El verano
más largo del mundo comenzó para mí hace casi doce meses, en
Santiago de Chile, una ciudad fantasmal envuelta en polvo que todavía
no había sido tomada por los militares. Yo vivía entonces en una
atalaya que no era en realidad una atalaya, pero desde la que creía
poder contemplarlo todo. Incluso el paso parsimonioso del tiempo.
Era enero y
también verano, porque siempre es verano allí, al menos para
alguien como yo, nacido muy lejos, en un pedazo de tierra húmedo
colonizado, desde que tengo recuerdo, por el otoño, y responsable,
supongo, de esta cabeza plagada de pensamientos lluviosos y de tantas
colecciones que hoy me sobran.
Aquel primer
verano, el austral, duró todo lo que puede durar un verano, estirado
hasta los límites de la Patagonia. Fue precisamente allí, en alguna
cuneta de la carretera austral, donde el verano comenzó a resbalar
hacia esa estación intermedia, de paso, que en Chile llaman otoño y
que coincide exactamente, en tiempo y en colores, con aquello que en
Galicia conocemos como primavera. Supe de aquel equinoccio porque
sentí un frío en los huesos. Aunque no solo en los huesos.
Mi primer
otoño del año, el austral, duró tan poco que todavía quema. Hoy
tan solo recuerdo de aquellos días algunas caras, algunas frases y
algunas luchas que siguen vivas. Y el nudo en la garganta a la hora
de la despedida -aunque no solo en la garganta- y la imagen de la
atalaya doblemente vacía. Porque después llegaron los aviones,
claro, y el verano de nuevo, mi segundo solsticio, el verano boreal
aguardando a la vuelta de una página ya doblada. Un salto en el
tiempo, astronómico, para volver atrás, para regresar de nuevo a
un verano que -lo supe más tarde- llevaba en su interior un invierno
muerto.
Mi verano
boreal, el segundo del año, fue más largo incluso que el primero,
pero tampoco tuvo auroras. Empezó en Madrid -donde siempre empieza y
termina todo-; tuvo una escala en Granada -donde Anita hizo también
su particular escala entre México y México-; y terminó en Lugo,
donde nunca es verano, donde siempre es casi otoño, por más que el
calendario o los astros se empeñen en decirnos otra cosa.
En Granada
visité a mi hermano, que ahora vive en una atalaya con vistas a la
Alhambra desde la que también es posible contemplar -me imagino- el
paso del tiempo; y en el norte volví a encontrarme con Cachis, que
es marinero incluso cuando no navega. Embarcó de nuevo a finales de
verano, de este verano. Plantó unos repollos en la huerta de su casa
y se echó a la mar. Hoy crecen a orillas de un océano que él
navega y que a veces, en días de tormenta, proyecta olas que tienen
la altura de un edificio de cuatro plantas.
Durante mi
segundo verano del año descubrí que había nacido en luna llena. A
mediodía, pero en luna llena. Raquel me contó que soy un caballo de
agua metal -en sentido figurado, claro-; y Tote -que es mi amiga y
también mi dentista- que tengo unos surcos de los siete superiores
muy profundos y que a Sonka -que es mi peluquera y también mi amiga-
le faltan dos incisivos (algo en lo que nunca había reparado antes).
Todo eso sucedió en verano. Antonio me habló de ecología y Sules
de cine, algunos días antes de leer una entrevista en la que el
realizador finlandés Aki Kaurismaki hablaba de los humanos: “Gracias
al pulgar no somos animales. Los dejamos atrás, cierto, pero tampoco
hemos llegado a humanos. Ni siquiera tenemos buen sabor. No servimos
de alimento a nadie. Me pregunto qué hacemos en la punta de la
pirámide alimenticia”, reflexionaba.
En pleno
verano boreal Beto y Yol se casaron, Irene volvió del sur, yo me
compré una pajarita de madera, el molino de tinta se volvió de
piedra y pude regresar, de visita, a casi todas las patrias de mi
infancia. Tamara me dijo que cuanto más hablo menos me escucho y que
a este ritmo terminaré convirtiéndome en un artículo más de mi
habitación museo. Tenía razón, como casi siempre, pero no he
parado de hablar ni un solo minuto desde aquel momento.
Fue ya cerca
del otoño, de mi segundo otoño, cuando empecé a darle vueltas a
eso del verano elástico. Se lo comenté a la chica más triste que
he conocido y me aseguró que se rompería en añicos. El equinoccio
me sorprendió esta vez en Santiago de Compostela, mi otro Santiago.
Quedé con Carmen una tarde y me invitó al Paraíso. Y aunque en
Santiago el Paraíso es en realidad una cafetería plagada de espejos
con manchas de humedad que simulan ser pequeñas islas que no
existen, le dije que sí, que claro, que cómo podría yo rechazar
una invitación al Paraíso. Y allí estuvimos los dos, tratando de
condensar dos años en dos horas y creo recordar que sobraron algunos
minutos.
Al salir
caminé durante un rato por la Alameda, que en este Santiago, el lado
de acá, es una extensión verde desprovista de álamos pero profusa
en ginkgos biloba. Tuve ganas de llorar en algún momento, y creo que
lo hice, para dentro, claro, que es como acostumbramos a llorar los
que no tenemos el valor suficiente como para hacerlo hacia afuera.
Caminando por aquella Alameda, recordé fugazmente pasajes de mi
estancia en aquel Santiago, hace ya dos o tres vidas, y sonreí un
poco. En el lado de allá, en Santiago de Chile, la Alameda es una
larga avenida que disecciona la ciudad de este a oeste y en la que
también es normal ceder al llanto. Sobre todo ahora, que los milicos
parecen empeñados en segar las grandes alamedas.
Fue después
de un breve viaje a los Balcanes con escala en Rotenbiller Utca que
llegó de nuevo -al menos de manera oficial- el otoño a Lugo. Laura,
que ha vivido este año, como yo, dos equinoccios y dos solsticios
repetidos, se independizó; mi madre siguió estando a mi lado,
porque nunca llegó a marcharse; y Marieta me ayudó a estirar el
verano hasta el último de los amaneceres. En Chile, en tanto,
estalló la verdadera primavera, inmarchitable, que todavía dura, y
Mateo se quedó allí luchando -que es lo suyo- aunque me prometió
que pronto volvería.
Desde
entonces, desde que el segundo equinoccio de otoño llegó a mi vida,
no ha hecho más que llover en Lugo. Tanto, con tanta violencia, que
cuesta incluso esfuerzo creer que aquella ilusión del verano
elástico llegó a existir algún día. Y es que nada, ni siquiera el
verano, puede tener tanta elasticidad como para estirarse sin llegar
a perder su forma original.
Tal vez por
eso ahora, mientras los repollos que Cachis plantó frente a la costa
de mi infancia comienzan a echar sus compactos cogollos y en Lugo es
cada vez más tarde, más invierno, me resulta imposible no recordar
con nostalgia aquellos veranos de mi infancia. Veranos que no duraban
tanto, pero en los que no tenía cabida el tiempo.
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