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miércoles, 15 de abril de 2020

LOS DESOBEDIENTES


Los que gustan de hacer acusaciones deben saber que hay un grupo de personas que en estos tiempos de crisis sanitaria pueden salir a correr, permanecer en la calle o moverse lejos de sus fronteras. Que no cumplen las normas de seguridad ni respetan a cabalidad las medidas de distanciamiento. Que no usan mascarilla, ni guantes, ni gel hidroalcohólico, ni se lavan las manos durante un minuto. Que no necesitan, aparentemente, estar confinados en sus casas ni someterse a ningún tipo de prueba. Que viven al margen del estado de alarma. Que desafían los toques de queda.

Son tan laxas las obligaciones de estos presuntos desobedientes, que no puedo evitar acordarme, mientras pienso en ellos, de esas otras personas que en Semana Santa fueron sancionadas por la policía al ser sorprendidas camino de la playa o de su segunda o tercera residencia. Me imagino la rabia que sintieron al ver reducida su extraordinaria movilidad, al ver limitados sus kilométricos derechos. Su impotencia al ver frustrado su deseo incontenible de pasar el puente en familia a orillas del océano. Estoy seguro de que si estos probos ciudadanos, multados por las fuerzas del orden, conocieran la existencia de los otros, de los desobedientes, no dudarían ni un instante en señalarlos con el dedo.

Pero los desobedientes de los que yo hablo no corren por deporte. No se pasan el día en la calle por respirar un aire más puro. No deambulan lejos de sus fronteras por vacaciones o negocios. No se encuentran aislados en sus casas porque no tienen casa; no se les practica ninguna prueba porque no tienen pruebas; no respetan la distancia de seguridad porque la distancia no alcanza; y no se lavan las manos durante un minuto porque el agua no llega. Si no están sometidos por completo a los estados de alarma es porque debe quedar algo, en fin, a lo que no estén sometidos.

Me refiero a los refugiados, a los desplazados, a los solicitantes de asilo. A todas esas personas que no están ni se les espera. No están, pero son muchos. Hacen poco ruido aunque son muchos. Y sus nombres, sus vidas, contabilizadas de una en una o a montones, dan también resultados rotundos, cifras escandalosas, sumas siniestras.

Según los datos actualizados recientemente por ACNUR, hay en el mundo, en este mundo, 71 millones de seres humanos desplazados a la fuerza. Y son nuestros vecinos, es decir, viven cerca. Al otro lado del muro, de la valla o de la verja. Viven -mejor dicho, sobreviven- hacinados estos días en Moria, en la isla griega de Lesbos, un campamento pensado para 3.000 personas que es el hogar de 22.000. Con un baño, de acuerdo a los informes de Médicos Sin Fronteras, para cada 200 individuos; un grifo de agua para cada 1.300; y tres médicos para más de 20.000. Hay al menos seis contagiados por Covid-19.

La realidad es muy similar en Za'atari, Jordania, un campo de refugiados que acoge a cerca de 80.000 personas, casi todos desplazados sirios, hijos de la guerra. O en Cox's Bazar, Bangladesh, sede del asentamiento forzado más grande del planeta, donde conviven aproximadamente 700.000 refugiados rohingya expulsados por el ejército birmano en el campamento de Kutupalong. Contener un contagio masivo en un lugar como este, en el que ya se han reportado casos de coronavirus, resulta poco menos que una quimera. En Tijuana y Ciudad Juárez, México, los refugios se encuentran también desbordados, con al menos 40.000 personas tratando en vano de regularizar su situación migratoria. Mientras tanto, el 75% de los guatemaltecos deportados desde Estados Unidos en el último vuelo, eran portadores del Covid-19, ese virus que -decían- no entiende de fronteras.

La situación es difícil de explicar, pero muy fácil de entender; en un contexto de emergencia mundial, congelar las peticiones de asilo y abandonar los campamentos de refugiados a su suerte, no es una medida excepcional, es un acto de negligencia. Es lavarse las manos. Es dejar morir. Es desobediencia.

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