> Palabras y Placebos: noviembre 2019

miércoles, 27 de noviembre de 2019

SED DE SAL


Valparaíso, 
salto al vacío sin red,
puerto sin puertas.
Ciudad impúdica,
tan inflamable,
tan excesiva,
tan insurrecta.

Valparaíso, 
que no te dejas besar,
que no consientes que nadie te quiera.
Autorretrato a medio pintar,
canción de cuna 
de noches en vela.

Valparaíso, 
siempre manejas un plan
por si la muerte se sienta a tu mesa.
Ave sin alas
engalanada de Puelagalán,
flor imposible de suma aspereza.

Valparaíso, 
no tienes piedad,
en tus cornisas
la vida tiembla.
Cueca terrible 
de barcos ebrios de mar,
de marineros que pierden la apuesta.

Valparaíso, 
sedienta de sal,
Valparaíso, 
inmensa perrera.
Tantos colores en tu paleta al azar
y siempre el negro al final de la mezcla.

Valparaíso, 
ciudad-ansiedad,
todo lo manchas de sucia belleza.
Valparaíso, 
entre tus cerros y el mar
a veces creo que veo la tierra.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

EL VERANO ELÁSTICO


El verano más largo del mundo comenzó para mí hace casi doce meses, en Santiago de Chile, una ciudad fantasmal envuelta en polvo que todavía no había sido tomada por los militares. Yo vivía entonces en una atalaya que no era en realidad una atalaya, pero desde la que creía poder contemplarlo todo. Incluso el paso parsimonioso del tiempo.

Era enero y también verano, porque siempre es verano allí, al menos para alguien como yo, nacido muy lejos, en un pedazo de tierra húmedo colonizado, desde que tengo recuerdo, por el otoño, y responsable, supongo, de esta cabeza plagada de pensamientos lluviosos y de tantas colecciones que hoy me sobran.

Aquel primer verano, el austral, duró todo lo que puede durar un verano, estirado hasta los límites de la Patagonia. Fue precisamente allí, en alguna cuneta de la carretera austral, donde el verano comenzó a resbalar hacia esa estación intermedia, de paso, que en Chile llaman otoño y que coincide exactamente, en tiempo y en colores, con aquello que en Galicia conocemos como primavera. Supe de aquel equinoccio porque sentí un frío en los huesos. Aunque no solo en los huesos.

Mi primer otoño del año, el austral, duró tan poco que todavía quema. Hoy tan solo recuerdo de aquellos días algunas caras, algunas frases y algunas luchas que siguen vivas. Y el nudo en la garganta a la hora de la despedida -aunque no solo en la garganta- y la imagen de la atalaya doblemente vacía. Porque después llegaron los aviones, claro, y el verano de nuevo, mi segundo solsticio, el verano boreal aguardando a la vuelta de una página ya doblada. Un salto en el tiempo, astronómico, para volver atrás, para regresar de nuevo a un verano que -lo supe más tarde- llevaba en su interior un invierno muerto.

Mi verano boreal, el segundo del año, fue más largo incluso que el primero, pero tampoco tuvo auroras. Empezó en Madrid -donde siempre empieza y termina todo-; tuvo una escala en Granada -donde Anita hizo también su particular escala entre México y México-; y terminó en Lugo, donde nunca es verano, donde siempre es casi otoño, por más que el calendario o los astros se empeñen en decirnos otra cosa.

En Granada visité a mi hermano, que ahora vive en una atalaya con vistas a la Alhambra desde la que también es posible contemplar -me imagino- el paso del tiempo; y en el norte volví a encontrarme con Cachis, que es marinero incluso cuando no navega. Embarcó de nuevo a finales de verano, de este verano. Plantó unos repollos en la huerta de su casa y se echó a la mar. Hoy crecen a orillas de un océano que él navega y que a veces, en días de tormenta, proyecta olas que tienen la altura de un edificio de cuatro plantas.

Durante mi segundo verano del año descubrí que había nacido en luna llena. A mediodía, pero en luna llena. Raquel me contó que soy un caballo de agua metal -en sentido figurado, claro-; y Tote -que es mi amiga y también mi dentista- que tengo unos surcos de los siete superiores muy profundos y que a Sonka -que es mi peluquera y también mi amiga- le faltan dos incisivos (algo en lo que nunca había reparado antes). Todo eso sucedió en verano. Antonio me habló de ecología y Sules de cine, algunos días antes de leer una entrevista en la que el realizador finlandés Aki Kaurismaki hablaba de los humanos: “Gracias al pulgar no somos animales. Los dejamos atrás, cierto, pero tampoco hemos llegado a humanos. Ni siquiera tenemos buen sabor. No servimos de alimento a nadie. Me pregunto qué hacemos en la punta de la pirámide alimenticia”, reflexionaba.

En pleno verano boreal Beto y Yol se casaron, Irene volvió del sur, yo me compré una pajarita de madera, el molino de tinta se volvió de piedra y pude regresar, de visita, a casi todas las patrias de mi infancia. Tamara me dijo que cuanto más hablo menos me escucho y que a este ritmo terminaré convirtiéndome en un artículo más de mi habitación museo. Tenía razón, como casi siempre, pero no he parado de hablar ni un solo minuto desde aquel momento.

Fue ya cerca del otoño, de mi segundo otoño, cuando empecé a darle vueltas a eso del verano elástico. Se lo comenté a la chica más triste que he conocido y me aseguró que se rompería en añicos. El equinoccio me sorprendió esta vez en Santiago de Compostela, mi otro Santiago. Quedé con Carmen una tarde y me invitó al Paraíso. Y aunque en Santiago el Paraíso es en realidad una cafetería plagada de espejos con manchas de humedad que simulan ser pequeñas islas que no existen, le dije que sí, que claro, que cómo podría yo rechazar una invitación al Paraíso. Y allí estuvimos los dos, tratando de condensar dos años en dos horas y creo recordar que sobraron algunos minutos.

Al salir caminé durante un rato por la Alameda, que en este Santiago, el lado de acá, es una extensión verde desprovista de álamos pero profusa en ginkgos biloba. Tuve ganas de llorar en algún momento, y creo que lo hice, para dentro, claro, que es como acostumbramos a llorar los que no tenemos el valor suficiente como para hacerlo hacia afuera. Caminando por aquella Alameda, recordé fugazmente pasajes de mi estancia en aquel Santiago, hace ya dos o tres vidas, y sonreí un poco. En el lado de allá, en Santiago de Chile, la Alameda es una larga avenida que disecciona la ciudad de este a oeste y en la que también es normal ceder al llanto. Sobre todo ahora, que los milicos parecen empeñados en segar las grandes alamedas.

Fue después de un breve viaje a los Balcanes con escala en Rotenbiller Utca que llegó de nuevo -al menos de manera oficial- el otoño a Lugo. Laura, que ha vivido este año, como yo, dos equinoccios y dos solsticios repetidos, se independizó; mi madre siguió estando a mi lado, porque nunca llegó a marcharse; y Marieta me ayudó a estirar el verano hasta el último de los amaneceres. En Chile, en tanto, estalló la verdadera primavera, inmarchitable, que todavía dura, y Mateo se quedó allí luchando -que es lo suyo- aunque me prometió que pronto volvería.

Desde entonces, desde que el segundo equinoccio de otoño llegó a mi vida, no ha hecho más que llover en Lugo. Tanto, con tanta violencia, que cuesta incluso esfuerzo creer que aquella ilusión del verano elástico llegó a existir algún día. Y es que nada, ni siquiera el verano, puede tener tanta elasticidad como para estirarse sin llegar a perder su forma original.

Tal vez por eso ahora, mientras los repollos que Cachis plantó frente a la costa de mi infancia comienzan a echar sus compactos cogollos y en Lugo es cada vez más tarde, más invierno, me resulta imposible no recordar con nostalgia aquellos veranos de mi infancia. Veranos que no duraban tanto, pero en los que no tenía cabida el tiempo.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

CADÁVER DE DOMINGO


Aquel martes arrugado fue distinto de este otro, apenas una mancha de café en mitad de la semana. La ría parecía un minutero y el tiempo ascendía en espiral dejándome intacto y despeinado mirando hacia la otra orilla. La sensación de lejanía me asaltaba cada lunes. La distancia se medía en decímetros y también en cataratas.

Aquel martes arrugado fue distinto de este otro, pero yo lo supe el miércoles y sentí una desazón tremenda que traté de apaciguar con somníferos y agua de lluvia. El jueves comenzó a llover, de arriba hacia abajo -como casi siempre-, pero el agua no logró borrar las huellas de la sangre; de manera que el viernes se precipitó de pronto, sin remedio.

El sábado envié a mi madre un telegrama, vía paloma mensajera, pero olvidé incorporar el acuse de recibo. El lunes la paloma se detuvo cerca de la costa, extraviando mi mensaje ante el delirio incomprensible de piratas y ballenas.

Llegó entonces este otro martes, diferente, qué duda cabe, del primero, y en un margen más bien poco iluminado de la ría, hallaron mi cadáver de domingo, enredado entre el plancton del fondo y algunas colas de sirena. Había sido una ardua semana.

Mi madre se enteró por los periódicos y corrió al parque, llena de rabia, a cazar palomas mensajeras. Odiaba la fea costumbre que, desde muy pequeño, me lleva a suicidarme los domingos.