> Palabras y Placebos: YO NO QUIERO SER DEREK CHAUVIN

miércoles, 10 de junio de 2020

YO NO QUIERO SER DEREK CHAUVIN


Hoy quisiera hablar largo y tendido sobre la muerte de George Floyd, pero no puedo. No me siento capacitado. Me pregunto cómo podría hablar un hombre blanco y europeo (o mejor dicho, con qué palabras, qué grado de profundidad y qué rigor) sobre el asesinato de un ciudadano afroamericano en una calle de Minneapolis, Estados Unidos. Podría hablar de Derek Chauvin, el agente de policía que lo mató, estrangulándolo con la rodilla a plena luz del día. Eso sería más justo, más honrado. Decir tan solo que yo no quiero ser Derek Chauvin y que puedo no serlo. Que no voy a serlo nunca. Limitarme a decir que no quiero ser Derek Chauvin porque sencillamente no puedo ser George Floyd.

Creo que resulta importante empezar así, establecer como punto de partida esta diferenciación. Lo que quiero ser y lo que puedo ser. Y añadir que es posible apoyar una protesta, secundar una causa o acompañar una lucha sin llegar a apropiarse de ella. Conviene hacer una breve evaluación previa de nuestra posición y nuestros privilegios antes de alzar la voz en nombre de otros que también la tienen. Porque repetir consignas o manosear eslóganes en las redes sociales con la intención de trasladar nuestro apoyo o solidaridad a una causa, de manifestar nuestra repulsa ante una injusticia, no nos convierte necesariamente en personas más justas ni más solidarias. Uno puede gritar muy alto “Todos somos George Floyd”, pero lo cierto es que no todos podemos ser George Floyd.

Yo, al menos, no sé lo que siente una persona negra al ser reducida con violencia por un agente blanco después de cometer, presuntamente, un delito menor, de la misma manera que no sé tampoco -puedo llegar a entenderlo, pero no a vivirlo- el temor que sienten algunas mujeres cuando caminan solas por la calle de vuelta a casa. Porque no soy mujer, porque no soy negro y porque los privilegios que me confieren el hecho de ser un hombre-blanco-europeo impiden que pueda plantearme siquiera ser acosado sexualmente mientras camino o asfixiado hasta la muerte porque el billete de 20 con el que acabo de pagar en la tienda de la esquina pueda parecer falso. A eso me refiero cuando hablo del privilegio, a que cualquiera de las situaciones mencionadas anteriormente suceden a diario, pero a mí no me suceden o no suelen sucederme.

Considero humildemente que la lectura y la reflexión que las personas blancas podemos hacer de lo sucedido en Minnesota puede ser otra. Que debe pasar por poner el foco en Chauvin y no solo en Floyd, es decir, en nosotros como los actores, representantes o herederos que somos -nos guste o no- de una sociedad supremacista y racista en su sentido más estructural. Creo que la muerte de George Floyd debe enfurecernos y movilizarnos -es importante que eso suceda-, pero el comportamiento de Chauvin, su impunidad, el abuso de su posición de privilegio, tiene que avergonzarnos porque, de algún modo, nos apunta como colectivo, nos señala directamente.

El racismo es algo que se enseña, que se hereda y que se aprende. Uno educa y se educa en el racismo y es muy difícil desterrarlo de una sociedad, de un imaginario colectivo, si no se es capaz de analizar de manera profunda e individual el propio comportamiento, el lenguaje que se usa y los prejuicios que se enquistan y se extienden. Alzar la voz, salir a la calle y tomar posición es importante, pero el racismo no se combate con hashtags, sino con educación y respeto.

De lo que sí se puede y se debe hablar en relación a la muerte de George Floyd es de la violencia policial y del racismo institucional del que esta se alimenta. Los datos son elocuentes. Los resultados de un reciente estudio elaborado por la ONG Mapping Police Violence revelan que las personas negras tienen casi tres veces más posibilidades que las blancas de morir como consecuencia de violencia policial en Estados Unidos. En el año 2015, uno de los primeros de los que se tiene informes completos, las fuerzas de seguridad mataron en el país norteamericano a 104 personas negras desarmadas. Casi dos por semana. En 2019, es decir, el año pasado, 1098 personas murieron a manos de agentes de la policía estadounidense. Casi la cuarta parte de ellas, es decir, el 24%, eran negras, a pesar de representar tan solo el 13% de la población total. Solo hubo 27 días sin muertes en las que estuvieran implicados miembros de la policía. El 99% de los agentes involucrados en este tipo de homicidios desde 2013 no fueron acusados de delito alguno.

No correrá, seguramente, la misma suerte Derek Chauvin. Ni tampoco sus otros tres compañeros procesados, presentes también en la escena del crimen, cómplices desde cualquier prisma. El estremecedor asesinato, grabado en directo, compartido y reproducido de manera parcial o íntegra millones de veces desde el pasado 25 de mayo, no podrá quedar impune. Porque se hizo visible. Tan visible que asusta, que duele. En él, un hombre blanco de 44 años, un agente del orden con la única, pública y remunerada misión de proteger a la ciudadanía, aplasta el cuello de otro hombre durante ocho minutos y 46 segundos hasta provocarle la muerte. Un delito de odio. Un crimen racista. Yo no quiero ser Derek Chauvin. Está en mi mano no serlo.

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