Vivía desde
niño en aquel iglú porque algún día las cosas -decían- podían
llegar a ponerse feas. A medida que se había ido haciendo mayor, se
había vuelto todavía más cauto. Aquella heredada prudencia no
nacía sin embargo de la experiencia ni del aprendizaje, sino que
estaba relacionada con algún tipo de infundado temor. Alguna vez las
cosas habían tenido que ser diferentes -pensaba- pero no podía
recordarlo. No había recuerdos antes del iglú.
Lo que
tampoco terminaba de comprender era de dónde había salido aquel
iglú, qué pintaba aquella estructura de hielo en su vida, por otra
parte bastante tranquila y soleada. No cabía duda de que el iglú
era un mecanismo de defensa pero, qué había de los ataques. Se
defendía por costumbre pues no tenía nada de valor que custodiar
ante una hipotética invasión enemiga. Nada tenía en aquel lugar
más valor que su iglú.
Una noche de
octubre, cansado ya de tanta inseguridad y desconfianza, se armó de
valor y abandonó su hogar para siempre. Un mes y medio más tarde
estalló la guerra y el iglú fue tomado por las tropas invasoras
como eventual lugar de refugio y residencia.
En el iglú
han ido naciendo, con el tiempo, nuevos niños; niños con miedo y
sin nada de valor que proteger ante una hipotética injerencia
externa en caso de que continúe la escalada de la violencia.
No tienen
nada más que un iglú y ni siquiera saben de quién se esconden ni
por qué tienen miedo. Lo único que les han enseñado, desde
pequeños, es que cualquier día las cosas pueden llegar a ponerse
todavía más feas.
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