> Palabras y Placebos: JOLANTA

miércoles, 2 de octubre de 2019

JOLANTA

Cada vez que el mundo me parece un lugar hostil o la vida un asunto demasiado grave, suelo acordarme de Jolanta. De su risa siempre inoportuna y estruendosa rebotando a mediodía en todas las paredes de la sala; de su incontenible verborrea, su olor a leche de bolsa y a picadura de tabaco mojada; pero sobre todo de lo mucho que solía incomodar al resto, aquellos días grises, su despreocupada existencia. 

Era invierno en Lituania, acababa de entrar un frente ártico y el centro estaba más concurrido que nunca, abarrotado de hombres y mujeres que tan solo parecían tener dos cosas en común; frío en los huesos y una facilidad pasmosa para odiar a Jolanta. Es más fácil odiar, al fin y al cabo, cuando te sientes solo, el mercurio de los termómetros lleva días sin superar la barrera de los diez grados bajo cero y anochece a las cuatro de la tarde, pero también más inútil. 

La liturgia era siempre la misma. Al principio la miraban con recelo, después con rabia contenida, más tarde con hastío -especialmente cuando alguna de sus espontáneas carcajadas superaba en decibelios el volumen del televisor- y finalmente con resignación. Pero en realidad -lo supe más tarde- la mayoría envidiaba aquella ligereza, aquel comportamiento disonante, aquel ejercicio de supervivencia que a mí siempre me pareció conmovedor. Era un fastidio para el resto la ausencia de lamento. Atentaba contra el protocolo tácitamente aceptado que no pidiera permiso para reírse, que no bajara la mirada al suelo, que no siguiera rogando perdón. Y eso, en el fondo, les daba miedo. Era esa negativa suya a seguir pagando día tras día los peajes de la soledad lo que les delataba y asustaba a partes iguales. 

Mi relación con Jolanta, sin embargo, quizás por mera necesidad de interacción, fue muy diferente. Un intercambio comunicativo tan extrañamente natural como forzosamente primario del que los dos -quiero creer- que sacamos algo. Porque aunque mis exiguas competencias lingüísticas no me dejaron tampoco otra alternativa, hoy sé que durante aquel invierno interminable conseguimos al menos acompañarnos. Y con el tiempo, yo aprendí a hablar con ella sin hablar, quiero decir, a hablar escuchándola. 

El día que la conocí pensé que estaba tomándome el pelo, que le hacía gracia dirigirse a mí articulando frases en ruso a toda velocidad cuando sabía perfectamente que no era capaz de entender nada. La escuchaba hablar entonces como quien oye llover -como quien oye nevar-, con la exacta lentitud que precede siempre a la incomprensión y a la nieve. 

Pero muy pronto, con el devenir de las semanas, terminé por desengañarme. Comprendí que lo que ella buscaba era precisamente eso, que no la entendiera, que no pudiera llegar a entenderla nunca. 

Aquella rutina se repetía cada jueves. Se sentaba a mi lado en el banco de madera roída, se inclinaba hacia mí como queriendo confesarme el mayor de los secretos y comenzaba con sus disertaciones. Yo no hablaba nunca, pero la miraba con verdadera atención tratando en vano de entender todo lo que ella no estaba dispuesta a contarme. 

Así, sumidos en aquel clima de confianza mutua, de adquirida complicidad, fue consumiéndose poco a poco en Vilnius el invierno, hasta que un jueves templado de primavera alguien nos interrumpió, inmiscuyéndose de pronto en nuestro particular monólogo compartido. Visiblemente molesta, Jolanta se calló, lanzó un repentino exabrupto, se levantó con vehemencia del asiento y se marchó sin despedirse. Aunque, pensándolo bien, tal vez sí que lo hizo.

Aquella fue la última vez que vi a Jolanta. Y aunque algunos meses más tarde, cuando el verano desembarcó por fin en suelo báltico fui yo el que terminó marchándose sin planes de retorno, hay días en los que aún echo de menos aquellas conversaciones en las que nunca hablaba. Conversaciones en las que me habría gustado, al menos, haber tenido la posibilidad de decirle algo, aunque solo fuera que el mundo jamás me pareció un lugar hostil ni la vida un asunto demasiado grave. O que no hubo un solo día de aquel invierno en el que me sintiera incómodo a su lado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario