> Palabras y Placebos: julio 2020

miércoles, 29 de julio de 2020

VARSOVIA

Es ya noche cerrada,

noche abierta en canal

en Varsovia.

Me duelen los párpados,

el coxis,

los veranos,

las ideas.

Y la luna me sabe a trigo.


¿Cuántos cuentos hace falta que te cuente

en esta noche polaca, infinita

para que te entre el sueño?

Y para mantenerte despierta,

¿cuántos secretos?

Hoy las tumbas

se construyen como los iglús,

desde dentro.


Es ya noche cerrada

en canal

en Varsovia.

Noche abierta.

Y a esta hora no nos queda nada nuestro.

La piel dura,

quizás,

cuarteada,

compartida,

y todo este silencio espeso.


Si la suma del blanco y el negro diera gris

al menos.


¿Cuánta nieve es necesaria,

dime,

esta noche en Varsovia

para evitar el deshielo?


jueves, 16 de julio de 2020

EL PAÍS DE LA MAYORÍA ABSOLUTA


Hay cosas que cambian muy poco en Galicia. Ciclos que en otros lugares duran cuatro u ocho años, aquí tardan en consumirse 20. O sencillamente no terminan nunca. Varían los actores, mudan los discursos, bailan las cifras, pero el resultado general siempre es el mismo. Un bucle infinito. Porque en el país de la mayoría absoluta hace tiempo que la pregunta dejó de ser quién ganará las elecciones para convertirse en por cuánto, a costa de quién o simplemente pese a qué.

Con su incontestable triunfo del pasado domingo, Alberto Núñez Feijóo no solo logró revalidar su mandato emulando las cuatro mayorías absolutas encadenadas en su momento por Manuel Fraga (1990-2005), sino que consiguió afianzar todavía más esa sensación de inmunidad, de imbatibilidad, que transmite el partido en Galicia, un territorio gobernado en exclusividad por los populares durante 26 de los últimos 30 años.

Poco importó la coyuntura social que rodeó la celebración de los comicios; las protestas persistentes de los trabajadores de Alcoa, el rebrote en A Mariña lucense, la cuarentena milimétricamente medida de cinco días o el impresentable cheque restaurante con el que presidente de la Xunta pretendió recompensar el esfuerzo realizado por el personal sanitario durante la pandemia. Tampoco pesó demasiado a la hora de decidir todo lo acontecido un poco antes -que tuvo sus consecuencias un poco después-, como la privatización sistemática de las residencias de mayores (en las que perdieron la vida 271 personas, la mitad de ellas sin recibir ingreso hospitalario), la reducción de las áreas sanitarias, el ostracismo de los hospitales comarcales, el recorte presupuestario, las mal llamadas externalizaciones o el desmantelamiento paulatino y generalizado del sistema de salud público. La gente, las personas, los gallegos y las gallegas, votaron a Feijóo porque votar a Feijóo es algo que en Galicia se hace sin cuestionarse nada más, sin rechistar, sin hacerse preguntas. Un impulso inevitable. Casi un acto reflejo. Una tos, un estornudo o una arcada.

Lo más curioso de todo, sin embargo, es que esta vez el éxito de Feijóo -un éxito relativo, pues habría ganado de todos modos aunque la cifra de muertos por Coronavirus hubiese tenido en Galicia más ceros o más dígitos- tuvo que ver precisamente con su gestión de la pandemia. Es decir, con su trabajo realizado en una de las zonas de España menos castigadas por el virus cuando las competencias en sanidad se encontraban total o parcialmente transferidas como consecuencia de la declaración del Estado de Alarma. Pura ironía. Retranca, si se prefiere. La baja tasa de mortalidad -si es que puede hablarse sin vergüenza de una mortalidad baja- reforzó su imagen y disparó aún más su popularidad. Una campaña política personalista, vaciada por completo de cualquier simbolismo relacionado con el partido, con el logotipo del PP minimizado o directamente eliminado de la ecuación, y aliñada con esos vídeos promocionales de aroma añejo en los que una abuela pide a su nieta que no juegue así con Mr. Potato, que “se deje de experimentos”, hicieron el resto. Y Feijóo, el invencible, el gurú de la gestión política en tiempos de pandemia, el plusmarquista nacional del desconfinamiento, el de la desescalada rápida y la cuarentena corta, renovó su condición de presidente de la Xunta de Galicia con 41 escaños y casi el 48% de los votos.

Había pedido el líder popular a sus electores un “resultado estratosférico” para poder gobernar en mayoría, pero obtuvo uno terrenal, mundano en estas tierras, es decir, el de siempre. Ni siquiera la abstención, que se presumía alta, llegó a poner en jaque su plácida victoria. La participación, de hecho, creció cinco puntos con respecto a las elecciones de 2016 y tan solo el sideral, esperanzador e histórico ascenso del BNG con una fantástica candidata a la cabeza (que logró triplicar los últimos resultados del partido aglutinando todo el voto de la izquierda con un programa basado en la agenda social y alejado del secesionismo) consiguió empañar un poco otra noche de gloria de Feijóo. Y es que para certificar su cuarto mandato al frente de la Xunta, el líder del PPdeG recibió ni más ni menos -conviene recordarlo, para cuando proceda- el voto de uno de cada dos gallegos. El castigo electoral, por así llamarlo, terminó recibiéndolo Podemos (y sus diferentes marcas), en parte porque concurrieron a la elecciones sin un plan de acción regional definido; en parte porque sus luchas internas terminaron por debilitar el proyecto conjunto; y en parte porque en Galicia, que no tiene memoria ni parece necesitarla, las Mareas no son nunca un fenómeno estable. El descalabro se tradujo en la salida de la formación morada de un Parlamento gallego que se queda ahora -mala noticia para la democracia- con solo tres partidos con representación en las cortes autonómicas.

Pero para entender la cómoda mayoría absoluta conquistada por Feijóo, es necesario echar la vista un poco más atrás y analizar la fauna autóctona que fue configurando lentamente el hábitat político de la comunidad. El talante y el modus operandi de los dirigentes históricos de un Partido Popular que hunde sus raíces muy profundo en el medio rural. Y es digno de análisis porque podría afirmarse que Feijóo ha sido capaz de aunar con el tiempo, e incluso hacer confluir en su persona, las diferentes corrientes que a punto estuvieron de fracturar el partido en Galicia hace algunos años. Si aquel PPdeG que se debatía entre las boinas y los birretes es ya historia, es porque el reelegido presidente de la Xunta tan pronto usa boina como birrete. Es un líder infalible para gobernar esta tierra, un híbrido perfecto. Tiene la moderación y la ductilidad de un Mariano Rajoy cuya principal virtud fue no representar jamás una amenaza real para el partido (ni para el suyo ni para los de la oposición); ha hecho del clientelismo y la cadena de favores un arma electoral valiosísima (muy en la línea de José Luis Baltar, aquel “cacique bueno”, como el mismo se definía, que gobernó con mano de hierro la Diputación de Ourense durante más de dos décadas); y ha heredado del mismísimo Fraga, el padre del partido en Galicia, su travestismo ideológico, conductual y hasta lingüístico, el de aquel ministro del Franquismo que tras criminalizar y perseguir el uso del gallego, terminó dando discursos a sus electores en la lengua de Castelao y celebrando sus mayorías absolutas a golpe de gaita. Sus raíces rurales, ancladas en Os Peares, un pequeño pueblo de la provincia de Ourense, y esenciales para llegar a un determinado tipo de votante, completan el retrato robot del presidente autonómico perfecto. Un trampantojo. Un transformista. Un impostor.

Por lo demás, los comicios del domingo tuvieron más bien poca historia. O las historias de siempre. Se reportaron casos de monjas acompañando a ancianos a las urnas (o recogiéndolos directamente de esas residencias de mayores que tenían su acceso restringido) y supongo que algunos de los múltiples inmigrantes gallegos fallecidos hace tiempo en Argentina pudieron seguir votando desde la ultratumba a sus líderes de siempre. Pero conviene no engañarse y comenzar a desterrar poco a poco los falsos mitos que siguen dominando el imaginario colectivo. No fueron los viejos (como suele repetirse a modo de mantra por estas latitudes) ni tampoco los muertos, los que propiciaron el triunfo del PP; fueron los jóvenes, fueron los vivos. Los que nunca dudan, ni cuestionan, los del miedo a que cambie lo que nunca cambia y los que creen que más vale cacique conocido. Aquellos que, como el padre de un amigo, revisan antes de las elecciones los escrutinios de los últimos comicios para votar al favorito, para apostar al caballo ganador. Los que votan por rito, tradición o costumbre pero votan siempre, y también los que nunca votan.

Desde el inicio de la crisis sanitaria, en el mes de marzo, mi abuela salió tan solo tres veces de casa. La cuarta fue este domingo, para ir a votar. Tenía miedo de salir a la calle, tenía miedo de contagiarse, pero entendía que su voto, incluso en el país de la mayoría absoluta, era importante. Que era un derecho conquistado, una responsabilidad adquirida. Hay cosas que cambian muy poco en Galicia, pero también personas que creen que las cosas pueden cambiar.

jueves, 9 de julio de 2020

NOSTALGIA DEL FUTURO


Llevaban tanto tiempo aguardando la llegada de la primavera que cuando por fin se produjo no supieron identificarla. Siempre sucedía lo mismo, con todo orden de cosas. Aquellos hombres y mujeres vivían proyectando en el tiempo, persiguiendo y ansiando una vida que no se parecía en nada a la suya, que no tenía nada que ver con la que en realidad tenían, con la que habían llevado siempre. Era una especie de mecanismo de defensa. Construían y proyectaban -me imagino que de forma involuntaria, pero quién sabe- todo aquello que les gustaría ser, que de algún modo podrían ser o que sencillamente serían (si las cosas no fueran como son, claro), para no tener que hacerse cargo de lo que en realidad eran. Sus vidas, plagadas de propósitos de enmienda, de planes perfectos, de segundas y terceras oportunidades, eran siempre mejores mañana. Así les resultaba más fácil continuar, seguir hacia adelante. Era la única manera que conocían de hacerlo. Seguramente también la más sana.

Lo hacían así, de ese modo, porque sabían perfectamente que volver la vista atrás no serviría de nada, porque atrás, más atrás, no había nada. Nada que recordar y nada que defender (como si el simple acto de recordar no fuera ya, por sí mismo, un implacable ejercicio de defensa). Más atrás (es decir, antes) de aquella espera interminable, de aquel obligado ejercicio de paciencia, de aquella primavera ficticia vivida por adelantado tantas veces, de aquella cotidiana construcción de un mañana hipotético, inventado o improbable, había solo un vacío imposible de llenar. Y ese espacio vacío en el que no habían tenido cabida ni siquiera ellos mismos, lo llenaban siempre de futuro. Aceptaban como propia una vida más o menos digna, más o menos vivible, más o menos probable, la moldeaban a su antojo y después la evocaban o la olvidaban, según el caso. Y sentían, como todos, una vez concluido el pesado proceso, una nostalgia tremenda. La nostalgia, en su caso, de un futuro imposible al que no paraban de regresar. Sus pasados, borrados o borrosos, no admitían, después de todo, más opción que la de avanzar.

Los más viejos habían logrado desarrollar con el tiempo una técnica mucho más depurada. Habían imaginado durante tantos años tantas vidas posibles, habían inventado tantos futuros distintos, que les costaba mucho menos regresar, cada vez que lo necesitaban, a esos momentos de fabricada felicidad. Los más jóvenes, en cambio, los que habían muerto menos veces, todavía tendían a pensar, en ocasiones, que el futuro no tenía por qué ser solo una construcción mental. Que también podía ir con ellos. Que todavía se podía elegir, intentar. Se trataba, supongo, de una bravuconería propia de la edad.

Con la primavera llegó el deshielo del Neris, congelado durante todo el invierno, pero bajo la gruesa capa que durante tantos meses había conferido a aquel río su aspecto sólido, no quedó más que un manto inabarcable de agua fría. Todos se marcharon. Y todos volvieron después, cuando los días comenzaron a hacerse de nuevo cada vez más cortos y las noches cada vez más frías, a sus cuarteles de invierno a esperar la primavera. A fantasear con otras vidas posibles, arrebatadas, y con otros futuros improbables o imposibles que poder recordar, llegado el momento, con nostalgia. Llenos de vida. Rotos de esperanza.