La rutina
era siempre la misma. Salían al balcón o a la terraza, se asomaban
a la ventana y aplaudían. La ceremonia empezaba a las ocho en punto
y terminaba dos minutos más tarde, a las ocho y dos en punto. Al
principio, los primeros días, era un poco más larga. Cuando los
aplausos se apagaban, seguía sonando la música, que en mi barrio
provenía de un piso situado un par de calles más abajo. Siempre la
misma canción. Todos los días la misma música. Después nunca
pasaba nada.
Había
personas que se pasaban el día entero esperando ese momento.
Aguardando las ocho en punto. Yo me preguntaba por qué lo hacían. Y
también cómo se sentían después, a las ocho y dos en punto,
cuando arrancaba de nuevo la cuenta atrás, esas 23 horas y pico sin
aplausos. Porque después de los aplausos no había nada.
Tampoco
había nada -me di cuenta más tarde- antes de los aplausos. Había
lo de siempre. Las noticias hablando del virus (aquí y allá, pero
sobre todo aquí o aquí primero), la curva de contagio siempre
creciendo y el fastidioso recuento de muertes. Aplaudir, sin embargo,
era distinto. Aplaudir tenía algo de lúdico. También de lucha, de
causa verdadera. Porque aunque estaban en casa obligados, nadie les
había obligado a aplaudir. Y pese a todo seguían haciéndolo.
Detrás de
lo aplausos sí que había cosas. Había gratitud, reconocimiento.
Gratitud hacia los trabajadores de los servicios esenciales, que
seguían trabajando (algunos de forma voluntaria, otros obligados, y
otros muchos, la mayoría, sencillamente para seguir comiendo). Y
reconocimiento, principalmente (o al menos de manera inicial) a los
profesionales de la sanidad, que nunca habían demandado aplausos,
sino respeto.
Con el
transcurso de las semanas, la pandemia se fue recrudeciendo. Pero los
aplausos continuaron, haciéndose extensibles a otros grupos de
trabajadores, e incluso a los no trabajadores porque -decían- estos
también seguían resistiendo. Llegó un momento en que los vecinos
ya no aplaudían solo al personal sanitario, a las fuerzas del orden,
a los reponedores, a los militares o a las trabajadoras domésticas,
sino también a los otros vecinos. A sí mismos. Era casi difícil,
durante aquellos días, no ser aplaudido por alguien en algún
momento.
La gente
aplaudía y se aplaudía. Aplaudía a los que trabajaban en primera
línea desde la primera línea de su terraza o su balcón (era
importante que se les viera), al tiempo que empezaban a elaborar sus
propios recuentos. Su inventario personal de vecinos que aplaudían,
que no aplaudían o que habían dejado de aplaudir cuando un día
aplaudieron. Tras el recuento llegaron los informes, las denuncias
vecinales, los insultos, las reprimendas. No se podía tolerar que
alguien se saltase las normas. Aquellos días ásperos, difíciles,
la gente señalaba y aplaudía todo el tiempo. Aplaudía de puro
aburrimiento. Aplaudía aunque estaba triste y aplaudía aunque
tenía miedo.
Creo que
fueron transcurridas cinco o seis semanas, con la famosa curva
comenzando por fin a aplanarse, cuando me di cuenta de que el hecho
de aplaudir había empezado a adquirir un aire de exhibicionismo, a
convertirse en una especie de ostentación pública de solidaridad.
Ya no era solo una rutina empática. Era otra cosa. La música
procedente del piso situado un par de calles más abajo, en mi
barrio, ya no era la misma de siempre. Incorporaba otras melodías.
La duración de la liturgia de los aplausos era desigual e incluso su
difusión y su alcance parecían haberse resentido. Ahora la gente
bailaba de puro aburrimiento. Cantaba aunque seguía triste.
Desarrollaba complejas coreografías, aunque tenía miedo. Se había trivializado la cuarentena. Se había banalizado, de algún modo, la
gravedad de la pandemia. Esta debe ser -me repetía entonces- la
forma que tienen los humanos de combatir el sufrimiento.
Fue justo
después de esos días cuando comenzó la desescalada. “La
transición hacia la nueva normalidad”. La gente, mucha gente,
cambió las palmas por las cacerolas para protestar contra el
gobierno -o contra el confinamiento, o contra la otra gente, no lo
tengo claro- y fue poco a poco dejando de aplaudir. Se sentían
engañados, estafados. El recuento de muertos, además, comenzaba a
ir a la baja -aunque el saldo seguía siendo tremendo- y cada vez
hacía más calor en la calle. Llegó la fase cero. Y con ella las
medidas de relajación después de tanto esfuerzo. Dos minutos al día
aplaudiendo, después de todo, merecían una recompensa, algún tipo
de premio.
En mi barrio
hace días que los vecinos no aplauden. O que aplauden menos. Ahora a
las ocho en punto pueden salir a pasear. También, claro, a las ocho
y dos en punto. Y a las nueve tienen cacerolada contra el gobierno.
Algunos balcones y terrazas siguen engalanados con banderas, esas que
antes de la pandemia solían usarse solo en ciertos mítines
políticos o para señalar alguna fiesta. Banderas que tampoco dicen
nada, que separan más de lo que unen, con crespones negros bordados
para la ocasión con el fin de remarcar la tragedia. Pero la nueva
normalidad, como la vieja, no entiende de tragedias.
Ayer, a las
ocho en punto, me asomé por curiosidad a la ventana. En el edificio
de enfrente descubrí a un vecino que se disponía a aplaudir. Lo
adiviné en su expresión, en su gesto. Pero no lo hizo. Escrutó
durante algunos segundos las otras ventanas, como tratando de hallar
un aliado, alguien en quien reconocerse, pero no lo encontró y
volvió a meterse en casa. No hubo aplausos en mi barrio. Y después
tampoco pasó nada. Porque después de los aplausos no hay nada, solo
un vacío que se llena de vacío y un silencio espeso que se espesa.
La nueva normalidad debe ser eso, actuar como si no existiera el
virus y dejar de aplaudir los dos minutos que aplaudíamos cuando
teníamos miedo.
Excelente! Lo mejor que he leído en ese océano espeso de "diarios de confinamiento". La policía vienesa ha registrado también una cantidad inusitada de denuncias, cuando pasó el jolgorio de los aplausos y los conciertos en las ventanas.
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