Yo crecí en una época en la que
en España estaba de moda ser juancarlista. Había otras corrientes,
claro, pero esa era la mayoritaria. Había republicanos, porque nunca
habían llegado a marcharse del todo; había monárquicos, porque la
corona es algo de lo que en este país siempre se habla pero nunca se
discute; y había personas a las que les traía sin cuidado -y les
sigue importando poco- vivir bajo una forma de gobierno u otra. Pero
lo que más había, los que realmente abundaban en aquel tiempo, eran
los juancarlistas.
“Yo no soy monárquico, soy
juancarlista”, solían decir sin titubeos, como si se tratara de
cosas realmente diferentes, marcando distancia al hacerlo, al
decirlo, entre el líder al que veneraban y la institución a la que
este representaba, entre el rey y la corona. Eran tantos los
juancarlistas, tan fieles y devotos, y era tal su nivel de gratitud
hacia la figura de Juan Carlos I, que los índices de popularidad del
monarca no dejaron de crecer durante décadas. El culto a la
personalidad del jefe de estado, la beatificación y la sublimación
de su carisma y una propaganda mediática inquebrantable,
milimétricamente estudiada, hicieron el resto. Hasta que un día,
por fin, para disfrute de los juancarlistas, el rey dejó de ser el
rey para convertirse sencillamente en Juan Carlos. Aquel día se
abrió también la veda, la barra libre. En sentido literal y
figurado.
Nadie o casi nadie se había
detenido a analizar antes cómo el rey Juan Carlos había llegado a
convertirse en rey. O, mejor dicho, a nadie parecía importarle lo
más mínimo. Porque su honradez y su talante compensaban
sobradamente su vida y su obra y porque se trataba de dos valores que
habían estado siempre fuera de toda duda. Juan Carlos había logrado
granjearse además con el tiempo la fama de hombre común, de tipo
corriente y de rey campechano, un oxímoron, por cierto, este último,
de muy mal gusto. La manipulación y el lavado de imagen llevados a
cabo desde diferentes ámbitos y esferas para justificar y perpetuar
su reinado, había sido, por lo demás, asombroso. Todo encajaba,
aunque faltaran piezas. El príncipe rescatado del exilio,
apadrinado, educado y finalmente investido rey por Franco, había
conseguido pasar a la historia convertido en el padre de la
democracia. El hombre escondido tras el simulacro del 23-F había
logrado erigirse en salvador de la Transición. Y el niño que con 18
años había matado sin querer a su hermano Alfonso, de 14, de un
disparo en la cabeza, era hoy un anciano de una integridad moral
inapelable. Y los juancarlistas sacaban pecho. Porque eran
juancarlistas, no monárquicos.
Pero en 2012 las cosas comenzaron
a torcerse. Las aficiones especiales, las filias especiales y hasta
las amigas especiales del intachable rey Juan Carlos, que todos
conocían pero que a nadie molestaban, que eran competencia suya y no
del resto de los españoles, que no eran ni siquiera materia de
estado sino, en fin, asuntos de Juan Carlos, se confabularon para
jugarle una mala pasada. El rey se fracturó la cadera cazando
elefantes en Botsuana en compañía de una de sus amantes mientras en
España la crisis apretaba como una soga a casi todos los que no
habían podido permitirse salir aquel fin de semana de safari. “Lo
siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir”, manifestó días
después, en rueda de prensa y con rostro afligido, el jefe de
estado. Y los juancarlistas, claro, lo consolaron.
Aquel pequeño escándalo, sin
embargo, terminó por abrir la caja de pandora. Porque Corrina
Larsen, la mujer con la que cazaba elefantes en Botsuana, reconoció
poco después haber actuado como testaferro del rey, poniendo a la
Fiscalía sobre la pista de unas cuentas abiertas a nombre del
monarca en Suiza. Comenzaron a aparecer entonces las adjudicaciones
del AVE a la Meca, las donaciones millonarias procedentes de Arabia
Saudí, los indicios de corrupción y, finalmente, la sospecha más
que fundada de un presunto delito de blanqueo de capitales. Para
entonces, Juan Carlos I ya había abdicado en su hijo, Felipe VI,
reservándose el título honorífico de rey emérito y asegurándose
de paso una asignación bruta de 194.232 euros al año. Los
juancarlistas aplaudieron también este gesto, la honestidad del
monarca y su integridad moral a la hora de renunciar a su cargo.
Este mismo año, en plena crisis
sanitaria y en un país gobernado por una monarquía bicéfala, es
decir, duplicada, con dos reyes a la cabeza de una misma familia y
dos asignaciones reservadas de los presupuestos del estado, se llegó
a solicitar hasta en tres ocasiones la creación de una comisión en
el Congreso de los Diputados para investigar las presuntas
irregularidades cometidas por el rey emérito. Pero ninguna logró
prosperar. Y todo siguió su curso normal, su curso de siempre, hasta
que este mismo lunes vio la luz la famosa carta de despedida de Juan
Carlos, el rey campechano. No iba dirigida al conjunto de los
españoles, a los obstinados juancarlistas, a los republicanos, ni a
los monárquicos, sino a su propio hijo. Estaba escrita de rey a
rey. En ella, y en un último alarde de altura política, honradez
humana e integridad moral, el rey emérito, el inviolable, el
intocable, blindado ya por constitución, justicia, medios de
comunicación y partidos políticos, anunciaba su intención de
instalarse fuera del país “por la repercusión pública” -decía-
“que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida
privada”.
Que ayer, es decir, un día
después del esperpéntico anuncio, ni uno solo de los grandes
diarios generalistas de este país se haya atrevido a tildar
abiertamente en su portada de engaño, subterfugio o artimaña la
maniobra perpetrada por Juan Carlos I para tratar de burlar a la
justicia, habla mucho del pobre estado del periodismo actual, del
extraordinario poder de los grupos que lo manejan y de la amenaza
real que representa el empleo sistemático de los medios de
comunicación con fines propagandísticos.
Porque limitarse a encabezar la
información principal de un periódico con titulares del tipo: “El
rey emérito se va”, “se marcha” o “abandona España”, no
es solo algo intencionadamente reduccionista, es también una falta
de respeto grave, muy grave. A la verdad de los hechos y a la
inteligencia de los lectores. Omitir de manera deliberada la
información principal, es decir, callar sobre aquello que convierte
a una noticia en noticia, suele decir a menudo mucho cosas.
Frivolizar, relativizar o restarle importancia a un asunto que guarda
relación con el cobro, de manera presuntamente ilegal, de tres
comisiones valoradas en más de 300 millones de euros, no solo pone
en tela de juicio la ética profesional de un medio sino que lo
convierte automáticamente en cómplice. Y ayer (también otros
días, pero sobre todo ayer) el rey emérito volvió a contar con la
total complicidad y condescendencia de sus fieles aliados de siempre.
Los juancarlistas. La noticia no era, no podía ser, que el rey se
marchaba de viaje. La noticia era que el rey huía del país mientras
estaba siendo investigado por la Fiscalía por un presunto delito
fiscal de corrupción y blanqueo de capitales. Porque las vacaciones
pagadas por todos de un rey hace tiempo que dejaron de ser noticia.
El rey emérito -conviene al menos
tratar de dejar este punto claro- no es un exiliado, un desplazado,
un refugiado o un migrante, ni siquiera un turista, es un fugitivo
con todos los privilegios intactos y un prófugo de la justicia.