> Palabras y Placebos: octubre 2020

miércoles, 14 de octubre de 2020

EL DÍA DEL EUFEMISMO

Dice la RAE que un eufemismo es una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Tomando en cuenta esta definición, tal vez el 12 de octubre debería ser rebautizado como el “Día del Eufemismo”, porque llamarlo por su nombre, al parecer, es todavía, cinco siglos después, demasiado duro o malsonante para algunos. Y es que nada o casi nada de lo que se hace, se dice y se conmemora este día, guarda un mínimo de consideración semántica con la efeméride a la que alude. Todo es suavidad y decoro formal, o lo que es lo mismo, ausencia de rigor, de dignidad y de respeto.  

El “Día de la Hispanidad”, nombre que recibe en España la jornada en la que se conmemora el desembarco de Cristóbal Colón en Guanahuaní (Bahamas), el 12 de octubre de 1492, bien podría denominarse el “Día de la Conquista de América”, el “Día de la Expansión Imperialista”, el “Día de la Cruzada Cristiana” o, directamente, el “Día del Genocidio”, por aquello de economizar palabras. La visión etnocentrista de los hechos, tan propia de occidente, explica su actual designación.

Lo que se entiende menos, en el caso particular de España, que el pasado lunes volvió a sacar brillo a sus banderas y a algunas de sus desteñidas instituciones para vestirse de fiesta, es la liturgia de la ceremonia, la forma de celebrar. Todo ese protocolo de tanques y aeronaves. Cuesta entender el sentido de semejante despliegue militar para honrar una fecha que conmemora, presuntamente, el diálogo entre culturas. Sacar a las fuerzas armadas a la calle, organizar un solemne desfile militar y acompañarlo de acrobacias aéreas, no se antoja, a simple vista, la manera más coherente de festejar un hermanamiento.

Igualmente curioso -por no decir casi delirante- es el nombre que recibe dicha festividad en algunos países latinoamericanos. El “Día de la Raza” es el más extendido de todos. Así llaman al 12 de octubre -formal o informalmente y con algunas variaciones- en Chile, Colombia, Costa Rica, México, Honduras o El Salvador. Así se llamaba también en la España franquista. Pero lo verdaderamente delirante no es el nombre en sí mismo -de un supremacismo difícil de enmascarar- sino la alusión a un concepto, el de raza, que además de suponer una auténtica aberración biogenéticamente hablando, fue el utilizado precisamente por los colonos para justificar su invasión. “El Día del Respeto a la Diversidad Cultural” (Argentina); el “Día de la interculturalidad y la plurinacionalidad” (Ecuador); el “Día de la resistencia Indígena, Negra y Popular (Nicaragua); el “Día de los Pueblos Originarios y del Diálogo Intercultural” (Perú); o el “Día de la Resistencia Indígena” (Venezuela) sí que parecen querer reivindicar al bando oprimido. Me imagino que hay tantas denominaciones posibles para la fecha como maneras de interpretar la historia. O de querer edulcorarla.

Pero resulta difícil, muy difícil, edulcorar, si se tiene un poco de perspectiva, un mínimo de sentido crítico, lo sucedido en el continente americano durante más de cuatro siglos. Hace falta mucho azúcar para tragarse la historia de la expansión cultural, del progreso, de la lengua, de la fe cristiana, de los animales de carga, la rueda, el papel o la pólvora (sobre todo la pólvora). Hace falta mucho azúcar para que sepan bien 60, 70 u 80 millones de muertos, según la fuente. Para poder digerirlos. Es necesario hacer una lectura muy sesgada, muy parcial de los acontecimientos, para quedarse con que las Leyes de Burgos (1512) humanizaban la figura de los esclavos, les reservaban ciertas libertades y podrían ser consideradas, como afirman todavía algunos expertos, precursoras del ordenamiento internacional en materia de derechos humanos. Es sesgado porque significa obviar todo lo otro; la encomienda, el requerimiento, los visitadores. Todas esas instituciones creadas en el continente para obligar a las personas, ya esclavizadas, a abrazar la religión bajo amenaza de muerte. Porque los todavía rebeldes, los todavía pecadores, los todavía infieles, sí que podían ser exterminados por derecho. “Guerra justa”, le llamaban en ese tiempo. Aunque lo que estaban cometiendo, en realidad, de manera también pionera, era un genocidio, es decir, “el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Llamarlo hoy de otra manera implica necesariamente utilizar otro eufemismo.

Volviendo al 12 de octubre, es decir, a la conmemoración anual de la efeméride, no puedo evitar acordarme de todos esos eufemismos que siguen vigentes hoy en día y que tienen su origen, de una manera u otra, en la llamada “conquista” o “descubrimiento” de América. En Chile, por ejemplo, hay quienes continúan refiriéndose a España como la madre patria, aunque dudo mucho que tal designación tenga algo que ver, a estas alturas, con su poder reproductivo. Supongo que atiende más bien a su capacidad de influencia, de control. Cómo explicar si no que 528 años después de desembarcar en el continente y expoliar sus recursos naturales, servicios e infraestructuras básicas como el agua, las carreteras o el sistema de transporte sigan estando hoy en manos de multinacionales españolas.

Porque esa es también una herencia colonial, perfectamente visible a lo largo y ancho de América Latina. Esa huella indeleble de quienes nunca llegaron a marcharse; de quienes volvieron, pasado un tiempo, para derrapar por las autopistas recién inauguradas del neoliberalismo; o de los que se fueron dejando escrito en un papel, antes de irse, un número de cuenta y un domicilio fiscal. Porque en Chile, en este Chile, pero también en México, Perú, Argentina, Colombia y tantas otras ex colonias de ultramar, la madre patria, la infanticida madre patria, rejuvenecida hoy, europeizada, inflada de botox y de Ibex 35, no ha dejado nunca de ejercer su tutela.

El mal llamado conflicto mapuche, es decir, la reivindicación por parte de las comunidades y los pueblos originarios de la región de su espacio de identidad cultural y de sus tierras ancestrales, es también una extensión, una prolongación y una consecuencia directa de aquellos siglos de dominio. La estigmatización y la persecución que padecen hunde sus raíces también en aquella época. Porque la existencia de esa madre patria anula toda posibilidad de construcción de una identidad y una cultura propias. Y segrega. También segrega. Afirmaciones del tipo: “Yo no soy descendiente de mapuches, soy descendiente de europeos”, tan comunes y repetidas en las calles chilenas, son, en mi opinión, altamente peligrosas. Porque es muy dañina y muy injusta esa concepción de los hechos. Porque declararse con orgullo hijo único de la colonización implica también, de alguna manera, negar el genocidio. Y el negacionismo suele ser un mal aliado del progreso. Lo explicaba muy bien Eduardo Galeano: “La guerra vecinal es una especialidad latinoamericana. Hemos sido diseñados, como países, para odiarnos entre nosotros. Es lo peor de la herencia colonial. Hay otras herencias coloniales, como la de la impotencia. Esa que te dice: 'Nunca vas a poder, eso no se puede, nunca vas a ser capaz'. La condena de ser espectadores de la historia hecha por otros”. Una historia que regresa cada 12 de octubre, cada vez más romantizada, más neutral y más aséptica. Cada vez con más espectadores excluidos del juego.  


miércoles, 7 de octubre de 2020

TODOS LOS DÍAS ES OCTUBRE

No pudieron elegir un lugar más representativo para intentar matarlo. No pudieron escoger un enclave más simbólico que el puente Pío Nono, esa lengua de cemento que comunica el barrio Bellavista con la rebautizada Plaza Dignidad, bastión de todas las protestas durante el estallido social. No pudieron seleccionar tampoco un escenario de fondo más expresivo que ese río Mapocho que es mucho más metáfora que río; ni un marco temporal más paradigmático que octubre. Aunque hace tiempo ya que en Chile siempre es octubre.

Sucedió el pasado viernes, durante el transcurso de una de esas protestas que son el pan de cada día en Santiago desde hace 12 meses, y en las que se protesta, precisamente, porque no falte el pan cada día sobre la mesa. Un manifestante de 16 años fue empujado por un carabinero al río Mapocho desde la cornisa del puente, situada a unos ocho metros de altura. Lo vieron todos. Se fracturó las muñecas y sufrió un severo traumatismo craneoencefálico que a punto estuvo de costarle la vida. La brigada de las fuerzas especiales desplegada en el lugar se negó a prestarle auxilio. Las aguas del Mapocho, ese río embravecido y poco profundo; esa cicatriz de agua; esa vena abierta que recorre toda la ciudad dividiendo y segregando, seleccionando y clasificando a sus habitantes; se tiñeron entonces de rojo con la sangre de un adolescente, de un niño al que los funcionarios públicos encargados de su protección intentaron matar primero y dejaron morir más tarde.

Pero no murió. Anthony Araya no murió porque otros lo salvaron. Lo recogieron del lecho del río, donde yacía inconsciente y bocabajo, y lo trasladaron a la clínica Santa María, el centro hospitalario en el que días más tarde los agentes del orden volvieron a cargar contra sus familiares y amigos, allí concentrados, y donde hoy se recupera de sus graves lesiones en calidad de detenido. No de víctima. De detenido. Detenido, tal vez, porque la versión oficial de Carabineros continúa insistiendo -pese a la incontestable evidencia de las imágenes- en la existencia de un forcejeo previo que jamás llegó a producirse. O porque tras revisar esas mismas evidencias, los principales medios de comunicación del país prefirieron contar la historia a su manera disfrazando de “caída involuntaria” un intento de homicidio frustrado. Y es que Anthony Araya no se tiró al río, lo tiraron. No se precipitó desde lo alto del puente, lo empujaron. No estuvo a punto de morir, sino muy cerca de ser asesinado.

En diciembre del año pasado, el mismo gobierno que hoy investiga a Araya en régimen de detenido, no dudó en presentar una querella criminal contra dos manifestantes acusados de lanzar al río, en pleno estallido social y desde el puente Pío Nono, una motocicleta de Carabineros. Era el mismo río. Exactamente el mismo puente. Pero era una motocicleta y no un niño de 16 años. Cuesta entender esa doble moral, descifrar ese doble rasero. Cuesta aceptar que pueda existir un sistema en el que valga menos la vida de una persona que un amasijo de hierros.

Así comenzó octubre, este octubre, en aquel lado del océano. Como si fuera todavía octubre del año pasado, como si no hubiera cambiado nada, como si no hubiera pasado el tiempo. Siempre he tenido la impresión de que en Chile no han sabido hacerse bien las cuentas de la historia. Y por eso el resultado nunca cuadra. No puede dar exacto. Siempre hay algún número colgando, alguna cifra en la operación que arrastras, que te llevas y que al final acaba volviendo. Por eso hoy se ha vuelto a luchar por lo mismo por lo que se luchaba antes. Las mismas libertades y los mismos derechos. Y por eso esta violencia, esta brutalidad policial, estatal, sistemática y sistémica, recuerda tanto a la de aquellos años de dictadura. Porque el pasado, en un país que no ha encontrado aún reparación ni justicia, es como un boomerang; siempre vuelve.

Y es precisamente también por eso que resulta imposible interpretar o tratar de entender este nuevo estallido social, este nuevo octubre chileno, desligándolo de ese otro octubre de hace 12 meses. Porque hay sangre en el río y las heridas siguen abiertas. Porque según los datos del Ministerio de Salud de Chile, más de 13.000 personas resultaron heridas el año pasado durante los dos primeros meses de protestas. Porque se registraron en la Fiscalía más de 2.500 denuncias por violaciones de los derechos humanos, de las cuales al menos 1.500 guardaban relación con algún tipo de tortura o trato degradante, y más de un centenar denunciaban algún delito de carácter sexual protagonizado por funcionarios públicos. Porque murieron al menos 31 personas. Porque según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) se empleó en Chile durante dicho período contra los manifestantes “armamento de uso militar y munición real potencialmente letal de manera injustificada, generalizada e indiscriminada, apuntando en ocasiones a la cabeza”. Porque se registraron más de 350 casos de traumas y lesiones oculares como consecuencia de esos disparos. Porque de acuerdo a la información recogida en el último informe de Amnistía Internacional para América Latina y el Caribe, durante los meses que duró el estallido social se atropelló a manifestantes, se empleó la violencia contra personas ya detenidas, se hizo un uso excesivo de los gases lacrimógenos, se suspendieron derechos y libertades básicas con la declaración del Estado de Emergencia y quedó probado el ejercicio, por parte de las fuerzas del orden, de actos de “represión policial, tortura y detenciones masivas”.

Todo eso ocurrió hace menos de un año, mientras las chilenas y los chilenos protestaban en la calle por la subida en el precio del transporte público, por la privatización del agua, la salud, la educación o las pensiones, por la precariedad laboral, por la ausencia de cualquier política de paridad de género o por la estigmatización y criminalización sistemática de los pueblos indígenas, entre otras cuestiones. Fue en octubre, antes de conquistar en las calles la celebración de un Plebiscito para reformar la constitución, que se llevará a cabo finalmente el próximo día 25. Antes de que la pandemia del Coronavirus sofocase la revolución, se cobrase la vida de más de 13.000 personas y pusiese al descubierto todas esas flaquezas del sistema que los manifestantes denunciaban. Antes de que Anthony Araya fuera lanzado al río por un agente uniformado.

Es por eso que esta revolución que hoy prosigue y avanza con ánimo renovado es, en realidad, aquella misma revolución del octubre pasado. Una revolución enorme que reclama, en realidad, condiciones mínimas, que no demanda nada ilógico ni irrealizable. Porque la revolución, a fin de cuentas, no suele versar casi nunca sobre conseguir algo más, sino sobre recuperar algo que faltaba. La revolución chilena cumple este mes un año en marcha y tiene rostro de niño. Y de mujer. Y de mapuche. Hace tiempo que en Chile todos los días es octubre.