> Palabras y Placebos: MORIR DE RISA

miércoles, 24 de junio de 2020

MORIR DE RISA


Adeus, porco mundo:
Cando non exista
rireime na nada
do ruin artista
que te fixo feo.
¡Morro de risa!

Eduardo De la Peña


En casa le llamaban Erá. Así es también como firmaba sus libros. Yo le llamaba simplemente Eduardo, era el hermano de mi abuela y una de las personas más apasionadas que he conocido, enamorado y atormentado a partes iguales. Fue muchas cosas a lo largo de su vida: maestro de escuela, pintor, poeta, dramaturgo, fotógrafo, coleccionista y enfermo crónico. No sabría decir en qué orden y creo que tampoco importa. Diré tan solo que era un ser humano brillante, que tuvo vicios mundanos y extrañas costumbres y supo disfrutarlos a ratos, que experimentó ascensos, recaídas, alucinaciones e iluminaciones y dejó al morirse huérfanos a demasiados fantasmas.

Elegid al menos dos vicios, porque uno es demasiado”, escribió en una ocasión Bertolt Brecht. Y Eduardo debía leer a Brecht porque los eligió casi todos. De entre ellos, el juego fue seguramente uno de sus más fieles compañeros de viaje. Llegó a jugar tanto durante los últimos años de su vida, a cubrir tantas quinielas de fútbol cada semana, que ganar llegó casi a convertirse en algo más probable que enterarse de que ganaba. Pero yo creo, siempre lo he creído, que él no jugaba en realidad con la intención de ganar, que jugaba solo por jugar. Que la vida, para él, hacía tiempo que se había convertido en un juego y que entendía que el fin del juego, de todo juego, solo podía ser ese. Aquellos boletos suyos tenían desarrollos imposibles, interminables, llenos de triples, de dobles y con muy pocas apuestas sencillas, supongo que porque no era sencillo vivir en su cabeza, pensar, a fin de cuentas, como Eduardo pensaba. La estampa de aquella montaña de quinielas desparramada sobre la mesa de la casa del Burgo, sacudida apenas por una suave brisa de finales de verano, es una de las imágenes más nítidas que conservo de aquellos tiempos.

Jamás tuve noticias de que ganara grandes premios, de que la suerte le reportara beneficios económicos alguna vez, pero me gusta pensar que eso tampoco le importaba. Creo que respetaba tanto el azar -su juicio aleatorio, sus designios- que jamás habría intentado contravenirlos o alterarlos. Los domingos, al terminar cada jornada de Liga, arrancaba el largo escrutinio doméstico, para el que solía pedirnos ayuda también a los más pequeños. Era agradable ayudarlo en aquella tarea, sin llegar a entender del todo en qué consistía el juego ni cómo se ganaba. No recuerdo haberlo visto extraordinariamente feliz ningún domingo por la noche. Tampoco especialmente triste o preocupado. “No pienso dejarle ninguna herencia a mis sobrinos, ¡que trabajen! Si les dejo dinero van a malgastarlo en quinielas”, solía decir entre risas, con evidente sarcasmo.

Muchos años antes de aquellos últimos años, los de las quinielas y las crisis cada vez acusadas, Eduardo trabajaba como profesor de escuela. Casi siempre en barrios desfavorecidos o marginales. Casi siempre lejos de casa. Desde que había abandonado la actividad, no le gustaba hablar demasiado de su etapa como docente, pero cada vez que lo hacía era para regresar mentalmente a El Pozo del Tío Raimundo, un estigmatizado barrio del sur Madrid surcado por las vías del ferrocarril y carente entonces de infinidad de servicios básicos. Aquel había sido uno de sus primeros destinos como maestro. También uno de los más importantes. Un lugar en donde daba clases a los niños, con los que acostumbraba a organizar también obras de teatro (otra de sus grandes pasiones) frustradas a menudo -solía denunciar- por la intervención de la policía. En El Pozo del Tío Raimundo había llegado a ser feliz. No lo decía, pero se le notaba.

La etapa que mejor conozco de la vida de Eduardo es la última, porque pude presenciarla. Del resto, de todo lo acontecido antes, he ido sabiendo cosas con cuentagotas con el paso de los años, historias y leyendas más o menos fidedignas que me han ido contando y que he elegido creer o no creer, según el caso. También me he obstinado muchas veces en tratar de entender y de reconstruir su historia a través de sus libros y sus cuadros. Así es, después de todo, como mejor creo conocerlo.

Hace ya mucho tiempo que se marchó, pero yo sigo acordándome habitualmente de Erá, de Eduardo. Cada vez que visito un edificio alto, porque a él le gustaba vivir siempre en los pisos más altos. Y pintar lienzos de grandes dimensiones, y plantar semillas de plantas de grandes dimensiones que luego, transcurrido un tiempo, en el momento de marcharse, no cabían por la puerta. También, a menudo, cuando escucho música en vinilo, en el tocadiscos que heredé de él sin que él lo supiera. Pongo a girar el Long Play y me acuerdo inmediatamente de su música, de la que ponía a todo volumen, en el Burgo, magnificada por dos gigantes altavoces situados en la puerta de la casa, cada vez que había fiesta en el pueblo o dentro de su cabeza. Cómo proyectaba durante horas y horas música clásica cuando quería molestar a los vecinos (porque creía que los vecinos no podían entender la música clásica y eso les molestaría). Era un melómano, un tipo capaz de comprar tres veces el mismo disco en la misma tienda y de poner banda sonora a un pueblo entero y silencioso durante décadas.

También recuerdo algunos días sus colecciones de animales, que se convertían inmediatamente en la atracción de la semana o del mes o del año en aquel pequeño paraje. Sus guacamayos, sus pavos reales, sus perros rescatados de algún infierno, sus cabras, sus cientos de aves. Lo que él creía que debía ser en cada momento. Pero si he de quedarme, sin embargo, con un instante, con una imagen concreta de aquel tipo que fue un fumador empedernido hasta que un día, de repente, dejó de serlo, es la tarde en que ingresó por última vez en el psiquiátrico. Lo acompañaba mi tío, pero él pidió entrar solo. Una vez en el interior del centro le contó al médico que venía a traer a un familiar que estaba loco. “Va a negar todo cuando entre, pero no le haga caso, ya sabe cómo son los locos”, le dijo entonces al doctor, con la mayor serenidad del mundo. A punto estuvieron de ingresar a mi tío en lugar de a Eduardo. “Ve, le dije que lo negaría todo”, murmuraba entonces Erá, sonriendo, mientras mi tío trataba de resolver aquel malentendido. Así es como más me gusta recordarlo, como un brillante embaucador profesional, como un niño que no deja de jugar cuando termina el juego. Riéndose de todos, del mundo y también de sí mismo.

Hace casi 20 años que un cáncer de esófago apagó la música en las calles del Burgo para siempre. Hace casi 20 años que uno de sus cuadros, aquel en el que también aparecen sus fantasmas, cuelga en una de las paredes de mi cuarto. Hace casi 20 años que Erá se marchó, con todo su tormento y su capacidad de apasionamiento intactos. Sin protestar, sin quejarse, porque las personas realmente heridas no acostumbran a compartir su dolor con nadie. Lo que sí que compartió, que fue mucho y muy valioso, yo sigo guardándolo, conservándolo, atesorándolo como uno de los legados más preciados que tengo. E inspeccionándolo todavía de vez en cuando para tratar de adivinar en esa obra maravillosa, personalísima, nuevas tretas o nuevos embauques. Porque Eduardo no murió de risa, como había prometido, y el día que siguió a su muerte fue la primera vez que vi llorar a mi padre.



No hay comentarios:

Publicar un comentario