> Palabras y Placebos: mayo 2020

miércoles, 27 de mayo de 2020

APENAS PAISAJE


Hay una frase de Nicanor Parra que siempre me ha gustado. Forma parte de un poema que el antipoeta chileno le dedica a su patria. Dice: “Creemos ser país / y la verdad es que somos apenas paisaje”. Estos días he vuelto a acordarme de ella. Supongo que mientras asistía a la contemplación de las cosas que están sucediendo últimamente en España. Mientras trataba de vislumbrar ese país que presuntamente se esconde tras el paisaje.

Vivimos tiempos peligrosos, tiempos contaminados. No por culpa del virus -o al menos no solo por eso-, sino por la crudeza, el rigor y el grado de detalle con el que este virus nos está radiografiando, presentándonos como la sociedad disfuncional que en realidad somos. Habitamos -ya lo hacíamos antes, pero ahora se ha vuelto, si cabe, aún más evidente- un país polarizado, fracturado. Un país cuyas diferencias son ya irreconciliables porque sin memoria no hay futuro posible y este país no la tiene. Y el problema no es solo que no la tiene, es que hay personas, grupos, partidos políticos, que se jactan de que no la tenga. Y que han empezado a construir una idea de país basado en la mofa y la falta de respeto hacia su propia historia.

Es este un país en donde se exhuma con honores militares el esqueleto de un dictador mientras a cientos de personas les siguen negando los huesos de sus familiares. Familias desmembradas que continúan buscando esos huesos porque buscar el perdón, la reparación o el reconocimiento es en este país un delito tipificado. Un derecho prescrito. Un asunto del pasado. Un país, este, en el que se inhabilita de por vida a jueces -o se les declara incompetentes para perseguir los crímenes del franquismo- mientras torturadores profesionales, genocidas, como Antonio González Pacheco (alias Billy el Niño) mueren en una cama de hospital con sus infladas pensiones públicas y todas sus condecoraciones intactas. Sin cargo alguno en su contra por sus delitos de lesa de humanidad y sin cargo de conciencia.

Vivimos en un país -y esto es muy serio- en el que se sigue criminalizando una manifestación feminista, la del 8M, celebrada antes de la declaración de la pandemia (el 11 de marzo) al mismo tiempo que se relativizan las orquestadas por la extrema derecha en pleno estado de alarma. Dicho de otra manera; ser mujer y salir a la calle a manifestarte con una pancarta morada cuando no existe restricción alguna a la movilidad es mucho más grave que hacerlo con enseñas fascistas cuando están prohibidas las aglomeraciones. Fascistas, digo, porque esa bandera que lleva grabada el águila de San Juan no es una bandera preconstitucional, es una bandera franquista. Y enarbolarla, que no es delito en este país desmemoriado pero sí en muchos otros, es hacer apología del fascismo. Algo que, por cierto, tampoco está penado.

De entre las oscuras teorías que se escuchan estos días, creo que la perorata del 8M como vector de contagio masivo en España es, sin lugar a dudas, la más ridícula de todas. No solo porque es absurda, sino porque es también interesada. Creo que lo que en realidad duele a quienes siguen tratando de endosar a dicha manifestación toda la responsabilidad de la propagación del coronavirus no es la manifestación en sí misma, la congregación de mujeres ese domingo, sino su extraordinario poder de convocatoria, su popularidad. Su éxito, en definitiva. Lo que convierte el 8M en el chivo expiatorio perfecto es el respaldo que tuvo la protesta y la incomodidad que siguen generando en determinados sectores las consignas y demandas que aquel día se escucharon en la calle. Si aquella manifestación hubiera sido de otra índole, si no levantase tanto resquemor en determinadas esferas, no la habrían tildado de inoportuna. El 8 de marzo, el Covid 19 se había cobrado la vida de 17 personas en España. El día de la denominada “caravana por la libertad” convocada por VOX, los muertos ascendían a más de 27.000.

Pero ahí no termina todo. Puede que la memoria sea frágil, pero cualquier buen aficionado al fútbol debería ser capaz de recordar que aquel famoso 8 de marzo el Osasuna jugó contra el Espanyol en El Sadar, el Valladolid contra el Athletic en el Nuevo Zorrilla, el Levante contra el Granada en el Ciutat de València, el Villarreal contra el Leganés en el Estadio de la Cerámica y el Betis contra el Real Madrid en el Benito Villamarín. Todos ellos lo hicieron con público. Solamente el encuentro disputado en Sevilla congregó en las gradas a 51.521 personas. También hubo aglomeraciones ese domingo en el Rayo Vallecano-Elche, el Málaga-Zaragoza, el Alcorcón-Mirandés, el Sporting-Las Palmas o el Tenerife-Ponferradina, por consignar tan solo los partidos celebrados en el marco del fútbol profesional. Pero claro, cómo responsabilizar al fútbol de una pandemia.

Casi todo lo que está sucediendo últimamente en este país es díficil de explicar. O tal vez tiene una explicación tan fácil, tan simple, que cuesta aceptarla. Cuesta aceptar que las fuerzas de seguridad del estado que reprimieron con tanta violencia la celebración de un referéndum en Cataluña sean las mismas que hoy actúan con tanta condescendencia en Núñez de Balboa. Cuesta entender que se pueda ilegalizar a una formación política porque no condena la violencia terrorista mientras se da cabida en el Congreso a otra que justifica los crímenes del franquismo. O que tampoco los condena. Cuesta creer que sea posible comparar una protesta en plena crisis sanitaria que “colapsa totalmente una ciudad” con el festejo por la obtención de un Mundial. Aunque supongo que, como dicen, la alegría siempre va por barrios.

También cuesta asimilar que lo que aquí está pasando hoy, pase también en otros lugares. Pero en Alemania hay también grupos de ultraderecha que llevan semanas manifestándose contra las restricciones puestas en marcha por su gobierno para tratar de contener el avance de la pandemia. La principal diferencia es que a los miembros de estos grupos allí no les llaman patriotas ni libertarios. Les llaman simplemente “los idiotas del Covid” (Covidioten, en alemán) y se les detiene cada vez que se propasan. Cómo atreverse hoy, aquí, en este contexto, a rebatir la afirmación de Nicanor Parra, si esto no es en realidad un país, es apenas un paisaje.

miércoles, 20 de mayo de 2020

PATRIOTAS


Se hacen llamar patriotas, pero no tienen de patriota más que el atuendo, ese uniforme siempre impoluto con el que acuden día tras día a la protesta de las nueve. Con sus mascarillas personalizadas, rojigualdas; sus banderas de España -con o sin plumas- a modo de EPI; sus cacerolas de teflón; sus palos de golf y sus mantras de siempre. Es fácil encontrárselos en estos tiempos grises -en sentido literal y figurado- patrullando las calles céntricas de algunas ciudades españolas cuando comienza a declinar el día. Es fácil distinguirlos, identificarlos, pero cada vez más difícil descifrarlos o entenderlos. Porque se sabe que protestan y contra quién protestan, pero no por qué protestan. Se sabe lo que quieren, pero resulta imposible entender qué es lo que piden. Porque lo tienen todo. Porque lo han tenido siempre.

La llama de la revolución de los patriotas terminó de prender el pasado fin de semana en el madrileño barrio de Salamanca, uno de los distritos con mayor poder adquisitivo del país. Un sector acomodado de la capital donde la renta media de los hogares -según los datos del Instituto Nacional de Estadística- bordea los 90.000 euros (más del triple que el promedio nacional, establecido en 25.000); en donde los ingresos derivados del patrimonio y la actividad financiera suponen más del 50%; en donde la tasa de desempleo no llega al 0,5%; y en donde los partidos de derecha y extrema derecha recibieron en las últimas elecciones generales más del 80% de los sufragios. El lugar perfecto para poner en alquiler una vivienda, pero el más extraño de todos para iniciar una revolución.

Desafiando todas las medidas del estado de alarma, desatendiendo todas las normas del confinamiento y pertrechados con carteles con intrincados eslóganes del tipo “Confía en tu gobierno; encerrados sois libres”, los manifestantes tomaron la calle Núñez de Balboa el pasado sábado al grito de “Sánchez vete ya”. La protesta se extendió después a otros puntos del país, donde comenzaron a resonar también las cacerolas y a multiplicarse las demandas de “libertad” en tiempos de pandemia. Pero lo grave, lo realmente grave, no son las consignas, es el contexto. Es salir a la calle en masa a pedir libertad cuando la restricción de la libertad de movimiento sigue siendo la única receta conocida para evitar los contagios.

Con la inestimable ayuda de algunos medios de comunicación, la soez protesta del 1% más rico fue ganando popularidad con el paso de los días. Se le puso incluso un nombre, la “revolución de las mascarillas”. Líderes de la extrema derecha, como el presidente de VOX, Santiago Abascal, no dudaron en alentar a la población a tomar parte en las protestas. Y así fue como los mismos que ningunearon -y siguen ninguneando- algo tan básico como la aprobación del Ingreso Mínimo Vital; los mismos que tildaron la manifestación feminista del 8M como un foco de contagio (el mismo día que organizaban un mitin en Vistalegre); terminaron de volcarse en su vital protesta. En una revolución completamente pionera, sin precedentes, la del pueblo contra el pueblo o, si se prefiere, la de los que todavía viven contra los que todavía mueren.

Unas concentraciones que se siguen produciendo y que sus organizadores se han cansado de repetir que se están llevando a cabo respetando todas las medidas de seguridad. Pero lo cierto es que no está probado que la bandera española proteja del contagio ni que el Águila de San Juan, que vuelve a sobrevolar estos días el cielo de algunos barrios, proporcione los anticuerpos deseados para hacer frente al virus. Si el distanciamiento social realmente se está cumpliendo es porque es muy grande la brecha que separa el mundo de estos manifestantes del que habitamos el resto de la gente. Porque es posible, en un país como España, que a algunos les siga fallando la memoria histórica, pero que suceda lo mismo con la reciente, con lo que pasa ahora, es grosero e indecente.

Considero que el derecho de reunión, las protestas ciudadanas y la desobediencia civil son pilares sobre los que se debe construir cualquier sociedad crítica, sana, pero no logro entender qué es exactamente lo que aquí se está pidiendo. Ni tampoco por qué lo están pidiendo quienes lo están pidiendo. Puedo comprender las revueltas que se están produciendo en otros países donde la restricción de movimientos implica necesariamente no poder trabajar y donde no poder trabajar implica necesariamente no tener acceso a ningún tipo de sustento. A ninguno. Pero que un privilegiado salga a la calle a demandar airadamente junto a otros privilegiados el restablecimiento de sus privilegios, es algo que no comprendo. Es el síntoma inequívoco de que algo marcha mal, muy mal, o de que hay algo que se está malinterpretando o, directamente, no se está entendiendo. Un privilegiado pidiendo libertad, un privilegiado saliendo a la calle a protestar por sus derechos, no puede ser más que un oxímoron siniestro.

No deja de resultar tampoco curioso que estas manifestaciones ciudadanas se hayan convertido en un auténtico desfile de elementos y enseñas nacionales, de exacerbado orgullo patriótico, pues una protesta que pone en riesgo la salud púbica mientras tus compatriotas siguen sufriendo, debe ser la más antipatriótica de todas las protestas. Creo que fue Jean-Paul Sartre el que dijo por primera vez aquello de que “mi libertad termina donde empieza la de los demás”. Yo solo les diría a estos manifestantes, si tuviera la ocasión, que su libertad termina donde empiezan nuestros muertos.

miércoles, 13 de mayo de 2020

NUESTROS BARES


Flota en la atmósfera un raro ambiente festivo. Pero no es fiesta. Solo es lunes. Es lunes 11 de mayo y Lugo acaba de ingresar en la Fase 1 de la desescalada. La Fase 1 quiere decir muchas cosas, aunque con la que está cayendo, cambiar de fase no signifique apenas nada. El abanico de actividades ahora permitidas que durante la Fase 0 no lo estaban, es amplio. Una de ellas, de la que todo el mundo habla, guarda relación con los bares. Tras casi dos meses cerrados a cal y canto a causa de la pandemia, los bares han vuelto a desplegar sus terrazas en las calles.

La primera vez que entré en un bar fue con mis padres. No recuerdo el momento, pero el bar tenía que estar aquí, en Lugo, que es la ciudad donde nací. Mis padres tampoco lo recuerdan con exactitud, pero ese primer bar podría haber sido el Café del Centro, que era en aquella época el escenario en donde mis abuelos solían reunirse con sus amigos para hablar de política. En ese tiempo, cuando yo era pequeño, mis padres iban mucho a los bares, así que de algún modo también yo empecé a ir a los bares desde muy pequeño. En todos los rincones de mi memoria hay algún bar abierto.

La mayoría de los locales de la Rúa Nova y de la Tinería, las principales arterias de la ciudad en materia hostelera, están hoy cerrados. Un lunes normal estarían abiertos. Pero hoy no es un lunes normal. No puede serlo. En Campo Castillo es donde se concentran la mayoría de las terrazas, al abrigo de un gran cartel que reza: “Nunca choveu que non escampara”. El mensaje es de apoyo a un sector vapuleado por la crisis, pero también conserva hoy cierta literalidad, pues el sol brilla con fuerza en este primer día de la Fase 1.

El primer bar que recuerdo se llamaba A Cova Marina y estaba en Burela. Ya no existe. O si existe, ya no se llama A Cova Marina. Era el bar más cercano al piso donde vivíamos en esa época, en la Mariña lucense. De aquel lugar que ya no existe hoy solo recuerdo las paredes. Y que había poca luz, pero me gustaba. Después, con el paso de los años y los traslados sucesivos de mi madre por motivos de trabajo, llegaron otros bares. Bares diferentes de lugares diferentes que frecuenté con personas diferentes persiguiendo, supongo, en cada momento, quimeras diferentes. La mayoría ya cerraron, pero de algún modo siguen existiendo.

Los protocolos de higiene y de seguridad aprobados para esta primera fase confieren a las terrazas de los bares un aspecto un tanto diferente. No hay servilleteros en las mesas y la distancia que existe entre unos grupos y otros es más acusada. Quizás no sea la reglamentaria, no hay manera de saberlo, pero sí que es al menos evidente. No sucede lo mismo con las sillas. Al poco rato de sentarme, recibo una llamada de mi abuela. Me pregunta si en los bares se están respetando las medidas de seguridad, si la gente se está respetando. Yo le cuento lo que veo y ella resopla.

El Cachi era el nombre del bar en el que más tiempo pasé siendo niño porque el Cachi, además de un bar, era una sala de juegos. Estaba en Tapia, al lado de la pista de fútbol y del centro de salud en el que trabajaba mi madre. Cuando pasó la época del Cachi comenzamos a frecuentar otros bares, primero durante el recreo, y después, un poco más mayores, para jugar al duro en nuestras primeras salidas nocturnas. Todos los bares de Tapia olían entonces a mar y a ginebra.

Es una sensación extraña regresar con tus amigos a los lugares de siempre y que nada sea como siempre. Hablar de la pandemia en plena pandemia, sentado en una terraza. Es extraño ponerte a escudriñar, aunque trates de rebelarte contra ello, lo que están haciendo en la mesa de al lado. También lo que tú estás haciendo. “Vender precaución abriendo las terrazas de los bares es bastante contradictorio”, reflexiona, en voz alta, Pamela. Y tiene razón. “Ou arre ou xo”, agrega después. Sigue teniéndola. En la mesa de al lado una mujer ha decidido ponerse la mascarilla a modo de visera, sobre su frente. Beber con mascarilla, en cualquier caso, es una ardua tarea.

El Isla fue uno de los reinos más soleados de mi adolescencia. También era un bar. Era el bar al que íbamos cuando faltábamos a clase en el instituto, el lugar en donde terminaban casi todas las tardes y en el que empezaban casi todas las noches. Era una Isla verdadera. No solo para nosotros, sino para una generación entera. Allí, en aquel refugio en el que servían un vino turbio excelente -o eso nos parecía entonces- pasé muchas horas de mi vida. Allí nos intercambiamos nuestras primeras historias de fracaso y de éxito. Allí debatimos durante días enteros sobre el futuro, el amor, la vida o la muerte. Fue allí donde me hicieron mi primer pendiente. Era uno de esos bares a los que nunca quedabas para ir, pero donde siempre acaban encontrándote.

A las ocho en punto de la tarde, una sonora ovación estalla de pronto en las terrazas de Campo Castillo. Es el reconocimiento a la labor de los profesionales sanitarios. La escena es llamativa, por momentos casi grotesca. Es también una especie de caricatura de este tiempo. No es el aplauso en sí mismo lo que resulta disparatado. Es la situación. La imagen que ese aplauso proyecta. Pero las terrazas de los bares no tienen la culpa. No pueden tenerla. La culpa, si es que hay culpables, debe ser nuestra. Por aplaudir mientras la gente se muere -aunque morir no sea algo exclusivo de esta pandemia-; por no aplaudir o, quizás, sencillamente, por aplaudir bebiendo cerveza.

No sé cuál es el motivo, pero cada vez que pienso en mi padre, inmediatamente me lo imagino en un bar, sonriendo desde la barra de uno de esos bares que siempre han sido sus bares, que todavía siguen siéndolo. Si tengo que situarlo en un espacio, es ahí donde mejor lo visualizo. Creo que me resulta fácil componer mentalmente la escena porque la escena es casi siempre la misma: La broma de actualidad al camarero, a modo de saludo, una vez instalado al lado del taburete; la respuesta del camarero en forma de broma, también actual y además personalizada; el fajo de quinielas encima de la barra (ahora también las gafas para la presbicia); y el café cortado enfriándose dentro de la taza hasta que sea el momento de marcharse, es decir, de bebérselo de un trago. El “qué tal, compañeiro” seguido del “muy bien, compañeiro”. Si es fin de semana, basta con cambiar el cortado por un botellín de Estrella y poner sobre la barra un bolígrafo prestado para ir tachando en las quinielas los primeros fallos. El resto de la estampa no varía. Nunca varía. Es una rutina infalible, una escena infinita, un bucle perfecto. Y es también, supongo, parte de la magia que tienen los bares, esos establecimientos que no son esenciales pero nos hacen tanta falta, esos lugares en los que, en ocasiones, uno no puede evitar sentirse un poco a salvo.

Poco después del aplauso de las ocho, decidimos marcharnos. Es entonces cuando me doy cuenta de qué no tengo la menor idea de cómo se llama el bar en el que estamos sentados. No es uno de los bares de siempre y eso me deja extrañamente aliviado, porque tampoco hoy es como siempre. No estoy en el Isla, ni siquiera en el Pavón -ese bar de Madrid al que solíamos ir en la época de la universidad-, ni en el Corredoira, de Santiago de Compostela; ni en el Espacio Gárgola, de Santiago de Chile. Acabamos de vivir nuestra última primera vez en los bares en un bar al que nunca vamos y ese tipo de la mesa de enfrente, que se levanta ahora para pagar su cuenta, no es mi padre aunque se parece a mi padre.


miércoles, 6 de mayo de 2020

DESPUÉS DE LOS APLAUSOS


La rutina era siempre la misma. Salían al balcón o a la terraza, se asomaban a la ventana y aplaudían. La ceremonia empezaba a las ocho en punto y terminaba dos minutos más tarde, a las ocho y dos en punto. Al principio, los primeros días, era un poco más larga. Cuando los aplausos se apagaban, seguía sonando la música, que en mi barrio provenía de un piso situado un par de calles más abajo. Siempre la misma canción. Todos los días la misma música. Después nunca pasaba nada.

Había personas que se pasaban el día entero esperando ese momento. Aguardando las ocho en punto. Yo me preguntaba por qué lo hacían. Y también cómo se sentían después, a las ocho y dos en punto, cuando arrancaba de nuevo la cuenta atrás, esas 23 horas y pico sin aplausos. Porque después de los aplausos no había nada.

Tampoco había nada -me di cuenta más tarde- antes de los aplausos. Había lo de siempre. Las noticias hablando del virus (aquí y allá, pero sobre todo aquí o aquí primero), la curva de contagio siempre creciendo y el fastidioso recuento de muertes. Aplaudir, sin embargo, era distinto. Aplaudir tenía algo de lúdico. También de lucha, de causa verdadera. Porque aunque estaban en casa obligados, nadie les había obligado a aplaudir. Y pese a todo seguían haciéndolo.

Detrás de lo aplausos sí que había cosas. Había gratitud, reconocimiento. Gratitud hacia los trabajadores de los servicios esenciales, que seguían trabajando (algunos de forma voluntaria, otros obligados, y otros muchos, la mayoría, sencillamente para seguir comiendo). Y reconocimiento, principalmente (o al menos de manera inicial) a los profesionales de la sanidad, que nunca habían demandado aplausos, sino respeto.

Con el transcurso de las semanas, la pandemia se fue recrudeciendo. Pero los aplausos continuaron, haciéndose extensibles a otros grupos de trabajadores, e incluso a los no trabajadores porque -decían- estos también seguían resistiendo. Llegó un momento en que los vecinos ya no aplaudían solo al personal sanitario, a las fuerzas del orden, a los reponedores, a los militares o a las trabajadoras domésticas, sino también a los otros vecinos. A sí mismos. Era casi difícil, durante aquellos días, no ser aplaudido por alguien en algún momento.

La gente aplaudía y se aplaudía. Aplaudía a los que trabajaban en primera línea desde la primera línea de su terraza o su balcón (era importante que se les viera), al tiempo que empezaban a elaborar sus propios recuentos. Su inventario personal de vecinos que aplaudían, que no aplaudían o que habían dejado de aplaudir cuando un día aplaudieron. Tras el recuento llegaron los informes, las denuncias vecinales, los insultos, las reprimendas. No se podía tolerar que alguien se saltase las normas. Aquellos días ásperos, difíciles, la gente señalaba y aplaudía todo el tiempo. Aplaudía de puro aburrimiento. Aplaudía aunque estaba triste y aplaudía aunque tenía miedo.

Creo que fueron transcurridas cinco o seis semanas, con la famosa curva comenzando por fin a aplanarse, cuando me di cuenta de que el hecho de aplaudir había empezado a adquirir un aire de exhibicionismo, a convertirse en una especie de ostentación pública de solidaridad. Ya no era solo una rutina empática. Era otra cosa. La música procedente del piso situado un par de calles más abajo, en mi barrio, ya no era la misma de siempre. Incorporaba otras melodías. La duración de la liturgia de los aplausos era desigual e incluso su difusión y su alcance parecían haberse resentido. Ahora la gente bailaba de puro aburrimiento. Cantaba aunque seguía triste. Desarrollaba complejas coreografías, aunque tenía miedo. Se había trivializado la cuarentena. Se había banalizado, de algún modo, la gravedad de la pandemia. Esta debe ser -me repetía entonces- la forma que tienen los humanos de combatir el sufrimiento.

Fue justo después de esos días cuando comenzó la desescalada. “La transición hacia la nueva normalidad”. La gente, mucha gente, cambió las palmas por las cacerolas para protestar contra el gobierno -o contra el confinamiento, o contra la otra gente, no lo tengo claro- y fue poco a poco dejando de aplaudir. Se sentían engañados, estafados. El recuento de muertos, además, comenzaba a ir a la baja -aunque el saldo seguía siendo tremendo- y cada vez hacía más calor en la calle. Llegó la fase cero. Y con ella las medidas de relajación después de tanto esfuerzo. Dos minutos al día aplaudiendo, después de todo, merecían una recompensa, algún tipo de premio.

En mi barrio hace días que los vecinos no aplauden. O que aplauden menos. Ahora a las ocho en punto pueden salir a pasear. También, claro, a las ocho y dos en punto. Y a las nueve tienen cacerolada contra el gobierno. Algunos balcones y terrazas siguen engalanados con banderas, esas que antes de la pandemia solían usarse solo en ciertos mítines políticos o para señalar alguna fiesta. Banderas que tampoco dicen nada, que separan más de lo que unen, con crespones negros bordados para la ocasión con el fin de remarcar la tragedia. Pero la nueva normalidad, como la vieja, no entiende de tragedias.

Ayer, a las ocho en punto, me asomé por curiosidad a la ventana. En el edificio de enfrente descubrí a un vecino que se disponía a aplaudir. Lo adiviné en su expresión, en su gesto. Pero no lo hizo. Escrutó durante algunos segundos las otras ventanas, como tratando de hallar un aliado, alguien en quien reconocerse, pero no lo encontró y volvió a meterse en casa. No hubo aplausos en mi barrio. Y después tampoco pasó nada. Porque después de los aplausos no hay nada, solo un vacío que se llena de vacío y un silencio espeso que se espesa. La nueva normalidad debe ser eso, actuar como si no existiera el virus y dejar de aplaudir los dos minutos que aplaudíamos cuando teníamos miedo.