de un golpe en la cara. Acostar a tu hijo y ver en su gesto la mueca tumefacta del chaval de 17 años al que propinaste una brutal paliza hasta dejarle el cuerpo roto. Porque él también tiene un padre que se gana la vida como tú, haciendo su trabajo lo que mejor que sabe. No debe ser fácil lidiar con eso y es lógico que no lo sea. Pero si tienes la inmensa suerte de poder hacerlo, si todavía es sencillo para ti vivir así, con todo eso, tranquilo, ya dejará de serlo. Porque el protocolo de actuación policial (si es que lo hay, si es que alguna vez lo hubo) no contemplaba -estoy seguro- desfigurar la cara de nadie ni partirle literalmente los huesos. Los abusos de poder no suelen aparecer en los protocolos. Ni prosperar en los tribunales. Pero tampoco te pagan por leer, después de todo.

Si alguna noche de estas que están por venir tienes una mala noche, si recaes (aunque sé de sobra que los tipos como tú están hechos para aguantar y no para quebrarse) puedes consolarte, tal vez, con la experiencia de otros colegas, de otros policías nacionales y extranjeros. Quizás te alivie saber que tus compañeros que reprimieron brutalmente a la ciudadanía en Cataluña hace tres años, con motivo de la celebración del referéndum, están acusados de haber hecho un uso excesivo e injustificado de la fuerza. Que en Estados Unidos asfixian hasta la muerte con la rodilla a los detenidos o les disparan directamente por la espalda. Que en Colombia se les va la mano con las armas Taser y fríen en el suelo, hasta que dejan de respirar, a los presuntos delincuentes. Que en Chile, funcionarios públicos como tú, han dejado ya, desde que comenzaron las protestas en octubre del año pasado, a más de 350 personas mutiladas. Tal vez todo eso te ayude a dormir mejor. Saber que la violencia no es solo cosa tuya sino parte de tu trabajo. Al fin y al cabo, tú no eres uno de esos herederos de los GAL, tú no eres matón a sueldo, un sicario, un mercenario.

Simplemente tuviste una mala tarde. ¿Quién no ha tenido una mala tarde? Vulneraste las dos misiones básicas que reconoce la constitución a los trabajadores como tú, es decir, “proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades, y garantizar la seguridad ciudadana”. Pero no pasa nada. En un par de días todo quedará olvidado, archivado. ¿Quién, en tu lugar, en tu difícil lugar, no habría hecho lo mismo? Actuaste, y eso te honra, con convicción, total independiencia, absoluta arbitrariedad y una violencia desmedida. Con brutalidad. Quizás fuiste un poli malo aquella tarde, pero fuiste muy hombre. Mandaste al hospital, de hecho, en un abrir y cerrar de ojos, a cuatro personas que defendían pacíficamente un derecho y clamaban por el reconocimiento de otro. Cuatro jóvenes de entre 17 y 19 años que cometieron el imperdonable delito de tener principios, empatía y valores. Conciencia de clase, que no es otra cosa que saber quién eres, dónde estás, de dónde vienes y actuar en consecuencia. Pero tranquilo, no quiero aburrirte. Todos esos valores de los que te hablo no tienes por qué aprenderlos ahora. Jamás te los inculcaron, no formaban parte del temario. Tendrás tiempo para hacerlo, ahora solo descansa, debes estar extenuado.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Lo que queda del fuego

La noche del 8 de septiembre, ardió en la isla griega de Lesbos el mayor campo de refugiados de Europa. Lo hizo con 15.000 personas dentro. Se habló poco de ello. Muy poco para la magnitud de la tragedia. Pero aunque pueda resultar extraño, cruel o paradójico, fue solo entonces, cercado por gigantescas columnas de humo, que se hizo por fin visible el campamento de Moria. Hizo falta que ardiera, que desapareciera aquel asentamiento vergonzante, inhumano, masificado, proyectado para 3.000 personas y acorralado desde marzo también por la pandemia, para que nos diésemos cuenta de que en realidad existía. Fue necesario el fuego. Y la ceniza. Porque nadie (o tal vez muy pocos) se habían percatado antes del incendio cotidiano que la propia vida en Moria, su sola existencia, suponía. Nadie se había molestado en tratar de descifrar las señales de humo.

Hoy, dos semanas después, los habitantes de Moria, en su mayoría ciudadanos afganos, sirios e iraquíes, han sido realojados a la fuerza en otro campamento cercano, insuficiente, construido a orillas de ese mar Mediterráneo que todavía separa, confina y contiene. Siguen estando allí como lo estaban antes de que las llamas aparecieran para calcinarlo todo, para arrebatarles su montón de nada, pero ya no los vemos. Otra vez no los vemos. Porque una vez extinguido el incendio vuelven a ser invisibles. Siguen estando allí porque también eso forma parte de las reglas del juego, que no tengan alternativa. Porque les es negada -supongo- a las personas, a algunas personas (las exiliadas, las desterradas, las desplazadas) la posibilidad de desaparecer dos veces.

Apenas un par de días después del incendio en Moria, fueron las calles de Bogotá, en Colombia, las que cedieron a la inercia del fuego. La chispa que encendió la protesta fue el asesinato, la madrugada del 9 de septiembre, de un ciudadano desarmado a manos de la policía. Un abogado de 46 años. Un padre de familia. Una persona. Las protestas ciudadanas, en señal de hartazgo y de repulsa, fueron violentas y duraron varios días. Las llamas de la ira. El impacto que tuvo el fuego en el imaginario colectivo fue, a grandes rasgos, el mismo. Fue necesario que ardiera Bogotá para que lejos de Bogotá se imaginase su malestar, se entendiese su denuncia. Y tuvo que morir un hombre, otro hombre, a manos de un agente uniformado, para que nos diésemos cuenta (otra vez) de que lo grave no es que muera un hombre, lo grave es que su asesino sea un policía.

También ardió en septiembre la Comunidad de Galicia, como ya había ardido antes, en agosto, Andalucía. Ardió con saña y sin control, como cada verano, devorando hectáreas y más hectáreas de montes y de fincas. Hectáreas que no son en realidad hectáreas (eso es apenas una unidad de medida) sino cultivo, vivienda, futuro y comida. Hectáreas de trabajo. Hectáreas de vida. Cuesta entenderlo, pero hace tiempo que en Galicia importa menos el control del fuego que el control de la ceniza.

Hoy todo pinta feo, todo huele mal, a chamusquina. Trump es candidato al Nobel de la Paz y hay dos por uno en mascarillas. Y en desalojos. Y en femicidios. También hay -quiero decir, sigue habiendo- contagios, muertes y confinamientos, estos últimos cada vez más selectivos. Lugares estigmatizados por sus tasas de Covid (Madrid, por ejemplo) y lugares estigmatizados dentro de esos mismos lugares por sus índices de renta (en Madrid, por ejemplo). Guetos grandes y pequeños construidos desde fuera para gestionar mejor una pandemia que pareciera que ya no va con nosotros, para protegerse de una segunda oleada que será un tsumani del que pasado mañana seguramente no nos acordaremos. Y que se llevará consigo definitivamente -así lo desean los que deciden- las pateras y las “distancias de seguridad” entre países. Y ya no habrá fuego, solo ceniza.

De esta -recuerdo que solía decir la gente, en relación a la pandemia, que cumple ya seis meses de vida- íbamos a salir más fuertes y más unidos, pero lo cierto es que salimos menos, más débiles, distantes y distintos. Se ha hablado mucho del Brexit últimamente y se ha señalado mucho, al hacerlo, al Reino Unido, pero el Brexit está también aquí, está en todas partes, el Brexit es todos los días. La fractura cada vez más evidente y las cicatrices más resplandecientes, más bellas y más dignas. Justo ahora que parecíamos un poco menos extraños, casi igual de vulnerables, zarandeados por el virus, aprendimos a maldecir bajo la mascarilla.

Leo, releo y suscribo como casi siempre -mientras escucho que ha llegado el otoño, que siguen confinando Madrid y que los incendios han sido sofocados por la lluvia- los “Poemas Humanos” de César Vallejo, ese escritor peruano y universal que decía tantas cosas con tan poca tinta: “Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir, ya lo decía”. Podrán seguir negando el fuego, pero no las cenizas.