Cada
vez que el mundo me parece un lugar hostil o la vida un asunto
demasiado grave, suelo acordarme de Jolanta. De su risa siempre
inoportuna y estruendosa rebotando a mediodía en todas las paredes
de la sala; de su incontenible verborrea, su olor a leche de bolsa y
a picadura de tabaco mojada; pero sobre todo de lo mucho que solía
incomodar al resto, aquellos días grises, su despreocupada
existencia.
Era
invierno en Lituania, acababa de entrar un frente ártico y el centro
estaba más concurrido que nunca, abarrotado de hombres y mujeres que
tan solo parecían tener dos cosas en común; frío en los huesos y
una facilidad pasmosa para odiar a Jolanta. Es más fácil odiar, al
fin y al cabo, cuando te sientes solo, el mercurio de los termómetros
lleva días sin superar la barrera de los diez grados bajo cero y
anochece a las cuatro de la tarde, pero también más inútil.
La
liturgia era siempre la misma. Al principio la miraban con recelo,
después con rabia contenida, más tarde con hastío -especialmente
cuando alguna de sus espontáneas carcajadas superaba en decibelios
el volumen del televisor- y finalmente con resignación. Pero en
realidad -lo supe más tarde- la mayoría envidiaba aquella ligereza,
aquel comportamiento disonante, aquel ejercicio de supervivencia que
a mí siempre me pareció conmovedor. Era un fastidio para el resto
la ausencia de lamento. Atentaba contra el protocolo tácitamente
aceptado que no pidiera permiso para reírse, que no bajara la mirada
al suelo, que no siguiera rogando perdón. Y eso, en el fondo, les
daba miedo. Era esa negativa suya a seguir pagando día tras día los
peajes de la soledad lo que les delataba y asustaba a partes
iguales.
Mi
relación con Jolanta, sin embargo, quizás por mera necesidad de
interacción, fue muy diferente. Un intercambio comunicativo tan
extrañamente natural como forzosamente primario del que los dos
-quiero creer- que sacamos algo. Porque aunque mis exiguas
competencias lingüísticas no me dejaron tampoco otra alternativa,
hoy sé que durante aquel invierno interminable conseguimos al menos
acompañarnos. Y con el tiempo, yo aprendí a hablar con ella sin
hablar, quiero decir, a hablar escuchándola.
El
día que la conocí pensé que estaba tomándome el pelo, que le
hacía gracia dirigirse a mí articulando frases en ruso a toda
velocidad cuando sabía perfectamente que no era capaz de entender
nada. La escuchaba hablar entonces como quien oye llover -como quien
oye nevar-, con la exacta lentitud que precede siempre a la
incomprensión y a la nieve.
Pero
muy pronto, con el devenir de las semanas, terminé por desengañarme.
Comprendí que lo que ella buscaba era precisamente eso, que no la
entendiera, que no pudiera llegar a entenderla nunca.
Aquella
rutina se repetía cada jueves. Se sentaba a mi lado en el banco de
madera roída, se inclinaba hacia mí como queriendo confesarme el
mayor de los secretos y comenzaba con sus disertaciones. Yo no
hablaba nunca, pero la miraba con verdadera atención tratando en
vano de entender todo lo que ella no estaba dispuesta a contarme.
Así,
sumidos en aquel clima de confianza mutua, de adquirida complicidad,
fue consumiéndose poco a poco en Vilnius el invierno, hasta que un
jueves templado de primavera alguien nos interrumpió, inmiscuyéndose
de pronto en nuestro particular monólogo compartido. Visiblemente
molesta, Jolanta se calló, lanzó un repentino exabrupto, se levantó
con vehemencia del asiento y se marchó sin despedirse. Aunque,
pensándolo bien, tal vez sí que lo hizo.
Aquella
fue la última vez que vi a Jolanta. Y aunque algunos meses más
tarde, cuando el verano desembarcó por fin en suelo báltico fui yo
el que terminó marchándose sin planes de retorno, hay días en los
que aún echo de menos aquellas conversaciones en las que nunca
hablaba. Conversaciones en las que me habría gustado, al menos,
haber tenido la posibilidad de decirle algo, aunque solo fuera que el
mundo jamás me pareció un lugar hostil ni la vida un asunto
demasiado grave. O que no hubo un solo día de aquel invierno en el
que me sintiera incómodo a su lado.
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