> Palabras y Placebos: agosto 2020

miércoles, 19 de agosto de 2020

LAS BABAS DEL VERANO

Las últimas babas del verano

desovando como tortugas en la noche.

Las huellas de otros pasos 

que mordieron el anzuelo,

que perdieron la memoria.


En la orilla,

la lluvia efervescente de los mares, 

el frío champán que beben los cangrejos, 

el sueño gris de la garza blanca, 

el océano cojo y remoto.


Ni rastro de arrecifes de coral,

tan solo la calma sosegada,

el ritmo lento,

el vuelo raso de los dedos de los pies

deseando atrapar un racimo de viento. 


Bajo la arena, 

comienza a adivinarse la tormenta.

Se marchan todos.

Sólo quedan las babas del verano

desovando como tortugas en la noche.

Y las huellas de otros pasos

que perdieron el anzuelo,

que mordieron la memoria.

miércoles, 5 de agosto de 2020

EL PRÓFUGO

Yo crecí en una época en la que en España estaba de moda ser juancarlista. Había otras corrientes, claro, pero esa era la mayoritaria. Había republicanos, porque nunca habían llegado a marcharse del todo; había monárquicos, porque la corona es algo de lo que en este país siempre se habla pero nunca se discute; y había personas a las que les traía sin cuidado -y les sigue importando poco- vivir bajo una forma de gobierno u otra. Pero lo que más había, los que realmente abundaban en aquel tiempo, eran los juancarlistas. 

Yo no soy monárquico, soy juancarlista”, solían decir sin titubeos, como si se tratara de cosas realmente diferentes, marcando distancia al hacerlo, al decirlo, entre el líder al que veneraban y la institución a la que este representaba, entre el rey y la corona. Eran tantos los juancarlistas, tan fieles y devotos, y era tal su nivel de gratitud hacia la figura de Juan Carlos I, que los índices de popularidad del monarca no dejaron de crecer durante décadas. El culto a la personalidad del jefe de estado, la beatificación y la sublimación de su carisma y una propaganda mediática inquebrantable, milimétricamente estudiada, hicieron el resto. Hasta que un día, por fin, para disfrute de los juancarlistas, el rey dejó de ser el rey para convertirse sencillamente en Juan Carlos. Aquel día se abrió también la veda, la barra libre. En sentido literal y figurado.

Nadie o casi nadie se había detenido a analizar antes cómo el rey Juan Carlos había llegado a convertirse en rey. O, mejor dicho, a nadie parecía importarle lo más mínimo. Porque su honradez y su talante compensaban sobradamente su vida y su obra y porque se trataba de dos valores que habían estado siempre fuera de toda duda. Juan Carlos había logrado granjearse además con el tiempo la fama de hombre común, de tipo corriente y de rey campechano, un oxímoron, por cierto, este último, de muy mal gusto. La manipulación y el lavado de imagen llevados a cabo desde diferentes ámbitos y esferas para justificar y perpetuar su reinado, había sido, por lo demás, asombroso. Todo encajaba, aunque faltaran piezas. El príncipe rescatado del exilio, apadrinado, educado y finalmente investido rey por Franco, había conseguido pasar a la historia convertido en el padre de la democracia. El hombre escondido tras el simulacro del 23-F había logrado erigirse en salvador de la Transición. Y el niño que con 18 años había matado sin querer a su hermano Alfonso, de 14, de un disparo en la cabeza, era hoy un anciano de una integridad moral inapelable. Y los juancarlistas sacaban pecho. Porque eran juancarlistas, no monárquicos.

Pero en 2012 las cosas comenzaron a torcerse. Las aficiones especiales, las filias especiales y hasta las amigas especiales del intachable rey Juan Carlos, que todos conocían pero que a nadie molestaban, que eran competencia suya y no del resto de los españoles, que no eran ni siquiera materia de estado sino, en fin, asuntos de Juan Carlos, se confabularon para jugarle una mala pasada. El rey se fracturó la cadera cazando elefantes en Botsuana en compañía de una de sus amantes mientras en España la crisis apretaba como una soga a casi todos los que no habían podido permitirse salir aquel fin de semana de safari. “Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir”, manifestó días después, en rueda de prensa y con rostro afligido, el jefe de estado. Y los juancarlistas, claro, lo consolaron.

Aquel pequeño escándalo, sin embargo, terminó por abrir la caja de pandora. Porque Corrina Larsen, la mujer con la que cazaba elefantes en Botsuana, reconoció poco después haber actuado como testaferro del rey, poniendo a la Fiscalía sobre la pista de unas cuentas abiertas a nombre del monarca en Suiza. Comenzaron a aparecer entonces las adjudicaciones del AVE a la Meca, las donaciones millonarias procedentes de Arabia Saudí, los indicios de corrupción y, finalmente, la sospecha más que fundada de un presunto delito de blanqueo de capitales. Para entonces, Juan Carlos I ya había abdicado en su hijo, Felipe VI, reservándose el título honorífico de rey emérito y asegurándose de paso una asignación bruta de 194.232 euros al año. Los juancarlistas aplaudieron también este gesto, la honestidad del monarca y su integridad moral a la hora de renunciar a su cargo.

Este mismo año, en plena crisis sanitaria y en un país gobernado por una monarquía bicéfala, es decir, duplicada, con dos reyes a la cabeza de una misma familia y dos asignaciones reservadas de los presupuestos del estado, se llegó a solicitar hasta en tres ocasiones la creación de una comisión en el Congreso de los Diputados para investigar las presuntas irregularidades cometidas por el rey emérito. Pero ninguna logró prosperar. Y todo siguió su curso normal, su curso de siempre, hasta que este mismo lunes vio la luz la famosa carta de despedida de Juan Carlos, el rey campechano. No iba dirigida al conjunto de los españoles, a los obstinados juancarlistas, a los republicanos, ni a los monárquicos, sino a su propio hijo. Estaba escrita de rey a rey. En ella, y en un último alarde de altura política, honradez humana e integridad moral, el rey emérito, el inviolable, el intocable, blindado ya por constitución, justicia, medios de comunicación y partidos políticos, anunciaba su intención de instalarse fuera del país “por la repercusión pública” -decía- “que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada”.

Que ayer, es decir, un día después del esperpéntico anuncio, ni uno solo de los grandes diarios generalistas de este país se haya atrevido a tildar abiertamente en su portada de engaño, subterfugio o artimaña la maniobra perpetrada por Juan Carlos I para tratar de burlar a la justicia, habla mucho del pobre estado del periodismo actual, del extraordinario poder de los grupos que lo manejan y de la amenaza real que representa el empleo sistemático de los medios de comunicación con fines propagandísticos.

Porque limitarse a encabezar la información principal de un periódico con titulares del tipo: “El rey emérito se va”, “se marcha” o “abandona España”, no es solo algo intencionadamente reduccionista, es también una falta de respeto grave, muy grave. A la verdad de los hechos y a la inteligencia de los lectores. Omitir de manera deliberada la información principal, es decir, callar sobre aquello que convierte a una noticia en noticia, suele decir a menudo mucho cosas. Frivolizar, relativizar o restarle importancia a un asunto que guarda relación con el cobro, de manera presuntamente ilegal, de tres comisiones valoradas en más de 300 millones de euros, no solo pone en tela de juicio la ética profesional de un medio sino que lo convierte automáticamente en cómplice. Y ayer (también otros días, pero sobre todo ayer) el rey emérito volvió a contar con la total complicidad y condescendencia de sus fieles aliados de siempre. Los juancarlistas. La noticia no era, no podía ser, que el rey se marchaba de viaje. La noticia era que el rey huía del país mientras estaba siendo investigado por la Fiscalía por un presunto delito fiscal de corrupción y blanqueo de capitales. Porque las vacaciones pagadas por todos de un rey hace tiempo que dejaron de ser noticia.

El rey emérito -conviene al menos tratar de dejar este punto claro- no es un exiliado, un desplazado, un refugiado o un migrante, ni siquiera un turista, es un fugitivo con todos los privilegios intactos y un prófugo de la justicia.