Los que gustan de hacer acusaciones deben saber que hay
un grupo de personas que en estos tiempos de crisis sanitaria pueden salir a correr, permanecer en la calle o moverse lejos de sus
fronteras. Que no cumplen las normas de seguridad ni respetan a
cabalidad las medidas de distanciamiento. Que no usan mascarilla, ni
guantes, ni gel hidroalcohólico, ni se lavan las manos durante un
minuto. Que no necesitan, aparentemente, estar confinados en sus
casas ni someterse a ningún tipo de prueba. Que viven al margen del
estado de alarma. Que desafían los toques de queda.
Son tan laxas las obligaciones de estos presuntos
desobedientes, que no puedo evitar acordarme, mientras pienso en
ellos, de esas otras personas que en Semana Santa fueron sancionadas
por la policía al ser sorprendidas camino de la playa o de su
segunda o tercera residencia. Me imagino la rabia que sintieron al
ver reducida su extraordinaria movilidad, al ver limitados sus
kilométricos derechos. Su impotencia al ver frustrado su deseo
incontenible de pasar el puente en familia a orillas del océano.
Estoy seguro de que si estos probos ciudadanos, multados por las
fuerzas del orden, conocieran la existencia de los otros, de los
desobedientes, no dudarían ni un instante en señalarlos con el
dedo.
Pero los desobedientes de los que yo hablo no corren por
deporte. No se pasan el día en la calle por respirar un aire más
puro. No deambulan lejos de sus fronteras por vacaciones o negocios.
No se encuentran aislados en sus casas porque no tienen casa; no se
les practica ninguna prueba porque no tienen pruebas; no respetan la
distancia de seguridad porque la distancia no alcanza; y no se lavan
las manos durante un minuto porque el agua no llega. Si no están
sometidos por completo a los estados de alarma es porque debe quedar
algo, en fin, a lo que no estén sometidos.
Me refiero a los refugiados, a los desplazados, a los
solicitantes de asilo. A todas esas personas que no están ni se les
espera. No están, pero son muchos. Hacen poco ruido aunque son
muchos. Y sus nombres, sus vidas, contabilizadas de una en una o a
montones, dan también resultados rotundos, cifras escandalosas,
sumas siniestras.
Según los datos actualizados recientemente por ACNUR,
hay en el mundo, en este mundo, 71 millones de seres humanos
desplazados a la fuerza. Y son nuestros vecinos, es decir, viven
cerca. Al otro lado del muro, de la valla o de la verja. Viven
-mejor dicho, sobreviven- hacinados estos días en Moria, en la isla
griega de Lesbos, un campamento pensado para 3.000 personas que es el
hogar de 22.000. Con un baño, de acuerdo a los informes de Médicos
Sin Fronteras, para cada 200 individuos; un grifo de agua para cada
1.300; y tres médicos para más de 20.000. Hay al menos seis
contagiados por Covid-19.
La realidad es muy similar en Za'atari, Jordania, un
campo de refugiados que acoge a cerca de 80.000 personas, casi todos
desplazados sirios, hijos de la guerra. O en Cox's Bazar, Bangladesh,
sede del asentamiento forzado más grande del planeta, donde conviven
aproximadamente 700.000 refugiados rohingya expulsados por el
ejército birmano en el campamento de Kutupalong. Contener un
contagio masivo en un lugar como este, en el que ya se han reportado
casos de coronavirus, resulta poco menos que una quimera. En Tijuana
y Ciudad Juárez, México, los refugios se encuentran también
desbordados, con al menos 40.000 personas tratando en vano de
regularizar su situación migratoria. Mientras tanto, el 75% de los
guatemaltecos deportados desde Estados Unidos en el último vuelo,
eran portadores del Covid-19, ese virus que -decían- no entiende de
fronteras.
La situación es difícil de explicar, pero muy fácil
de entender; en un contexto de emergencia mundial, congelar las
peticiones de asilo y abandonar los campamentos de refugiados a su
suerte, no es una medida excepcional, es un acto de negligencia. Es
lavarse las manos. Es dejar morir. Es desobediencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario