Hay una
frase de Nicanor Parra que siempre me ha gustado. Forma parte de un
poema que el antipoeta chileno le dedica a su patria. Dice: “Creemos
ser país / y la verdad es que somos apenas paisaje”. Estos días
he vuelto a acordarme de ella. Supongo que mientras asistía a la
contemplación de las cosas que están sucediendo últimamente en
España. Mientras trataba de vislumbrar ese país que presuntamente
se esconde tras el paisaje.
Vivimos
tiempos peligrosos, tiempos contaminados. No por culpa del virus -o
al menos no solo por eso-, sino por la crudeza, el rigor y el grado
de detalle con el que este virus nos está radiografiando,
presentándonos como la sociedad disfuncional que en realidad somos.
Habitamos -ya lo hacíamos antes, pero ahora se ha vuelto, si cabe,
aún más evidente- un país polarizado, fracturado. Un país cuyas
diferencias son ya irreconciliables porque sin memoria no hay futuro
posible y este país no la tiene. Y el problema no es solo que no la
tiene, es que hay personas, grupos, partidos políticos, que se
jactan de que no la tenga. Y que han empezado a construir una idea de
país basado en la mofa y la falta de respeto hacia su propia
historia.
Es este un
país en donde se exhuma con honores militares el esqueleto de un
dictador mientras a cientos de personas les siguen negando los
huesos de sus familiares. Familias desmembradas que continúan
buscando esos huesos porque buscar el perdón, la reparación o el
reconocimiento es en este país un delito tipificado. Un derecho
prescrito. Un asunto del pasado. Un país, este, en el que se
inhabilita de por vida a jueces -o se les declara incompetentes para
perseguir los crímenes del franquismo- mientras torturadores
profesionales, genocidas, como Antonio González Pacheco (alias Billy
el Niño) mueren en una cama de hospital con sus infladas pensiones
públicas y todas sus condecoraciones intactas. Sin cargo alguno en
su contra por sus delitos de lesa de humanidad y sin cargo de
conciencia.
Vivimos en
un país -y esto es muy serio- en el que se sigue criminalizando una
manifestación feminista, la del 8M, celebrada antes de la
declaración de la pandemia (el 11 de marzo) al mismo tiempo que se
relativizan las orquestadas por la extrema derecha en pleno estado de
alarma. Dicho de otra manera; ser mujer y salir a la calle a
manifestarte con una pancarta morada cuando no existe restricción
alguna a la movilidad es mucho más grave que hacerlo con enseñas
fascistas cuando están prohibidas las aglomeraciones. Fascistas,
digo, porque esa bandera que lleva grabada el águila de San Juan no
es una bandera preconstitucional, es una bandera franquista. Y
enarbolarla, que no es delito en este país desmemoriado pero sí en
muchos otros, es hacer apología del fascismo. Algo que, por cierto,
tampoco está penado.
De entre las
oscuras teorías que se escuchan estos días, creo que la perorata
del 8M como vector de contagio masivo en España es, sin lugar a
dudas, la más ridícula de todas. No solo porque es absurda, sino
porque es también interesada. Creo que lo que en realidad duele a
quienes siguen tratando de endosar a dicha manifestación toda la
responsabilidad de la propagación del coronavirus no es la
manifestación en sí misma, la congregación de mujeres ese domingo,
sino su extraordinario poder de convocatoria, su popularidad. Su
éxito, en definitiva. Lo que convierte el 8M en el chivo expiatorio
perfecto es el respaldo que tuvo la protesta y la incomodidad que
siguen generando en determinados sectores las consignas y demandas
que aquel día se escucharon en la calle. Si aquella manifestación
hubiera sido de otra índole, si no levantase tanto resquemor en
determinadas esferas, no la habrían tildado de inoportuna. El 8 de
marzo, el Covid 19 se había cobrado la vida de 17 personas en
España. El día de la denominada “caravana por la libertad”
convocada por VOX, los muertos ascendían a más de 27.000.
Pero ahí no
termina todo. Puede que la memoria sea frágil, pero cualquier buen
aficionado al fútbol debería ser capaz de recordar que aquel famoso
8 de marzo el Osasuna jugó contra el Espanyol en El Sadar, el
Valladolid contra el Athletic en el Nuevo Zorrilla, el Levante contra
el Granada en el Ciutat de València, el Villarreal contra el Leganés
en el Estadio de la Cerámica y el Betis contra el Real Madrid en el
Benito Villamarín. Todos ellos lo hicieron con público. Solamente
el encuentro disputado en Sevilla congregó en las gradas a 51.521
personas. También hubo aglomeraciones ese domingo en el Rayo
Vallecano-Elche, el Málaga-Zaragoza, el Alcorcón-Mirandés, el
Sporting-Las Palmas o el Tenerife-Ponferradina, por consignar tan
solo los partidos celebrados en el marco del fútbol profesional.
Pero claro, cómo responsabilizar al fútbol de una pandemia.
Casi todo lo
que está sucediendo últimamente en este país es díficil de
explicar. O tal vez tiene una explicación tan fácil, tan simple,
que cuesta aceptarla. Cuesta aceptar que las fuerzas de seguridad del
estado que reprimieron con tanta violencia la celebración de un
referéndum en Cataluña sean las mismas que hoy actúan con tanta
condescendencia en Núñez de Balboa. Cuesta entender que se pueda
ilegalizar a una formación política
porque no condena la violencia terrorista mientras se da cabida en el
Congreso a otra que justifica los crímenes del franquismo. O que
tampoco los condena. Cuesta creer que sea posible comparar una
protesta en plena crisis sanitaria que “colapsa totalmente una
ciudad” con el festejo por la obtención de un Mundial. Aunque
supongo que, como dicen, la alegría siempre va por barrios.
También
cuesta asimilar que lo que aquí está pasando hoy, pase también en
otros lugares. Pero en Alemania hay también grupos de ultraderecha
que llevan semanas manifestándose contra las restricciones puestas
en marcha por su gobierno para tratar de contener el avance de la
pandemia. La principal diferencia es que a los miembros de estos
grupos allí no les llaman patriotas ni libertarios. Les llaman
simplemente “los idiotas del Covid” (Covidioten, en alemán) y se
les detiene cada vez que se propasan. Cómo atreverse hoy, aquí, en
este contexto, a rebatir la afirmación de Nicanor Parra, si
esto no es en realidad un país, es apenas un paisaje.