Flota en la
atmósfera un raro ambiente festivo. Pero no es fiesta. Solo es
lunes. Es lunes 11 de mayo y Lugo acaba de ingresar en la Fase 1 de
la desescalada. La Fase 1 quiere decir muchas cosas, aunque con la
que está cayendo, cambiar de fase no signifique apenas nada. El
abanico de actividades ahora permitidas que durante la Fase 0 no lo
estaban, es amplio. Una de ellas, de la que todo el mundo habla,
guarda relación con los bares. Tras casi dos meses cerrados a cal y
canto a causa de la pandemia, los bares han vuelto a desplegar sus
terrazas en las calles.
La primera
vez que entré en un bar fue con mis padres. No recuerdo el momento,
pero el bar tenía que estar aquí, en Lugo, que es la ciudad donde
nací. Mis padres tampoco lo recuerdan con exactitud, pero ese primer
bar podría haber sido el Café del Centro, que era en aquella época
el escenario en donde mis abuelos solían reunirse con sus amigos
para hablar de política. En ese tiempo, cuando yo era pequeño, mis
padres iban mucho a los bares, así que de algún modo también yo
empecé a ir a los bares desde muy pequeño. En todos los rincones de
mi memoria hay algún bar abierto.
La mayoría
de los locales de la Rúa Nova y de la Tinería, las principales
arterias de la ciudad en materia hostelera, están hoy cerrados. Un
lunes normal estarían abiertos. Pero hoy no es un lunes normal. No
puede serlo. En Campo Castillo es donde se concentran la mayoría de
las terrazas, al abrigo de un gran cartel que reza: “Nunca choveu
que non escampara”. El mensaje es de apoyo a un sector vapuleado
por la crisis, pero también conserva hoy cierta literalidad, pues el
sol brilla con fuerza en este primer día de la Fase 1.
El primer
bar que recuerdo se llamaba A Cova Marina y estaba en Burela. Ya no
existe. O si existe, ya no se llama A Cova Marina. Era el bar más
cercano al piso donde vivíamos en esa época, en la Mariña lucense.
De aquel lugar que ya no existe hoy solo recuerdo las paredes. Y que
había poca luz, pero me gustaba. Después, con el paso de los años
y los traslados sucesivos de mi madre por motivos de trabajo,
llegaron otros bares. Bares diferentes de lugares diferentes que
frecuenté con personas diferentes persiguiendo, supongo, en cada
momento, quimeras diferentes. La mayoría ya cerraron, pero de algún
modo siguen existiendo.
Los
protocolos de higiene y de seguridad aprobados para esta primera fase
confieren a las terrazas de los bares un aspecto un tanto diferente.
No hay servilleteros en las mesas y la distancia que existe entre
unos grupos y otros es más acusada. Quizás no sea la reglamentaria,
no hay manera de saberlo, pero sí que es al menos evidente. No
sucede lo mismo con las sillas. Al poco rato de sentarme, recibo una
llamada de mi abuela. Me pregunta si en los bares se están
respetando las medidas de seguridad, si la gente se está respetando.
Yo le cuento lo que veo y ella resopla.
El Cachi era
el nombre del bar en el que más tiempo pasé siendo niño porque el
Cachi, además de un bar, era una sala de juegos. Estaba en Tapia, al
lado de la pista de fútbol y del centro de salud en el que trabajaba
mi madre. Cuando pasó la época del Cachi comenzamos a frecuentar
otros bares, primero durante el recreo, y después, un poco más
mayores, para jugar al duro en nuestras primeras salidas nocturnas.
Todos los bares de Tapia olían entonces a mar y a ginebra.
Es una
sensación extraña regresar con tus amigos a los lugares de siempre
y que nada sea como siempre. Hablar de la pandemia en plena
pandemia, sentado en una terraza. Es extraño ponerte a escudriñar,
aunque trates de rebelarte contra ello, lo que están haciendo en la
mesa de al lado. También lo que tú estás haciendo. “Vender
precaución abriendo las terrazas de los bares es bastante
contradictorio”, reflexiona, en voz alta, Pamela. Y tiene razón.
“Ou arre ou xo”, agrega después. Sigue teniéndola. En la mesa
de al lado una mujer ha decidido ponerse la mascarilla a modo de
visera, sobre su frente. Beber con mascarilla, en cualquier caso, es
una ardua tarea.
El Isla fue
uno de los reinos más soleados de mi adolescencia. También era un
bar. Era el bar al que íbamos cuando faltábamos a clase en el
instituto, el lugar en donde terminaban casi todas las tardes y en el
que empezaban casi todas las noches. Era una Isla verdadera. No solo
para nosotros, sino para una generación entera. Allí, en aquel
refugio en el que servían un vino turbio excelente -o eso nos
parecía entonces- pasé muchas horas de mi vida. Allí nos
intercambiamos nuestras primeras historias de fracaso y de éxito.
Allí debatimos durante días enteros sobre el futuro, el amor, la
vida o la muerte. Fue allí donde me hicieron mi primer pendiente.
Era uno de esos bares a los que nunca quedabas para ir, pero donde
siempre acaban encontrándote.
A las ocho
en punto de la tarde, una sonora ovación estalla de pronto en las
terrazas de Campo Castillo. Es el reconocimiento a la labor de los
profesionales sanitarios. La escena es llamativa, por momentos casi
grotesca. Es también una especie de caricatura de este tiempo. No es
el aplauso en sí mismo lo que resulta disparatado. Es la situación.
La imagen que ese aplauso proyecta. Pero las terrazas de los bares no
tienen la culpa. No pueden tenerla. La culpa, si es que hay
culpables, debe ser nuestra. Por aplaudir mientras la gente se muere
-aunque morir no sea algo exclusivo de esta pandemia-; por no
aplaudir o, quizás, sencillamente, por aplaudir bebiendo cerveza.
No sé cuál
es el motivo, pero cada vez que pienso en mi padre, inmediatamente me
lo imagino en un bar, sonriendo desde la barra de uno de esos bares
que siempre han sido sus bares, que todavía siguen siéndolo. Si
tengo que situarlo en un espacio, es ahí donde mejor lo visualizo.
Creo que me resulta fácil componer mentalmente la escena porque la
escena es casi siempre la misma: La broma de actualidad al camarero,
a modo de saludo, una vez instalado al lado del taburete; la
respuesta del camarero en forma de broma, también actual y además
personalizada; el fajo de quinielas encima de la barra (ahora también
las gafas para la presbicia); y el café cortado enfriándose dentro
de la taza hasta que sea el momento de marcharse, es decir, de
bebérselo de un trago. El “qué tal, compañeiro” seguido del
“muy bien, compañeiro”. Si es fin de semana, basta con cambiar
el cortado por un botellín de Estrella y poner sobre la barra un
bolígrafo prestado para ir tachando en las quinielas los primeros
fallos. El resto de la estampa no varía. Nunca varía. Es una rutina
infalible, una escena infinita, un bucle perfecto. Y es también,
supongo, parte de la magia que tienen los bares, esos
establecimientos que no son esenciales pero nos hacen tanta falta,
esos lugares en los que, en ocasiones, uno no puede evitar sentirse
un poco a salvo.
Poco después
del aplauso de las ocho, decidimos marcharnos. Es entonces cuando me
doy cuenta de qué no tengo la menor idea de cómo se llama el bar en
el que estamos sentados. No es uno de los bares de siempre y eso me
deja extrañamente aliviado, porque tampoco hoy es como siempre. No
estoy en el Isla, ni siquiera en el Pavón -ese bar de Madrid al que
solíamos ir en la época de la universidad-, ni en el Corredoira, de
Santiago de Compostela; ni en el Espacio Gárgola, de Santiago de
Chile. Acabamos de vivir nuestra última primera vez en los bares en
un bar al que nunca vamos y ese tipo de la mesa de enfrente, que se
levanta ahora para pagar su cuenta, no es mi padre aunque se parece a
mi padre.
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