Las cuarentenas no duran siempre 40 días. Las hay más
breves, más largas y más o menos violentas. Lo que no varía en
ningún caso es la consigna, saber esperar. Supongo que un
confinamiento consiste, a fin de cuentas, en aprender a estar solo, a
aceptarse, a convivir con uno mismo en un espacio reducido. Y no hay
espacio más reducido que el que uno mismo representa. Diría,
entonces, que hay tantas cuarentenas como personas y tantas formas de
sobrellevarlas, de resistirlas, como niveles de tolerancia al cambio,
la frustración o la soledad.
Hay quienes ven -y es lógico- este estado de
restricción de movimientos como algo antinatural, excepcional, que
debe ser entendido y afrontado sin perder de vista en ningún momento
dicha excepcionalidad. Pero yo creo que la vida en confinamiento no
es más que la expresión, la prolongación natural y la consecuencia
directa de la vida que llevábamos antes de ser confinados.
Este mundo suspendido, en muchos sentidos irreconocible,
que dibuja por momentos la pandemia, se parece bastante, después de
todo, al mundo cotidiano de otros. Todo eso que nos resulta ahora tan
raro, es para muchos lo ordinario, lo común o lo más habitual. Al
que ya no tenía casa, al que ya no tenía empleo o al que ya no
tenía espacio, no le resultan seguramente tan insoportables las
medidas del estado de alarma. Tampoco al que siempre estuvo solo, al
siempre tuvo miedo o al que vio siempre limitada o restringida, por
cualquier motivo, su libertad. Aproximadamente un tercio de la
población mundial está confinada estos días en sus casas,
acorralada por la enfermedad. Pero una proporción muy similar
siempre lo estuvo.
El coronavirus -ha quedado demostrado- no golpea a todos
por igual. Hay grupos de riesgo determinados por diversos factores
(patologías previas, grado de exposición al virus, motivos de edad)
y grupos especialmente vulnerables que ya lo eran pero ahora lo son
más. La cuarentena deja al descubierto las costuras de la vida, y en
estas horas violentas se multiplica también la violencia doméstica,
machista, infantil, familiar. Una violencia que ya existía, que
estaba ahí, latente, pero que ahora se ha vuelto más peligrosa y
más difícil de atajar. La cuarentena es un placebo, pero existe la
enfermedad.
También existe la muerte. Y si algo está dejando claro
este encierro prolongado es que estamos perfectamente preparados para
estar solos, para vivir solos, pero no para morir solos. Creo que esa
sigue siendo una de las caras más dolorosas de esta crisis. Una
arista que afecta además directamente a los que seguimos con vida,
porque los muertos, llegado el momento, siempre se marchan solos. Son
las despedidas que no se dan las que se enquistan, permanecen y
duelen todavía, pasado el tiempo, por la sencilla razón de que
nunca tuvieron lugar. Es posible, entonces, que también estemos
preparados para morir solos, pero no para no poder decir adiós a
tiempo, para no estar cerca esos últimos momentos, para dejar
marchar.
La vulnerabilidad social, económica, física o
emocional se acentúa en tiempos de pandemia, pero ya existía antes
y era eso, pura carencia, fragilidad. Desconozco qué cosas cambiarán
cuando todo esto termine, pero me imagino que una de ellas será
nuestra sensación de inmunidad. Porque aunque muchos de nosotros
nunca antes nos habíamos sentido tan vulnerables, ya lo éramos. Por
diferentes razones. Creo que eso es, en realidad, todo lo que
encierra este encierro. Una de las conclusiones que deberíamos
sacar. Y es que cuando estas horas de violencia por fin amainen,
quizás nos demos cuenta de que lo verdaderamente violento era vivir
como vivíamos.
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