Adeus, porco mundo:
Cando non exista
rireime na nada
do ruin artista
que te fixo feo.
¡Morro de risa!
Eduardo De la Peña
En casa le
llamaban Erá. Así es también como firmaba sus libros. Yo le
llamaba simplemente Eduardo, era el hermano de mi abuela y una de las
personas más apasionadas que he conocido, enamorado y atormentado a
partes iguales. Fue muchas cosas a lo largo de su vida: maestro de
escuela, pintor, poeta, dramaturgo, fotógrafo, coleccionista y
enfermo crónico. No sabría decir en qué orden y creo que tampoco
importa. Diré tan solo que era un ser humano brillante, que tuvo
vicios mundanos y extrañas costumbres y supo disfrutarlos a ratos,
que experimentó ascensos, recaídas, alucinaciones e iluminaciones y
dejó al morirse huérfanos a demasiados fantasmas.
“Elegid al
menos dos vicios, porque uno es demasiado”, escribió en una
ocasión Bertolt Brecht. Y Eduardo debía leer a Brecht porque los
eligió casi todos. De entre ellos, el juego fue seguramente uno de
sus más fieles compañeros de viaje. Llegó a jugar tanto durante
los últimos años de su vida, a cubrir tantas quinielas de fútbol
cada semana, que ganar llegó casi a convertirse en algo más
probable que enterarse de que ganaba. Pero yo creo, siempre lo he
creído, que él no jugaba en realidad con la intención de ganar,
que jugaba solo por jugar. Que la vida, para él, hacía tiempo que
se había convertido en un juego y que entendía que el fin del
juego, de todo juego, solo podía ser ese. Aquellos boletos suyos
tenían desarrollos imposibles, interminables, llenos de triples, de
dobles y con muy pocas apuestas sencillas, supongo que porque no era
sencillo vivir en su cabeza, pensar, a fin de cuentas, como Eduardo
pensaba. La estampa de aquella montaña de quinielas desparramada
sobre la mesa de la casa del Burgo, sacudida apenas por una suave
brisa de finales de verano, es una de las imágenes más nítidas que
conservo de aquellos tiempos.
Jamás tuve
noticias de que ganara grandes premios, de que la suerte le reportara
beneficios económicos alguna vez, pero me gusta pensar que eso
tampoco le importaba. Creo que respetaba tanto el azar -su juicio
aleatorio, sus designios- que jamás habría intentado contravenirlos
o alterarlos. Los domingos, al terminar cada jornada de Liga,
arrancaba el largo escrutinio doméstico, para el que solía pedirnos
ayuda también a los más pequeños. Era agradable ayudarlo en
aquella tarea, sin llegar a entender del todo en qué consistía el
juego ni cómo se ganaba. No recuerdo haberlo visto
extraordinariamente feliz ningún domingo por la noche. Tampoco
especialmente triste o preocupado. “No pienso dejarle ninguna
herencia a mis sobrinos, ¡que trabajen! Si les dejo dinero van a
malgastarlo en quinielas”, solía decir entre risas, con evidente
sarcasmo.
Muchos años
antes de aquellos últimos años, los de las quinielas y las crisis
cada vez acusadas, Eduardo trabajaba como profesor de escuela. Casi
siempre en barrios desfavorecidos o marginales. Casi siempre lejos de
casa. Desde que había abandonado la actividad, no le gustaba hablar
demasiado de su etapa como docente, pero cada vez que lo hacía era
para regresar mentalmente a El Pozo del Tío Raimundo, un
estigmatizado barrio del sur Madrid surcado por las vías del
ferrocarril y carente entonces de infinidad de servicios básicos.
Aquel había sido uno de sus primeros destinos como maestro. También
uno de los más importantes. Un lugar en donde daba clases a los
niños, con los que acostumbraba a organizar también obras de teatro
(otra de sus grandes pasiones) frustradas a menudo -solía denunciar-
por la intervención de la policía. En El Pozo del Tío Raimundo
había llegado a ser feliz. No lo decía, pero se le notaba.
La etapa que
mejor conozco de la vida de Eduardo es la última, porque pude
presenciarla. Del resto, de todo lo acontecido antes, he ido sabiendo
cosas con cuentagotas con el paso de los años, historias y leyendas
más o menos fidedignas que me han ido contando y que he elegido creer o
no creer, según el caso. También me he obstinado muchas veces en
tratar de entender y de reconstruir su historia a través de sus
libros y sus cuadros. Así es, después de todo, como mejor creo
conocerlo.
Hace ya
mucho tiempo que se marchó, pero yo sigo acordándome habitualmente
de Erá, de Eduardo. Cada vez que visito un edificio alto, porque a
él le gustaba vivir siempre en los pisos más altos. Y pintar
lienzos de grandes dimensiones, y plantar semillas de plantas de
grandes dimensiones que luego, transcurrido un tiempo, en el momento
de marcharse, no cabían por la puerta. También, a menudo, cuando
escucho música en vinilo, en el tocadiscos que heredé de él sin
que él lo supiera. Pongo a girar el Long Play y me acuerdo
inmediatamente de su música, de la que ponía a todo volumen, en el
Burgo, magnificada por dos gigantes altavoces situados en la puerta
de la casa, cada vez que había fiesta en el pueblo o dentro de su
cabeza. Cómo proyectaba durante horas y horas música clásica
cuando quería molestar a los vecinos (porque creía que los vecinos
no podían entender la música clásica y eso les molestaría). Era
un melómano, un tipo capaz de comprar tres veces el mismo disco en
la misma tienda y de poner banda sonora a un pueblo entero y
silencioso durante décadas.
También
recuerdo algunos días sus colecciones de animales, que se convertían
inmediatamente en la atracción de la semana o del mes o del año en
aquel pequeño paraje. Sus guacamayos, sus pavos reales, sus perros
rescatados de algún infierno, sus cabras, sus cientos de aves. Lo
que él creía que debía ser en cada momento. Pero si he de
quedarme, sin embargo, con un instante, con una imagen concreta de
aquel tipo que fue un fumador empedernido hasta que un día, de
repente, dejó de serlo, es la tarde en que ingresó por última vez
en el psiquiátrico. Lo acompañaba mi tío, pero él pidió entrar
solo. Una vez en el interior del centro le contó al médico que
venía a traer a un familiar que estaba loco. “Va a negar todo
cuando entre, pero no le haga caso, ya sabe cómo son los locos”,
le dijo entonces al doctor, con la mayor serenidad del mundo. A punto
estuvieron de ingresar a mi tío en lugar de a Eduardo. “Ve, le
dije que lo negaría todo”, murmuraba entonces Erá, sonriendo,
mientras mi tío trataba de resolver aquel malentendido. Así es como
más me gusta recordarlo, como un brillante embaucador profesional,
como un niño que no deja de jugar cuando termina el juego. Riéndose
de todos, del mundo y también de sí mismo.
Hace casi 20
años que un cáncer de esófago apagó la música en las calles del
Burgo para siempre. Hace casi 20 años que uno de sus cuadros, aquel
en el que también aparecen sus fantasmas, cuelga en una de las
paredes de mi cuarto. Hace casi 20 años que Erá se marchó, con
todo su tormento y su capacidad de apasionamiento intactos. Sin
protestar, sin quejarse, porque las personas realmente heridas no
acostumbran a compartir su dolor con nadie. Lo que sí que
compartió, que fue mucho y muy valioso, yo sigo guardándolo,
conservándolo, atesorándolo como uno de los legados más preciados
que tengo. E inspeccionándolo todavía de vez en cuando para tratar
de adivinar en esa obra maravillosa, personalísima, nuevas tretas o
nuevos embauques. Porque Eduardo no murió de risa, como había
prometido, y el día que siguió a su muerte fue la primera vez que
vi llorar a mi padre.