> Palabras y Placebos: octubre 2019

sábado, 26 de octubre de 2019

LA VIDA DEFENDIÉNDOSE

Entre septiembre de 1973 y marzo de 1990, más de 1.200 personas desaparecieron en Chile de la faz de la tierra. Lo último que se supo de ellas fue que habían sido detenidas. 30 años después, y en el breve lapso de una semana, el número de ciudadanos chilenos detenidos por las fuerzas militares desplegadas por el gobierno represor de Sebastián Piñera (de acuerdo a los números que maneja el Instituto Nacional de Derechos Humanos) asciende ya a más de 3.000. Cuesta decirlo, verbalizarlo, mecanografiarlo incluso. Mucho más entenderlo. 

Se diría que todo tiene estos días en Chile cierto aroma a tiempos pasados, a historia ya vivida, a pesadilla putrefacta y añeja. Porque no son solo los detenidos –demasiados, desde cualquier prisma, en el contexto de una protesta ciudadana-; son también los torturados –que los hay, los sigue habiendo-; los heridos por arma de fuego (casi 300); y los muertos a manos de unas fuerzas armadas concebidas, por cierto, para protegerlos. Una realidad tremenda, un escenario miserable, injusto y cruento.

La principal diferencia, sin embargo, entre aquellos años negros y estos de hoy, de esperanzada resistencia, es que ahora les costará mucho más silenciarlos, acallarlos. Hoy no será tan fácil ignorar sus demandas. Hoy no podrán hacerlos desaparecer, como lo hicieron entonces, con aquella impunidad flagrante y vergonzosa; no podrán meterlos debajo de la alfombra, ignorarlos, humillarlos, someterlos, ni arrojar sus cuerpos en medio del océano. Hoy todo eso no bastará, no funcionará. Hoy no podrán mirar hacia otro lado. No frente a tantos ojos abiertos. 

Escribo estas líneas desde la distancia, con rabia y con resignación, pero también con un orgullo grande, inmenso. Y con palabras; las pocas armas que nos siguen quedando a los que nunca creímos en las armas, pero sí en el lenguaje rudimentario del fuego. Con rabia, digo, y con indignación, porque lo que está sucediendo en Chile ahora, ayer y también mañana –les aseguro que mañana también-, me genera impotencia y me rompe el alma, pero no me sorprende. No me sorprende en absoluto porque yo tuve la suerte de vivir durante algunos años en ese país que lleva más de tres decenios vendido, pero que no se vende. 

Un país esquilmado por las multinacionales de turno, regalado a las élites nacionales y a los empresarios extranjeros, y exprimido por un sistema socioeconómico al que se le ven al fin todas las costuras de lo que siempre fue: un experimento. Un placebo neoliberalista, una máquina barata de hacer dinero. Un país que creció –y que por más ficticio que sea sigue creciendo- en cifras macro, pero que lleva años, décadas, obviando a las personas y sepultando sus derechos.

Por eso no me sorprende ni una sola de las quejas que por estos días se escuchan en las calles de Chile. Porque ya existían antes, porque siempre existieron. También existían antes (y tampoco llegaron a marcharse del todo) esas fuerzas armadas que durante la dictadura de Pinochet mataron, torturaron, callaron y consintieron. Mudaron ahora algunas de sus siglas pero no su postura ni sus procedimientos. Siguen acatando órdenes, siguen obedeciendo. Los mismos perros con un collar diferente. 

Y en el medio, es decir, comprimidos entre un gobierno ineficaz, peligrosísimo, incompetente, y su brazo armado de siempre (llámense milicos o carabineros) siguen estando ellos; los estudiantes, los hombres, las mujeres, los niños, las niñas, las viejas y los viejos. Las únicas víctimas de un sistema deshumanizado que solo entiende de valores, rendimientos e índices de riesgo. Y estas personas; los hastiados, los irreductibles, los chilenos, son tildados ahora de culpables, alborotadores y violentos. Culpables de negarse a pagar ni un solo peso más por un sistema público de locomoción que sigue aislando y dividiendo, dejando sin comunicación a los habitantes de las comunas periféricas, es decir, inventando guetos. Alborotadores, supongo, por hacer sonar sus cacerolas con cucharas de madera en la era de las armas de fuego; y violentos, quizás, por demandar un sistema de salud medianamente justo (o cuanto menos no tan asimétrico); un acceso más o menos universal a la educación (la más cara y elitista de toda Sudamérica) y unas pensiones dignas, humanas al menos. Negar tales demandas (o seguir ignorándolas) sí que es violento.

Hoy –todos estos días y también antes, pero especialmente hoy- me duele Chile, pero sobre todo me conmueve. Porque esa capacidad de resistencia, de lucha, ese carácter indómito de su gente, esa fortaleza mapuche, aimara, diaguita, siempre conmueve. “La luna siempre es muy linda”, se habría atrevido a sentenciar hoy, seguramente y a pesar de todo, Víctor Jara. Esa luna que sigue desafiando el toque de queda.  

Tras una estremecedora semana plagada de abusos policiales y coronada ayer con una histórica y masiva concentración de más de un millón de personas en las calles de Santiago, las palabras de Sebastián Piñera calificando lo sucedido como una guerra, no pueden resultar más ridículas, más inútiles ni más enfermas. Ninguna guerra la hace el pueblo contra el pueblo. La guerra versa de la muerte y aquí de lo que se habla es de vivir. Esto es la vida misma defendiéndose.

jueves, 17 de octubre de 2019

EL IGLÚ


Vivía desde niño en aquel iglú porque algún día las cosas -decían- podían llegar a ponerse feas. A medida que se había ido haciendo mayor, se había vuelto todavía más cauto. Aquella heredada prudencia no nacía sin embargo de la experiencia ni del aprendizaje, sino que estaba relacionada con algún tipo de infundado temor. Alguna vez las cosas habían tenido que ser diferentes -pensaba- pero no podía recordarlo. No había recuerdos antes del iglú.

Lo que tampoco terminaba de comprender era de dónde había salido aquel iglú, qué pintaba aquella estructura de hielo en su vida, por otra parte bastante tranquila y soleada. No cabía duda de que el iglú era un mecanismo de defensa pero, qué había de los ataques. Se defendía por costumbre pues no tenía nada de valor que custodiar ante una hipotética invasión enemiga. Nada tenía en aquel lugar más valor que su iglú.

Una noche de octubre, cansado ya de tanta inseguridad y desconfianza, se armó de valor y abandonó su hogar para siempre. Un mes y medio más tarde estalló la guerra y el iglú fue tomado por las tropas invasoras como eventual lugar de refugio y residencia.

En el iglú han ido naciendo, con el tiempo, nuevos niños; niños con miedo y sin nada de valor que proteger ante una hipotética injerencia externa en caso de que continúe la escalada de la violencia.

No tienen nada más que un iglú y ni siquiera saben de quién se esconden ni por qué tienen miedo. Lo único que les han enseñado, desde pequeños, es que cualquier día las cosas pueden llegar a ponerse todavía más feas.

miércoles, 2 de octubre de 2019

JOLANTA

Cada vez que el mundo me parece un lugar hostil o la vida un asunto demasiado grave, suelo acordarme de Jolanta. De su risa siempre inoportuna y estruendosa rebotando a mediodía en todas las paredes de la sala; de su incontenible verborrea, su olor a leche de bolsa y a picadura de tabaco mojada; pero sobre todo de lo mucho que solía incomodar al resto, aquellos días grises, su despreocupada existencia. 

Era invierno en Lituania, acababa de entrar un frente ártico y el centro estaba más concurrido que nunca, abarrotado de hombres y mujeres que tan solo parecían tener dos cosas en común; frío en los huesos y una facilidad pasmosa para odiar a Jolanta. Es más fácil odiar, al fin y al cabo, cuando te sientes solo, el mercurio de los termómetros lleva días sin superar la barrera de los diez grados bajo cero y anochece a las cuatro de la tarde, pero también más inútil. 

La liturgia era siempre la misma. Al principio la miraban con recelo, después con rabia contenida, más tarde con hastío -especialmente cuando alguna de sus espontáneas carcajadas superaba en decibelios el volumen del televisor- y finalmente con resignación. Pero en realidad -lo supe más tarde- la mayoría envidiaba aquella ligereza, aquel comportamiento disonante, aquel ejercicio de supervivencia que a mí siempre me pareció conmovedor. Era un fastidio para el resto la ausencia de lamento. Atentaba contra el protocolo tácitamente aceptado que no pidiera permiso para reírse, que no bajara la mirada al suelo, que no siguiera rogando perdón. Y eso, en el fondo, les daba miedo. Era esa negativa suya a seguir pagando día tras día los peajes de la soledad lo que les delataba y asustaba a partes iguales. 

Mi relación con Jolanta, sin embargo, quizás por mera necesidad de interacción, fue muy diferente. Un intercambio comunicativo tan extrañamente natural como forzosamente primario del que los dos -quiero creer- que sacamos algo. Porque aunque mis exiguas competencias lingüísticas no me dejaron tampoco otra alternativa, hoy sé que durante aquel invierno interminable conseguimos al menos acompañarnos. Y con el tiempo, yo aprendí a hablar con ella sin hablar, quiero decir, a hablar escuchándola. 

El día que la conocí pensé que estaba tomándome el pelo, que le hacía gracia dirigirse a mí articulando frases en ruso a toda velocidad cuando sabía perfectamente que no era capaz de entender nada. La escuchaba hablar entonces como quien oye llover -como quien oye nevar-, con la exacta lentitud que precede siempre a la incomprensión y a la nieve. 

Pero muy pronto, con el devenir de las semanas, terminé por desengañarme. Comprendí que lo que ella buscaba era precisamente eso, que no la entendiera, que no pudiera llegar a entenderla nunca. 

Aquella rutina se repetía cada jueves. Se sentaba a mi lado en el banco de madera roída, se inclinaba hacia mí como queriendo confesarme el mayor de los secretos y comenzaba con sus disertaciones. Yo no hablaba nunca, pero la miraba con verdadera atención tratando en vano de entender todo lo que ella no estaba dispuesta a contarme. 

Así, sumidos en aquel clima de confianza mutua, de adquirida complicidad, fue consumiéndose poco a poco en Vilnius el invierno, hasta que un jueves templado de primavera alguien nos interrumpió, inmiscuyéndose de pronto en nuestro particular monólogo compartido. Visiblemente molesta, Jolanta se calló, lanzó un repentino exabrupto, se levantó con vehemencia del asiento y se marchó sin despedirse. Aunque, pensándolo bien, tal vez sí que lo hizo.

Aquella fue la última vez que vi a Jolanta. Y aunque algunos meses más tarde, cuando el verano desembarcó por fin en suelo báltico fui yo el que terminó marchándose sin planes de retorno, hay días en los que aún echo de menos aquellas conversaciones en las que nunca hablaba. Conversaciones en las que me habría gustado, al menos, haber tenido la posibilidad de decirle algo, aunque solo fuera que el mundo jamás me pareció un lugar hostil ni la vida un asunto demasiado grave. O que no hubo un solo día de aquel invierno en el que me sintiera incómodo a su lado.