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miércoles, 17 de junio de 2020

CENTRALTIRGUS


Sucedió un sábado por la mañana, en el Mercado Central de Riga. Era la primera vez que visitaba Letonia y viajaba solo. El autobús se detuvo justo allí, en uno de los márgenes del río Daugava, frente a la silueta inconfundible y ondulada del Centraltirgus. Fue en ese lugar donde la conocí.

No sería capaz de decir cuántos años tenía, pero era una mujer anciana. Llevaba puesto un vestido largo y negro, hecho jirones, y un gorro rojo, rojísimo, de un color casi imposible. Estaba sentada en el suelo, a un costado del Centraltirgus y tenía los ojos tristes y la cabeza gacha. Musitaba mirando al suelo, como si tratase de contar las pisadas (siete mil trescientas veintinueve, siete mil trescientas treinta, siete mil trescientas treinta y una).

A sus pies, sobre un plato de porcelana situado de manera estratégica para recibir las limosnas de los transeúntes, yacían siete monedas de 50 céntimos de Lats y una concha de caracol. Ni siquiera un caracol completo, es decir, el animal en su conjunto, el llamativo molusco que a todos los niños divierte. Solo un caparazón, una triste coraza arrojada allí, junto a un puñado de monedas, en el plato de las limosnas.

Ingresé al Centraltirgus por la puerta principal; la de los puestos de ámbar, los frutos silvestres, las impasibles muñecas rusas, los quesos y la carne; e invertí al menos dos horas en recorrer de punta a punta aquel vasto laberinto de hierros y rostros rosados, de manos endurecidas por el frío viento del Báltico. Después empezó a llover, cuando examinaba los puestos exteriores del mercado, mientras la lluvia salpicaba los toldos y ponía en jaque a los vendedores de electrodomésticos de segunda mano. Al salir, pese a que el temporal aún no había amainado, rodeé intencionadamente toda la estructura para volver a toparme con la anciana.
Me armé de valor y me acerqué para hablarle. Me dijo que sólo entendía ruso –o eso es cuanto pude sacar en claro- y yo no le respondí nada. Al menos nada en ruso, es decir, doblemente nada. Fue una lástima. Me hubiera gustado preguntarle por qué un caracol, qué pintaba aquella concha en el plato de las monedas. Necesitaba saber quién visita el Centraltirgus de Riga un sábado por la mañana y deja antes de entrar (o en el momento de marcharse) un caracol como limosna. Pero me faltaron agallas. También competencias lingüísticas, pero sobre todo agallas.
Todavía contrariado, deambulé por las calles empedradas del casco viejo en busca del hotel donde pretendía alojarme, sin poder dejar de pensar en aquella extraña limosna. Por la noche, cuando conseguí quedarme dormido, la escena vivida en el Mercado Central regresó con una nitidez inquietante. Mi curiosidad se había vuelto una obsesión. Era un estúpido, pero no podía evitarlo.
Me levanté temprano a la mañana siguiente. Era domingo y mi vuelo a Estocolmo salía a primera hora de la tarde. Tenía tiempo apenas para dar un paseo por el barrio Art Noveau y comprar algunos souvenirs en los desalmados puestos del centro. Crucé Brivibas Bulvaris para ingresar en el casco antiguo, pero algo me hizo detenerme. Tenía que volver al Centraltirgus. Necesitaba hacerlo y aún estaba a tiempo. La idea me pareció absurda, pero cuando quise darme cuenta ya me encontraba dejando atrás Pilsetas Kanals y enfilando la entrada del mercado.
En la misma sucia esquina sobre el Daugava, en el margen derecho de la estación de autobuses, volví a encontrarme con ella. Llevaba puesto el mismo gorro rojo que el día anterior y se adivinaba por sus gestos que acababa de llegar. Me alejé algunos metros para poder observarla sin que pudiera llegar a sentirse violentada. Desde mi silencioso puesto de observación pude ver cómo la mujer se sentaba, no sin dificultad, y extraía de uno de sus bolsillos el pequeño plato de porcelana. Me aproximé titubeante para tratar de entablar algún tipo de conversación gestual con ella, pero cuando me encontraba a solo un palmo de distancia, un brusco movimiento me disuadió. La mujer inspeccionó el interior del otro bolsillo de la chaqueta y sacó cuidadosamente una concha de caracol, que situó sobre el plato todavía vacío. Después volvió a sumirse en su particular estado de abstracción. Quinientas sesenta y cuatro, quinientas sesenta y cinco, quinientas sesenta y seis.
Entré de nuevo en el mercado por la puerta principal, consciente de que el tiempo ya no me alcanzaría para llegar al centro, pero todo me resultó esta vez vacío e impostado allí dentro, de manera que decidí marcharme sin comprar nada. En la calle había comenzado a llover de nuevo y los tenderos se obstinaban en cubrir con aparatosos vestidos de plástico los hombros desnudos de sus maniquíes. No tardé demasiado en vislumbrar la silueta de la anciana, sentada en la misma postura, rígida, flotando casi sobre las aguas del Daugava.
Me aproximé y me detuve a su derecha, convencido de que esta vez me reconocería, pero ni siquiera me miró. Setecientas cuarenta y seis, setecientas cuarenta y siete. Me agaché para decirle adiós -adiós y perdón, pero sobre todo adiós- y tampoco obtuve respuesta. En el plato de porcelana de las limosnas había una moneda y cuatro caracoles.

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