Sucedió
un sábado por la mañana, en el Mercado Central de Riga. Era la
primera vez que visitaba Letonia y viajaba solo. El autobús se
detuvo justo allí, en uno de los márgenes del río Daugava, frente
a la silueta inconfundible y ondulada del Centraltirgus. Fue en ese
lugar donde la conocí.
No
sería capaz de decir cuántos años tenía, pero era una mujer
anciana. Llevaba puesto un vestido largo y negro, hecho jirones, y un
gorro rojo, rojísimo, de un color casi imposible. Estaba sentada en
el suelo, a un costado del Centraltirgus y tenía los ojos tristes y
la cabeza gacha. Musitaba mirando al suelo, como si tratase de contar
las pisadas (siete mil trescientas veintinueve, siete mil trescientas
treinta, siete mil trescientas treinta y una).
A
sus pies, sobre un plato de porcelana situado de manera estratégica
para recibir las limosnas de los transeúntes, yacían siete monedas
de 50 céntimos de Lats y una concha de caracol. Ni siquiera un
caracol completo, es decir, el animal en su conjunto, el llamativo
molusco que a todos los niños divierte. Solo un caparazón, una
triste coraza arrojada allí, junto a un puñado de monedas, en el
plato de las limosnas.
Ingresé
al Centraltirgus por la puerta principal; la de los puestos de ámbar,
los frutos silvestres, las impasibles muñecas rusas, los quesos y la
carne; e invertí al menos dos horas en recorrer de punta a punta
aquel vasto laberinto de hierros y rostros rosados, de manos
endurecidas por el frío viento del Báltico. Después empezó a
llover, cuando examinaba los puestos exteriores del mercado, mientras
la lluvia salpicaba los toldos y ponía en jaque a los vendedores de
electrodomésticos de segunda mano. Al salir, pese a que el temporal
aún no había amainado, rodeé intencionadamente toda la estructura
para volver a toparme con la anciana.
Me
armé de valor y me acerqué para hablarle. Me dijo que sólo
entendía ruso –o eso es cuanto pude sacar en claro- y yo no le
respondí nada. Al menos nada en ruso, es decir, doblemente nada. Fue
una lástima. Me hubiera gustado preguntarle por qué un caracol, qué
pintaba aquella concha en el plato de las monedas. Necesitaba saber
quién visita el Centraltirgus de Riga un sábado por la mañana y
deja antes de entrar (o en el momento de marcharse) un caracol como
limosna. Pero me faltaron agallas. También competencias
lingüísticas, pero sobre todo agallas.
Todavía
contrariado, deambulé por las calles empedradas del casco viejo en
busca del hotel donde pretendía alojarme, sin poder dejar de pensar
en aquella extraña limosna. Por la noche, cuando conseguí quedarme
dormido, la escena vivida en el Mercado Central regresó con una
nitidez inquietante. Mi curiosidad se había vuelto una obsesión.
Era un estúpido, pero no podía evitarlo.
Me
levanté temprano a la mañana siguiente. Era domingo y mi vuelo a
Estocolmo salía a primera hora de la tarde. Tenía tiempo apenas
para dar un paseo por el barrio Art Noveau y comprar algunos
souvenirs en los desalmados puestos del centro. Crucé Brivibas
Bulvaris para ingresar en el casco antiguo, pero algo me hizo
detenerme. Tenía que volver al Centraltirgus. Necesitaba hacerlo y
aún estaba a tiempo. La idea me pareció absurda, pero cuando quise
darme cuenta ya me encontraba dejando atrás Pilsetas Kanals y
enfilando la entrada del mercado.
En
la misma sucia esquina sobre el Daugava, en el margen derecho de la
estación de autobuses, volví a encontrarme con ella. Llevaba puesto
el mismo gorro rojo que el día anterior y se adivinaba por sus
gestos que acababa de llegar. Me alejé algunos metros para poder
observarla sin que pudiera llegar a sentirse violentada. Desde mi
silencioso puesto de observación pude ver cómo la mujer se sentaba,
no sin dificultad, y extraía de uno de sus bolsillos el pequeño
plato de porcelana. Me aproximé titubeante para tratar de entablar
algún tipo de conversación gestual con ella, pero cuando me
encontraba a solo un palmo de distancia, un brusco movimiento me
disuadió. La mujer inspeccionó el interior del otro bolsillo de la
chaqueta y sacó cuidadosamente una concha de caracol, que situó
sobre el plato todavía vacío. Después volvió a sumirse en su
particular estado de abstracción. Quinientas sesenta y cuatro,
quinientas sesenta y cinco, quinientas sesenta y seis.
Entré
de nuevo en el mercado por la puerta principal, consciente de que el
tiempo ya no me alcanzaría para llegar al centro, pero todo me
resultó esta vez vacío e impostado allí dentro, de manera que
decidí marcharme sin comprar nada. En la calle había comenzado a
llover de nuevo y los tenderos se obstinaban en cubrir con aparatosos
vestidos de plástico los hombros desnudos de sus maniquíes. No
tardé demasiado en vislumbrar la silueta de la anciana, sentada en
la misma postura, rígida, flotando casi sobre las aguas del Daugava.
Me
aproximé y me detuve a su derecha, convencido de que esta vez me
reconocería, pero ni siquiera me miró. Setecientas cuarenta y seis,
setecientas cuarenta y siete. Me agaché para decirle adiós -adiós
y perdón, pero sobre todo adiós- y tampoco obtuve respuesta. En el
plato de porcelana de las limosnas había una moneda y cuatro
caracoles.
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