Llevaban
tanto tiempo aguardando la llegada de la primavera que cuando por fin
se produjo no supieron identificarla. Siempre sucedía lo mismo, con
todo orden de cosas. Aquellos hombres y mujeres vivían proyectando
en el tiempo, persiguiendo y ansiando una vida que no se parecía en
nada a la suya, que no tenía nada que ver con la que en realidad
tenían, con la que habían llevado siempre. Era una especie de
mecanismo de defensa. Construían y proyectaban -me imagino que de
forma involuntaria, pero quién sabe- todo aquello que les gustaría
ser, que de algún modo podrían ser o que sencillamente serían (si
las cosas no fueran como son, claro), para no tener que hacerse cargo
de lo que en realidad eran. Sus vidas, plagadas de propósitos de
enmienda, de planes perfectos, de segundas y terceras oportunidades,
eran siempre mejores mañana. Así les resultaba más fácil
continuar, seguir hacia adelante. Era la única manera que conocían
de hacerlo. Seguramente también la más sana.
Lo hacían
así, de ese modo, porque sabían perfectamente que volver la vista
atrás no serviría de nada, porque atrás, más atrás, no había
nada. Nada que recordar y nada que defender (como si el simple acto
de recordar no fuera ya, por sí mismo, un implacable ejercicio de
defensa). Más atrás (es decir, antes) de aquella espera
interminable, de aquel obligado ejercicio de paciencia, de aquella
primavera ficticia vivida por adelantado tantas veces, de aquella
cotidiana construcción de un mañana hipotético, inventado o
improbable, había solo un vacío imposible de llenar. Y ese espacio
vacío en el que no habían tenido cabida ni siquiera ellos mismos,
lo llenaban siempre de futuro. Aceptaban como propia una vida más o
menos digna, más o menos vivible, más o menos probable, la
moldeaban a su antojo y después la evocaban o la olvidaban, según
el caso. Y sentían, como todos, una vez concluido el pesado proceso,
una nostalgia tremenda. La nostalgia, en su caso, de un futuro
imposible al que no paraban de regresar. Sus pasados, borrados o
borrosos, no admitían, después de todo, más opción que la de
avanzar.
Los más
viejos habían logrado desarrollar con el tiempo una técnica mucho
más depurada. Habían imaginado durante tantos años tantas vidas
posibles, habían inventado tantos futuros distintos, que les costaba
mucho menos regresar, cada vez que lo necesitaban, a esos
momentos de fabricada felicidad. Los más jóvenes, en cambio, los
que habían muerto menos veces, todavía tendían a pensar, en
ocasiones, que el futuro no tenía por qué ser solo una construcción
mental. Que también podía ir con ellos. Que todavía se podía
elegir, intentar. Se trataba, supongo, de una bravuconería propia de
la edad.
Con la
primavera llegó el deshielo del Neris, congelado durante todo el
invierno, pero bajo la gruesa capa que durante tantos meses había
conferido a aquel río su aspecto sólido, no quedó más que un
manto inabarcable de agua fría. Todos se marcharon. Y todos
volvieron después, cuando los días comenzaron a hacerse de nuevo
cada vez más cortos y las noches cada vez más frías, a sus
cuarteles de invierno a esperar la primavera. A fantasear con otras
vidas posibles, arrebatadas, y con otros futuros improbables o
imposibles que poder recordar, llegado el momento, con nostalgia.
Llenos de vida. Rotos de esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario