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miércoles, 8 de abril de 2020

POR LA TARDE FUI A NADAR


El 2 de agosto de 1914, en plena efervescencia de la Primera Guerra Mundial, Franz Kafka escribió en su diario: “Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. Desde que el escritor checo regresó de nadar y hasta la firma del armisticio que puso fin al conflicto, en el otoño de 1918, murieron 16 millones de personas. Habrían muerto de todos modos aunque Kafka no hubiera ido aquella tarde a nadar. O aunque lo hubiera hecho sin dejar constancia en su diario del decisivo anuncio. Poco importa, pues es la ligereza de sus palabras, su aparente indolencia en un contexto histórico tan terrible, lo que en realidad sorprende. No es la guerra -o si lo es, no es solamente la guerra-, es haber ido a nadar mientras la gente se moría.

Se ha escrito mucho últimamente a propósito de una suerte de espíritu solidario y humanista que está surgiendo, al parecer, en los países más castigados por el coronavirus. Se ha reflexionado tanto (y con tanta autoindulgencia) sobre lo que éramos como sociedad antes de la pandemia, lo que somos y lo que muy pronto seremos, que no me cabe la menor duda de que de haber escrito hoy Kafka en su diario lo que escribió en 1914, las redes sociales estarían ardiendo demandando la lapidación del autor de la Metamorfosis en la plaza del pueblo. Pero el que no haya ido alguna vez a nadar mientras la gente se muere, que tire la primera piedra.

No lo digo yo, lo dice la experiencia. Solo lo cercano, lo que nos afecta de forma directa, consigue movilizarnos realmente. Solo lo inmediato nos conmueve. El Covid-19 no preocupaba tanto cuando se propagaba a toda velocidad por China -un territorio en el que viven 1.400 millones de personas que no conocemos- como cuando llegó aquí para quedarse. Hoy es Madrid, es Bérgamo, es Nueva York, pero ayer era Wuhan y mañana será Lomé, por ejemplo.

Lomé es la capital de Togo, una estrecha franja de tierra situada en África occidental que es la residencia de ocho millones de personas. Aproximadamente el 40% de su población vive bajo el umbral de la pobreza, es decir, con menos de un dólar y 90 centavos al día, que es la frontera trazada y actualizada en 2015 por la ONU para separar a los pobres de los muy pobres. Para distinguir pobreza de pauperismo. Cito Togo porque tratando de investigar cómo está evolucionando la epidemia en el continente africano me topé el otro día con una noticia escalofriante. No se trataba, en rigor, de una noticia, sino más bien de un párrafo suelto dentro de un reportaje que repasaba las medidas que están adoptando o que tienen previsto adoptar los países de África subsahariana para resistir los embates del coronavirus. Pues bien, en Togo disponían de cuatro camas para combatir la pandemia. Una por cada dos millones de habitantes.

Me pregunto cuál habría sido la reacción mayoritaria si Kafka hubiera ido a nadar y lo hubiera consignado en su diario mientras Francia invadía Togo y no mientras Alemania declaraba la guerra a Rusia, por ejemplo. La respuesta es que no habría pasado nada. Y no lo digo yo, lo dice la experiencia, pues ambos eventos tuvieron lugar simultáneamente.

Yo quisiera ser optimista, pero no me sale. Me encantaría creer que sobrevendrá a esta pandemia un mundo más justo, más equitativo, un poco más humano, pero no lo creo. Me encantaría poder tener la integridad moral necesaria para emitir alguna sentencia o algún consejo, pero no la tengo. Desearía poder decir que lo que pasa en Lomé o en Nueva York me afecta tanto como lo que pasa aquí, al lado de casa, pero no me atrevo. Y tengo la impresión de que si hoy las playas y piscinas se encuentran vacías es porque está restringido su acceso. De no mediar la cuarentena, estos espacios estarían seguramente llenos de personas nadando como Kafka aquel 2 de agosto de 1914. Nadando mientras los demás se mueren.

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