Hay cosas
que cambian muy poco en Galicia. Ciclos que en otros lugares duran
cuatro u ocho años, aquí tardan en consumirse 20. O sencillamente
no terminan nunca. Varían los actores, mudan los discursos, bailan
las cifras, pero el resultado general siempre es el mismo. Un bucle
infinito. Porque en el país de la mayoría absoluta hace tiempo que
la pregunta dejó de ser quién ganará las elecciones para
convertirse en por cuánto, a costa de quién o simplemente pese a
qué.
Con su
incontestable triunfo del pasado domingo, Alberto Núñez Feijóo no
solo logró revalidar su mandato emulando las cuatro mayorías
absolutas encadenadas en su momento por Manuel Fraga (1990-2005),
sino que consiguió afianzar todavía más esa sensación de
inmunidad, de imbatibilidad, que transmite el partido en Galicia, un
territorio gobernado en exclusividad por los populares durante 26 de
los últimos 30 años.
Poco importó
la coyuntura social que rodeó la celebración de los comicios; las
protestas persistentes de los trabajadores de Alcoa, el rebrote en A
Mariña lucense, la cuarentena milimétricamente medida de cinco días
o el impresentable cheque restaurante con el que presidente de la
Xunta pretendió recompensar el esfuerzo realizado por el personal
sanitario durante la pandemia. Tampoco pesó demasiado a la hora de
decidir todo lo acontecido un poco antes -que tuvo sus consecuencias
un poco después-, como la privatización sistemática de las
residencias de mayores (en las que perdieron la vida 271 personas, la
mitad de ellas sin recibir ingreso hospitalario), la reducción de
las áreas sanitarias, el ostracismo de los hospitales comarcales, el
recorte presupuestario, las mal llamadas externalizaciones o el
desmantelamiento paulatino y generalizado del sistema de salud
público. La gente, las personas, los gallegos y las gallegas,
votaron a Feijóo porque votar a Feijóo es algo que en Galicia se
hace sin cuestionarse nada más, sin rechistar, sin hacerse
preguntas. Un impulso inevitable. Casi un acto reflejo. Una tos, un
estornudo o una arcada.
Lo más
curioso de todo, sin embargo, es que esta vez el éxito de Feijóo
-un éxito relativo, pues habría ganado de todos modos aunque la
cifra de muertos por Coronavirus hubiese tenido en Galicia más ceros
o más dígitos- tuvo que ver precisamente con su gestión de la
pandemia. Es decir, con su trabajo realizado en una de las zonas de
España menos castigadas por el virus cuando las competencias en
sanidad se encontraban total o parcialmente transferidas como
consecuencia de la declaración del Estado de Alarma. Pura ironía.
Retranca, si se prefiere. La baja tasa de mortalidad -si es que puede
hablarse sin vergüenza de una mortalidad baja- reforzó su imagen y
disparó aún más su popularidad. Una campaña política
personalista, vaciada por completo de cualquier simbolismo
relacionado con el partido, con el logotipo del PP minimizado o
directamente eliminado de la ecuación, y aliñada con esos vídeos
promocionales de aroma añejo en los que una abuela pide a su nieta
que no juegue así con Mr. Potato, que “se deje de experimentos”,
hicieron el resto. Y Feijóo, el invencible, el gurú de la gestión
política en tiempos de pandemia, el plusmarquista nacional del
desconfinamiento, el de la desescalada rápida y la cuarentena corta,
renovó su condición de presidente de la Xunta de Galicia con 41
escaños y casi el 48% de los votos.
Había
pedido el líder popular a sus electores un “resultado
estratosférico” para poder gobernar en mayoría, pero obtuvo uno
terrenal, mundano en estas tierras, es decir, el de siempre. Ni
siquiera la abstención, que se presumía alta, llegó a poner en
jaque su plácida victoria. La participación, de hecho, creció
cinco puntos con respecto a las elecciones de 2016 y tan solo el
sideral, esperanzador e histórico ascenso del BNG con una fantástica
candidata a la cabeza (que logró triplicar los últimos resultados
del partido aglutinando todo el voto de la izquierda con un programa
basado en la agenda social y alejado del secesionismo) consiguió
empañar un poco otra noche de gloria de Feijóo. Y es que para
certificar su cuarto mandato al frente de la Xunta, el líder del
PPdeG recibió ni más ni menos -conviene recordarlo, para cuando
proceda- el voto de uno de cada dos gallegos. El castigo electoral,
por así llamarlo, terminó recibiéndolo Podemos (y sus diferentes
marcas), en parte porque concurrieron a la elecciones sin un plan de
acción regional definido; en parte porque sus luchas internas
terminaron por debilitar el proyecto conjunto; y en parte porque en
Galicia, que no tiene memoria ni parece necesitarla, las Mareas no
son nunca un fenómeno estable. El descalabro se tradujo en la salida
de la formación morada de un Parlamento gallego que se queda ahora
-mala noticia para la democracia- con solo tres partidos con
representación en las cortes autonómicas.
Pero para
entender la cómoda mayoría absoluta conquistada por Feijóo, es
necesario echar la vista un poco más atrás y analizar la fauna
autóctona que fue configurando lentamente el hábitat político de
la comunidad. El talante y el modus operandi de los dirigentes
históricos de un Partido Popular que hunde sus raíces muy profundo
en el medio rural. Y es digno de análisis porque podría afirmarse
que Feijóo ha sido capaz de aunar con el tiempo, e incluso hacer
confluir en su persona, las diferentes corrientes que a punto
estuvieron de fracturar el partido en Galicia hace algunos años. Si
aquel PPdeG que se debatía entre las boinas y los birretes es ya
historia, es porque el reelegido presidente de la Xunta tan pronto
usa boina como birrete. Es un líder infalible para gobernar esta
tierra, un híbrido perfecto. Tiene la moderación y la ductilidad de
un Mariano Rajoy cuya principal virtud fue no representar jamás una
amenaza real para el partido (ni para el suyo ni para los de la
oposición); ha hecho del clientelismo y la cadena de favores un arma
electoral valiosísima (muy en la línea de José Luis Baltar, aquel
“cacique bueno”, como el mismo se definía, que gobernó con mano
de hierro la Diputación de Ourense durante más de dos décadas); y
ha heredado del mismísimo Fraga, el padre del partido en Galicia, su
travestismo ideológico, conductual y hasta lingüístico, el de
aquel ministro del Franquismo que tras criminalizar y perseguir el
uso del gallego, terminó dando discursos a sus electores en la
lengua de Castelao y celebrando sus mayorías absolutas a golpe de
gaita. Sus raíces rurales, ancladas en Os Peares, un pequeño pueblo
de la provincia de Ourense, y esenciales para llegar a un determinado
tipo de votante, completan el retrato robot del presidente autonómico
perfecto. Un trampantojo. Un transformista. Un impostor.
Por lo
demás, los comicios del domingo tuvieron más bien poca historia. O
las historias de siempre. Se reportaron casos de monjas acompañando
a ancianos a las urnas (o recogiéndolos directamente de esas
residencias de mayores que tenían su acceso restringido) y supongo
que algunos de los múltiples inmigrantes gallegos fallecidos hace
tiempo en Argentina pudieron seguir votando desde la ultratumba a sus
líderes de siempre. Pero conviene no engañarse y comenzar a
desterrar poco a poco los falsos mitos que siguen dominando el
imaginario colectivo. No fueron los viejos (como suele repetirse a
modo de mantra por estas latitudes) ni tampoco los muertos, los que
propiciaron el triunfo del PP; fueron los jóvenes, fueron los vivos.
Los que nunca dudan, ni cuestionan, los del miedo a que cambie lo que
nunca cambia y los que creen que más vale cacique conocido. Aquellos
que, como el padre de un amigo, revisan antes de las elecciones los
escrutinios de los últimos comicios para votar al favorito, para
apostar al caballo ganador. Los que votan por rito, tradición o
costumbre pero votan siempre, y también los que nunca votan.
Desde el
inicio de la crisis sanitaria, en el mes de marzo, mi abuela salió
tan solo tres veces de casa. La cuarta fue este domingo, para ir a
votar. Tenía miedo de salir a la calle, tenía miedo de contagiarse,
pero entendía que su voto, incluso en el país de la mayoría
absoluta, era importante. Que era un derecho conquistado, una
responsabilidad adquirida. Hay cosas que cambian muy poco en Galicia,
pero también personas que creen que las cosas pueden cambiar.