> Palabras y Placebos: abril 2020

miércoles, 29 de abril de 2020

EL VIRUS IMAGINADO


Cora tiene 4 años y lleva más de 40 días confinada en su casa. El motivo lo tiene claro: “No podemos salir de casa porque hay coronavirus, que es un virus que está en la corona”, explica. Y aporta más datos: “Es un virus que es verde y tiene otros virus. Tiene antenas y ojos y boca. Tiene brazos y piernas y salta”. La descripción es precisa, detallada. Se diría que resultaría incluso sencillo identificar a alguien así. Pero hay un problema; el retrato robot elaborado por Cora es distinto al facilitado por Héctor (5 años) y por Leire (3).

Héctor y Leire son hermanos, viven juntos, pero los virus que les han impedido estos días ir a jugar al parque de bolas con Samu (en el caso de él) o pasar tiempo con Cayetana (en el de ella), no terminan de encajar con el perfil entregado por Cora. Sus descripciones difieren con las otras descripciones. Y también entre sí. El coronavirus del que habla Héctor es “amarillo y pequeño, diminuto” y al que hace mención Leire, “azul y un poco mediano”. La cosa se complica. Mucho más después de saber que el de Lucas (7) es definitivamente “rojo, blanco y circular” y el de Samira (4) coincide en la forma con el de Lucas y en el color con el de Leire. “Es circular y tiene muchas patas verdes y azules, que juntadas se transforman en verde más oscuro”, proclama.

Los coronavirus que viven en el barrio de Maite (3 años, casi 4) son pequeños. “No los ves, porque son pequeños” -comienza explicando-. “No los matas, porque son pequeños” -matiza después-. Y ante la pregunta de si infunden temor, la respuesta es de una lógica aplastante: “No, porque son pequeños”. Su reducido tamaño tampoco termina de amedrentar a Samira: “No me da miedo porque yo soy grande, valiente y muy fuerte”, dice.

Tras más de dos meses de crisis global, los expertos no han logrado aún alcanzar un consenso sobre las causas que motivaron el inicio de la epidemia. No son los únicos. Mientras Samira sostiene que el virus “nace de la tierra”, Maite asegura, en la misma línea que algunos importantes líderes internacionales (pero sin señalar, en su caso, a ningún país en concreto) que la enfermedad es importada: “Antes íbamos al parque, pero ahora no puedo ir porque hay coronavirus y cintas. El virus lo pusieron ahí los malos, que son ladrones. Robaron unas bolsas de papel de la basura para coger los bichitos y los echaron en mi parque”, denuncia.

Sea como fuere, lo que sí que parecen tener claro los niños -mucho más que algunos líderes; mucho más, incluso, que algunos padres- es la importancia de quedarse en casa y extremar las precauciones al salir a la calle. “Se puede salir a la calle si nos abrigamos”, matiza Cora, haciendo un llamamiento a la responsabilidad ciudadana.

Y es que tras seis semanas de confinamiento, no merece la pena tirarlo todo por la borda. “Nosotros nos lo pasamos bien en casa, jugamos y nos divertimos. Jugamos a la consola, pintamos el día de hoy y tachamos el calendario”, explica Héctor. “A mí me gusta estar en casa porque hay menos trabajos que hacer”, confiesa Lucas, en un alarde de honestidad. Y aunque todos conviven también estos días con sus anhelos (“los amigos”, en el caso de Cora; “los abuelos”, en el de Maite) y sus nostalgias (“salir afuera a jugar o poder quedarte en casa sin que haya virus”, apunta Lucas), parecen tener bastante clara aquella vieja máxima de que, en ocasiones, es mejor el remedio que la enfermedad. Porque aunque es posible que no sean del todo conscientes de por qué están confinados, del motivo en concreto, sí que parecen serlo de su importancia. Y puede que con eso baste.

Porque la cuarentena, al fin y al cabo, terminará algún día, y mientras los mayores nos obstinaremos en elaborar oscuras estrategias para reactivar la economía, estimular el comercio o restablecer la vieja normalidad; las niñas y los niños se prepararán también para llevar a cabo sus ambiciosos planes. “¿Lo primero que me gustaría hacer cuando se vaya el virus? -se pregunta Leire, en voz alta-. Ir al Mercadona a jugar con el carro”, se responde. Y Cora, tras hacer una larga pausa para reflexionar, culmina: “A mí me gustaría salir a dar un paseíto y tomar un descafeinado en el bar”.

De los seis niños consultados, tan solo uno, el de mayor edad (que definió el Covid-19 como un “virus mortal”) manifestó tener miedo; todos, sin excepción, afirmaron sentirse a gusto y a salvo en sus casas; y ninguno planeó hacer cuando esto termine nada que no hubiera hecho antes. Nadie se refirió tampoco a un futuro que no fuera el inmediato, ni hizo alusión alguna al verano, por ejemplo, patria verdadera de la infancia que ya está por llegar. Para quien vive siempre instalado en el presente, el futuro nunca es tan desolador.

miércoles, 22 de abril de 2020

LAS HORAS VIOLENTAS


Las cuarentenas no duran siempre 40 días. Las hay más breves, más largas y más o menos violentas. Lo que no varía en ningún caso es la consigna, saber esperar. Supongo que un confinamiento consiste, a fin de cuentas, en aprender a estar solo, a aceptarse, a convivir con uno mismo en un espacio reducido. Y no hay espacio más reducido que el que uno mismo representa. Diría, entonces, que hay tantas cuarentenas como personas y tantas formas de sobrellevarlas, de resistirlas, como niveles de tolerancia al cambio, la frustración o la soledad.

Hay quienes ven -y es lógico- este estado de restricción de movimientos como algo antinatural, excepcional, que debe ser entendido y afrontado sin perder de vista en ningún momento dicha excepcionalidad. Pero yo creo que la vida en confinamiento no es más que la expresión, la prolongación natural y la consecuencia directa de la vida que llevábamos antes de ser confinados.

Este mundo suspendido, en muchos sentidos irreconocible, que dibuja por momentos la pandemia, se parece bastante, después de todo, al mundo cotidiano de otros. Todo eso que nos resulta ahora tan raro, es para muchos lo ordinario, lo común o lo más habitual. Al que ya no tenía casa, al que ya no tenía empleo o al que ya no tenía espacio, no le resultan seguramente tan insoportables las medidas del estado de alarma. Tampoco al que siempre estuvo solo, al siempre tuvo miedo o al que vio siempre limitada o restringida, por cualquier motivo, su libertad. Aproximadamente un tercio de la población mundial está confinada estos días en sus casas, acorralada por la enfermedad. Pero una proporción muy similar siempre lo estuvo.

El coronavirus -ha quedado demostrado- no golpea a todos por igual. Hay grupos de riesgo determinados por diversos factores (patologías previas, grado de exposición al virus, motivos de edad) y grupos especialmente vulnerables que ya lo eran pero ahora lo son más. La cuarentena deja al descubierto las costuras de la vida, y en estas horas violentas se multiplica también la violencia doméstica, machista, infantil, familiar. Una violencia que ya existía, que estaba ahí, latente, pero que ahora se ha vuelto más peligrosa y más difícil de atajar. La cuarentena es un placebo, pero existe la enfermedad.

También existe la muerte. Y si algo está dejando claro este encierro prolongado es que estamos perfectamente preparados para estar solos, para vivir solos, pero no para morir solos. Creo que esa sigue siendo una de las caras más dolorosas de esta crisis. Una arista que afecta además directamente a los que seguimos con vida, porque los muertos, llegado el momento, siempre se marchan solos. Son las despedidas que no se dan las que se enquistan, permanecen y duelen todavía, pasado el tiempo, por la sencilla razón de que nunca tuvieron lugar. Es posible, entonces, que también estemos preparados para morir solos, pero no para no poder decir adiós a tiempo, para no estar cerca esos últimos momentos, para dejar marchar.

La vulnerabilidad social, económica, física o emocional se acentúa en tiempos de pandemia, pero ya existía antes y era eso, pura carencia, fragilidad. Desconozco qué cosas cambiarán cuando todo esto termine, pero me imagino que una de ellas será nuestra sensación de inmunidad. Porque aunque muchos de nosotros nunca antes nos habíamos sentido tan vulnerables, ya lo éramos. Por diferentes razones. Creo que eso es, en realidad, todo lo que encierra este encierro. Una de las conclusiones que deberíamos sacar. Y es que cuando estas horas de violencia por fin amainen, quizás nos demos cuenta de que lo verdaderamente violento era vivir como vivíamos.

miércoles, 15 de abril de 2020

LOS DESOBEDIENTES


Los que gustan de hacer acusaciones deben saber que hay un grupo de personas que en estos tiempos de crisis sanitaria pueden salir a correr, permanecer en la calle o moverse lejos de sus fronteras. Que no cumplen las normas de seguridad ni respetan a cabalidad las medidas de distanciamiento. Que no usan mascarilla, ni guantes, ni gel hidroalcohólico, ni se lavan las manos durante un minuto. Que no necesitan, aparentemente, estar confinados en sus casas ni someterse a ningún tipo de prueba. Que viven al margen del estado de alarma. Que desafían los toques de queda.

Son tan laxas las obligaciones de estos presuntos desobedientes, que no puedo evitar acordarme, mientras pienso en ellos, de esas otras personas que en Semana Santa fueron sancionadas por la policía al ser sorprendidas camino de la playa o de su segunda o tercera residencia. Me imagino la rabia que sintieron al ver reducida su extraordinaria movilidad, al ver limitados sus kilométricos derechos. Su impotencia al ver frustrado su deseo incontenible de pasar el puente en familia a orillas del océano. Estoy seguro de que si estos probos ciudadanos, multados por las fuerzas del orden, conocieran la existencia de los otros, de los desobedientes, no dudarían ni un instante en señalarlos con el dedo.

Pero los desobedientes de los que yo hablo no corren por deporte. No se pasan el día en la calle por respirar un aire más puro. No deambulan lejos de sus fronteras por vacaciones o negocios. No se encuentran aislados en sus casas porque no tienen casa; no se les practica ninguna prueba porque no tienen pruebas; no respetan la distancia de seguridad porque la distancia no alcanza; y no se lavan las manos durante un minuto porque el agua no llega. Si no están sometidos por completo a los estados de alarma es porque debe quedar algo, en fin, a lo que no estén sometidos.

Me refiero a los refugiados, a los desplazados, a los solicitantes de asilo. A todas esas personas que no están ni se les espera. No están, pero son muchos. Hacen poco ruido aunque son muchos. Y sus nombres, sus vidas, contabilizadas de una en una o a montones, dan también resultados rotundos, cifras escandalosas, sumas siniestras.

Según los datos actualizados recientemente por ACNUR, hay en el mundo, en este mundo, 71 millones de seres humanos desplazados a la fuerza. Y son nuestros vecinos, es decir, viven cerca. Al otro lado del muro, de la valla o de la verja. Viven -mejor dicho, sobreviven- hacinados estos días en Moria, en la isla griega de Lesbos, un campamento pensado para 3.000 personas que es el hogar de 22.000. Con un baño, de acuerdo a los informes de Médicos Sin Fronteras, para cada 200 individuos; un grifo de agua para cada 1.300; y tres médicos para más de 20.000. Hay al menos seis contagiados por Covid-19.

La realidad es muy similar en Za'atari, Jordania, un campo de refugiados que acoge a cerca de 80.000 personas, casi todos desplazados sirios, hijos de la guerra. O en Cox's Bazar, Bangladesh, sede del asentamiento forzado más grande del planeta, donde conviven aproximadamente 700.000 refugiados rohingya expulsados por el ejército birmano en el campamento de Kutupalong. Contener un contagio masivo en un lugar como este, en el que ya se han reportado casos de coronavirus, resulta poco menos que una quimera. En Tijuana y Ciudad Juárez, México, los refugios se encuentran también desbordados, con al menos 40.000 personas tratando en vano de regularizar su situación migratoria. Mientras tanto, el 75% de los guatemaltecos deportados desde Estados Unidos en el último vuelo, eran portadores del Covid-19, ese virus que -decían- no entiende de fronteras.

La situación es difícil de explicar, pero muy fácil de entender; en un contexto de emergencia mundial, congelar las peticiones de asilo y abandonar los campamentos de refugiados a su suerte, no es una medida excepcional, es un acto de negligencia. Es lavarse las manos. Es dejar morir. Es desobediencia.

miércoles, 8 de abril de 2020

POR LA TARDE FUI A NADAR


El 2 de agosto de 1914, en plena efervescencia de la Primera Guerra Mundial, Franz Kafka escribió en su diario: “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. Desde que el escritor checo regresó de nadar y hasta la firma del armisticio que puso fin al conflicto, en el otoño de 1918, murieron 16 millones de personas. Habrían muerto de todos modos aunque Kafka no hubiera ido aquella tarde a nadar. O aunque lo hubiera hecho sin dejar constancia en su diario del decisivo anuncio. Poco importa, pues es la ligereza de sus palabras, su aparente indolencia en un contexto histórico tan terrible, lo que en realidad sorprende. No es la guerra -o si lo es, no es solamente la guerra-, es haber ido a nadar mientras la gente se moría.

Se ha escrito mucho últimamente a propósito de una suerte de espíritu solidario y humanista que está surgiendo, al parecer, en los países más castigados por el coronavirus. Se ha reflexionado tanto (y con tanta autoindulgencia) sobre lo que éramos como sociedad antes de la pandemia, lo que somos y lo que muy pronto seremos, que no me cabe la menor duda de que de haber escrito hoy Kafka en su diario lo que escribió en 1914, las redes sociales estarían ardiendo demandando la lapidación del autor de la Metamorfosis en la plaza del pueblo. Pero el que no haya ido alguna vez a nadar mientras la gente se muere, que tire la primera piedra.

No lo digo yo, lo dice la experiencia. Solo lo cercano, lo que nos afecta de forma directa, consigue movilizarnos realmente. Solo lo inmediato nos conmueve. El Covid-19 no preocupaba tanto cuando se propagaba a toda velocidad por China -un territorio en el que viven 1.400 millones de personas que no conocemos- como cuando llegó aquí para quedarse. Hoy es Madrid, es Bérgamo, es Nueva York, pero ayer era Wuhan y mañana será Lomé, por ejemplo.

Lomé es la capital de Togo, una estrecha franja de tierra situada en África occidental que es la residencia de ocho millones de personas. Aproximadamente el 40% de su población vive bajo el umbral de la pobreza, es decir, con menos de un dólar y 90 centavos al día, que es la frontera trazada y actualizada en 2015 por la ONU para separar a los pobres de los muy pobres. Para distinguir pobreza de pauperismo. Cito Togo porque tratando de investigar cómo está evolucionando la epidemia en el continente africano me topé el otro día con una noticia escalofriante. No se trataba, en rigor, de una noticia, sino más bien de un párrafo suelto dentro de un reportaje que repasaba las medidas que están adoptando o que tienen previsto adoptar los países de África subsahariana para resistir los embates del coronavirus. Pues bien, en Togo disponían de cuatro camas para combatir la pandemia. Una por cada dos millones de habitantes.

Me pregunto cuál habría sido la reacción mayoritaria si Kafka hubiera ido a nadar y lo hubiera consignado en su diario mientras Francia invadía Togo y no mientras Alemania declaraba la guerra a Rusia, por ejemplo. La respuesta es que no habría pasado nada. Y no lo digo yo, lo dice la experiencia, pues ambos eventos tuvieron lugar simultáneamente.

Yo quisiera ser optimista, pero no me sale. Me encantaría creer que sobrevendrá a esta pandemia un mundo más justo, más equitativo, un poco más humano, pero no lo creo. Me encantaría poder tener la integridad moral necesaria para emitir alguna sentencia o algún consejo, pero no la tengo. Desearía poder decir que lo que pasa en Lomé o en Nueva York me afecta tanto como lo que pasa aquí, al lado de casa, pero no me atrevo. Y tengo la impresión de que si hoy las playas y piscinas se encuentran vacías es porque está restringido su acceso. De no mediar la cuarentena, estos espacios estarían seguramente llenos de personas nadando como Kafka aquel 2 de agosto de 1914. Nadando mientras los demás se mueren.

miércoles, 1 de abril de 2020

MI ABUELA DICE



Hace un mes que no veo a mi abuela. Me invitó a comer el mismo día que el gobierno decretó el estado de alarma, pero preferí quedarme en casa. No le gustó que rechazara su invitación -lo percibí en su voz-, porque no suelo rechazar sus invitaciones y porque -argumentó después, en una última tentativa por tratar de convencerme- había hecho demasiada comida. Pero la abuela siempre hace demasiada comida y aquel sábado, cuando la epidemia del coronavirus comenzaba ya a tornarse incontrolable, habernos reunido como tantos otros sábados en torno a la mesa de la abuela, habría sido irresponsable. De manera que no fui, ni aquel sábado ni tampoco, claro, los sábados siguientes.

Ayer, mientras trataba de poner en orden sobre el papel un amplio catálogo de pensamientos, reflexiones y observaciones relacionados con la pandemia, me tomé un descanso para llamar a mi abuela. Llevaba tantos días leyendo lo que los amigos dicen, lo que los médicos dicen, lo que los políticos dicen, lo que los expertos dicen y lo que los periodistas dicen a propósito del COVID-19, que se me había olvidado por completo escuchar lo que tiene que decir mi abuela. La globalización debe ser eso; la falsa, ingenua e inducida sensación de identificación con un mundo que en realidad nos es ajeno.

Mi abuela vive sola. Lleva 28 años viviendo sola (desde que murió mi abuelo) y hoy dice que está bien, pero que tiene miedo. Yo le digo que no tiene por qué tenerlo, que no hay virus que pueda con ella. Y ella entonces se ríe, pero sospecho que sigue teniendo miedo.

Mi abuela dice que el coronavirus “fue creado exclusivamente para hacer desaparecer a los mayores del planeta”, porque “¿dónde se vio un virus que ataque solo a los viejos?”. Mi abuela dice que de vez en cuando “el virus se lleva también a algún joven, para despistar, para que no se note tanto”.

A mi abuela no le gusta decir la edad que tiene. Nunca le ha gustado. “Es un secreto de estado”, protesta entre dientes, cada vez que alguien se obstina en obtener de sus labios un número exacto, una especie de confesión, una fecha de nacimiento. Yo sé la edad que tiene y los dos que hoy forma parte de la denominada población de riesgo.

Mi abuela dice que últimamente casi no ve la tele, o la ve sin volumen, porque no le gusta escuchar lo que sabe que van a decir en la tele de las personas como ella. “Llega un momento en el que siempre dicen: 'Hay que recordar que la población a la que más afecta el virus...' y ahí justo le quito el volumen, porque ya sé de qué gente hablan”, se excusa riendo. “Tanta información te sugestiona y luego piensas que tienes fiebre aunque no la tengas”.

Mi abuela dice que los partidos de la oposición en España están tratando de aprovechar este momento para hacer política: “Están intentando echar al presidente. Eso es lo que quieren. Les da igual que estemos vivos o muertos, lo que todos quieren es echar al presidente”. Mi abuela es socialista, votó a Pedro Sánchez y no se arrepiente.

Mi abuela dice que si le tiene tanto miedo al coronavirus es “porque es desconocido, invisible y viene de China”. Mi abuela nunca ha estado en China, pero no se fía de la procedencia de este virus en concreto.

Lo que más entristece a mi abuela es que las familias no puedan despedirse de sus muertos, porque ella tampoco pudo despedirse de mi abuelo. “No me pude despedir porque no estaba en ese momento. Él preguntaba por mí y a mí me habría encantado saber qué quería decirme. Lo que menos esperaba es que se fuera a morir ese día. Pero al menos me pude despedir al día siguiente, cuando ya estaba muerto. Ahora es mucho peor porque no pueden hacer ni siquiera eso”.

Mi abuela guarda un recorte de periódico de un médico que hace algunos años aseguraba haber descubierto un tratamiento para que las personas viviesen 130 años. “A mí, estando como estoy, me encantaría llegar a los ciento y pico”, confiesa.

Mi abuela carraspea mientras habla, pero dice que ya carraspeaba antes.

Mi abuela dice que tengo que escribir lo que me dice.

Mi abuela dice que tiene ganas de vernos.