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jueves, 17 de octubre de 2019

EL IGLÚ


Vivía desde niño en aquel iglú porque algún día las cosas -decían- podían llegar a ponerse feas. A medida que se había ido haciendo mayor, se había vuelto todavía más cauto. Aquella heredada prudencia no nacía sin embargo de la experiencia ni del aprendizaje, sino que estaba relacionada con algún tipo de infundado temor. Alguna vez las cosas habían tenido que ser diferentes -pensaba- pero no podía recordarlo. No había recuerdos antes del iglú.

Lo que tampoco terminaba de comprender era de dónde había salido aquel iglú, qué pintaba aquella estructura de hielo en su vida, por otra parte bastante tranquila y soleada. No cabía duda de que el iglú era un mecanismo de defensa pero, qué había de los ataques. Se defendía por costumbre pues no tenía nada de valor que custodiar ante una hipotética invasión enemiga. Nada tenía en aquel lugar más valor que su iglú.

Una noche de octubre, cansado ya de tanta inseguridad y desconfianza, se armó de valor y abandonó su hogar para siempre. Un mes y medio más tarde estalló la guerra y el iglú fue tomado por las tropas invasoras como eventual lugar de refugio y residencia.

En el iglú han ido naciendo, con el tiempo, nuevos niños; niños con miedo y sin nada de valor que proteger ante una hipotética injerencia externa en caso de que continúe la escalada de la violencia.

No tienen nada más que un iglú y ni siquiera saben de quién se esconden ni por qué tienen miedo. Lo único que les han enseñado, desde pequeños, es que cualquier día las cosas pueden llegar a ponerse todavía más feas.

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