El 2 de
agosto de 1914, en plena efervescencia de la Primera Guerra Mundial,
Franz Kafka escribió en su diario: “Hoy Alemania ha declarado la
guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. Desde que el escritor
checo regresó de nadar y hasta la firma del armisticio que puso fin
al conflicto, en el otoño de 1918, murieron 16 millones de personas.
Habrían muerto de todos modos aunque Kafka no hubiera ido aquella
tarde a nadar. O aunque lo hubiera hecho sin dejar constancia en su
diario del decisivo anuncio. Poco importa, pues es la ligereza de sus
palabras, su aparente indolencia en un contexto histórico tan
terrible, lo que en realidad sorprende. No es la guerra -o si lo es,
no es solamente la guerra-, es haber ido a nadar mientras la gente se
moría.
Se ha
escrito mucho últimamente a propósito de una suerte de espíritu
solidario y humanista que está surgiendo, al parecer, en los países
más castigados por el coronavirus. Se ha reflexionado tanto (y con
tanta autoindulgencia) sobre lo que éramos como sociedad antes de la
pandemia, lo que somos y lo que muy pronto seremos, que no me cabe la
menor duda de que de haber escrito hoy Kafka en su diario lo que
escribió en 1914, las redes sociales estarían ardiendo demandando
la lapidación del autor de la Metamorfosis en la plaza del pueblo.
Pero el que no haya ido alguna vez a nadar mientras la gente se
muere, que tire la primera piedra.
No lo digo
yo, lo dice la experiencia. Solo lo cercano, lo que nos afecta de
forma directa, consigue movilizarnos realmente. Solo lo inmediato nos
conmueve. El Covid-19 no preocupaba tanto cuando se propagaba a toda
velocidad por China -un territorio en el que viven 1.400 millones de
personas que no conocemos- como cuando llegó aquí para quedarse.
Hoy es Madrid, es Bérgamo, es Nueva York, pero ayer era Wuhan y
mañana será Lomé, por ejemplo.
Lomé es la
capital de Togo, una estrecha franja de tierra situada en África
occidental que es la residencia de ocho millones de personas.
Aproximadamente el 40% de su población vive bajo el umbral de la
pobreza, es decir, con menos de un dólar y 90 centavos al día, que
es la frontera trazada y actualizada en 2015 por la ONU para separar
a los pobres de los muy pobres. Para distinguir pobreza de
pauperismo. Cito Togo porque tratando de investigar cómo está
evolucionando la epidemia en el continente africano me topé el otro
día con una noticia escalofriante. No se trataba, en rigor, de una
noticia, sino más bien de un párrafo suelto dentro de un reportaje
que repasaba las medidas que están adoptando o que tienen previsto
adoptar los países de África subsahariana para resistir los embates
del coronavirus. Pues bien, en Togo disponían de cuatro camas para
combatir la pandemia. Una por cada dos millones de habitantes.
Me pregunto
cuál habría sido la reacción mayoritaria
si Kafka hubiera ido a nadar y lo hubiera consignado en su diario
mientras Francia invadía Togo y no mientras Alemania declaraba la
guerra a Rusia, por ejemplo. La respuesta es que no habría pasado
nada. Y no lo digo yo, lo dice la experiencia, pues ambos eventos
tuvieron lugar simultáneamente.
Yo
quisiera ser optimista, pero no me sale. Me encantaría creer que
sobrevendrá a esta pandemia un mundo más justo, más equitativo, un
poco más humano, pero no lo creo. Me encantaría poder tener la
integridad moral necesaria para emitir alguna sentencia o algún
consejo, pero no la tengo. Desearía poder decir que lo que pasa en
Lomé o en Nueva York me afecta tanto como lo que pasa aquí, al lado
de casa, pero no me atrevo. Y tengo la impresión de que si hoy las playas y piscinas se encuentran vacías
es porque está restringido su acceso. De no mediar la cuarentena,
estos espacios estarían seguramente llenos de personas nadando como
Kafka aquel 2 de agosto de 1914. Nadando mientras los demás se
mueren.
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