Hoy quisiera
hablar largo y tendido sobre la muerte de George Floyd, pero no
puedo. No me siento capacitado. Me pregunto cómo podría hablar un
hombre blanco y europeo (o mejor dicho, con qué palabras, qué grado
de profundidad y qué rigor) sobre el asesinato de un ciudadano
afroamericano en una calle de Minneapolis, Estados Unidos. Podría
hablar de Derek Chauvin, el agente de policía que lo mató,
estrangulándolo con la rodilla a plena luz del día. Eso sería más
justo, más honrado. Decir tan solo que yo no quiero ser Derek
Chauvin y que puedo no serlo. Que no voy a serlo nunca. Limitarme a
decir que no quiero ser Derek Chauvin porque sencillamente no puedo
ser George Floyd.
Creo que
resulta importante empezar así, establecer como punto de partida
esta diferenciación. Lo que quiero ser y lo que puedo ser. Y
añadir que es posible apoyar una protesta, secundar una causa o
acompañar una lucha sin llegar a apropiarse de ella. Conviene hacer
una breve evaluación previa de nuestra posición y nuestros
privilegios antes de alzar la voz en nombre de otros que también la
tienen. Porque repetir consignas o manosear eslóganes en las redes
sociales con la intención de trasladar nuestro apoyo o solidaridad a
una causa, de manifestar nuestra repulsa ante una injusticia, no nos
convierte necesariamente en personas más justas ni más solidarias.
Uno puede gritar muy alto “Todos somos George Floyd”, pero lo
cierto es que no todos podemos ser George Floyd.
Yo, al
menos, no sé lo que siente una persona negra al ser reducida con
violencia por un agente blanco después de cometer, presuntamente, un
delito menor, de la misma manera que no sé tampoco -puedo llegar a
entenderlo, pero no a vivirlo- el temor que sienten algunas mujeres
cuando caminan solas por la calle de vuelta a casa. Porque no soy
mujer, porque no soy negro y porque los privilegios que me confieren
el hecho de ser un hombre-blanco-europeo impiden que pueda plantearme
siquiera ser acosado sexualmente mientras camino o asfixiado hasta la
muerte porque el billete de 20 con el que acabo de pagar en la tienda
de la esquina pueda parecer falso. A eso me refiero cuando hablo del
privilegio, a que cualquiera de las situaciones mencionadas
anteriormente suceden a diario, pero a mí no me suceden o no suelen
sucederme.
Considero
humildemente que la lectura y la reflexión que las personas blancas
podemos hacer de lo sucedido en Minnesota puede ser otra. Que debe
pasar por poner el foco en Chauvin y no solo en Floyd, es decir, en
nosotros como los actores, representantes o herederos que somos -nos
guste o no- de una sociedad supremacista y racista en su sentido más
estructural. Creo que la muerte de George Floyd debe enfurecernos y
movilizarnos -es importante que eso suceda-, pero el comportamiento
de Chauvin, su impunidad, el abuso de su posición de privilegio,
tiene que avergonzarnos porque, de algún modo, nos apunta como
colectivo, nos señala directamente.
El racismo
es algo que se enseña, que se hereda y que se aprende. Uno educa y
se educa en el racismo y es muy difícil desterrarlo de una sociedad,
de un imaginario colectivo, si no se es capaz de analizar de manera
profunda e individual el propio comportamiento, el lenguaje que se
usa y los prejuicios que se enquistan y se extienden. Alzar la voz,
salir a la calle y tomar posición es importante, pero el racismo no
se combate con hashtags, sino con educación y respeto.
De lo que sí
se puede y se debe hablar en relación a la muerte de George Floyd es
de la violencia policial y del racismo institucional del que esta se
alimenta. Los datos son elocuentes. Los resultados de un reciente
estudio elaborado por la ONG Mapping Police Violence revelan que las
personas negras tienen casi tres veces más posibilidades que las
blancas de morir como consecuencia de violencia policial en Estados
Unidos. En el año 2015, uno de los primeros de los que se tiene
informes completos, las fuerzas de seguridad mataron en el país
norteamericano a 104 personas negras desarmadas. Casi dos por semana.
En 2019, es decir, el año pasado, 1098 personas murieron a manos de
agentes de la policía estadounidense. Casi la cuarta parte de ellas,
es decir, el 24%, eran negras, a pesar de representar tan solo el 13%
de la población total. Solo hubo 27 días sin muertes en las que
estuvieran implicados miembros de la policía. El 99% de los agentes
involucrados en este tipo de homicidios desde 2013 no fueron acusados
de delito alguno.
No correrá,
seguramente, la misma suerte Derek Chauvin. Ni tampoco sus otros tres
compañeros procesados, presentes también en la escena del crimen,
cómplices desde cualquier prisma. El estremecedor asesinato, grabado
en directo, compartido y reproducido de manera parcial o íntegra
millones de veces desde el pasado 25 de mayo, no podrá quedar
impune. Porque se hizo visible. Tan visible que asusta, que duele.
En él, un hombre blanco de 44 años, un agente del orden con la
única, pública y remunerada misión de proteger a la ciudadanía,
aplasta el cuello de otro hombre durante ocho minutos y 46 segundos
hasta provocarle la muerte. Un delito de odio. Un crimen racista. Yo
no quiero ser Derek Chauvin. Está en mi mano no serlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario