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jueves, 9 de julio de 2020

NOSTALGIA DEL FUTURO


Llevaban tanto tiempo aguardando la llegada de la primavera que cuando por fin se produjo no supieron identificarla. Siempre sucedía lo mismo, con todo orden de cosas. Aquellos hombres y mujeres vivían proyectando en el tiempo, persiguiendo y ansiando una vida que no se parecía en nada a la suya, que no tenía nada que ver con la que en realidad tenían, con la que habían llevado siempre. Era una especie de mecanismo de defensa. Construían y proyectaban -me imagino que de forma involuntaria, pero quién sabe- todo aquello que les gustaría ser, que de algún modo podrían ser o que sencillamente serían (si las cosas no fueran como son, claro), para no tener que hacerse cargo de lo que en realidad eran. Sus vidas, plagadas de propósitos de enmienda, de planes perfectos, de segundas y terceras oportunidades, eran siempre mejores mañana. Así les resultaba más fácil continuar, seguir hacia adelante. Era la única manera que conocían de hacerlo. Seguramente también la más sana.

Lo hacían así, de ese modo, porque sabían perfectamente que volver la vista atrás no serviría de nada, porque atrás, más atrás, no había nada. Nada que recordar y nada que defender (como si el simple acto de recordar no fuera ya, por sí mismo, un implacable ejercicio de defensa). Más atrás (es decir, antes) de aquella espera interminable, de aquel obligado ejercicio de paciencia, de aquella primavera ficticia vivida por adelantado tantas veces, de aquella cotidiana construcción de un mañana hipotético, inventado o improbable, había solo un vacío imposible de llenar. Y ese espacio vacío en el que no habían tenido cabida ni siquiera ellos mismos, lo llenaban siempre de futuro. Aceptaban como propia una vida más o menos digna, más o menos vivible, más o menos probable, la moldeaban a su antojo y después la evocaban o la olvidaban, según el caso. Y sentían, como todos, una vez concluido el pesado proceso, una nostalgia tremenda. La nostalgia, en su caso, de un futuro imposible al que no paraban de regresar. Sus pasados, borrados o borrosos, no admitían, después de todo, más opción que la de avanzar.

Los más viejos habían logrado desarrollar con el tiempo una técnica mucho más depurada. Habían imaginado durante tantos años tantas vidas posibles, habían inventado tantos futuros distintos, que les costaba mucho menos regresar, cada vez que lo necesitaban, a esos momentos de fabricada felicidad. Los más jóvenes, en cambio, los que habían muerto menos veces, todavía tendían a pensar, en ocasiones, que el futuro no tenía por qué ser solo una construcción mental. Que también podía ir con ellos. Que todavía se podía elegir, intentar. Se trataba, supongo, de una bravuconería propia de la edad.

Con la primavera llegó el deshielo del Neris, congelado durante todo el invierno, pero bajo la gruesa capa que durante tantos meses había conferido a aquel río su aspecto sólido, no quedó más que un manto inabarcable de agua fría. Todos se marcharon. Y todos volvieron después, cuando los días comenzaron a hacerse de nuevo cada vez más cortos y las noches cada vez más frías, a sus cuarteles de invierno a esperar la primavera. A fantasear con otras vidas posibles, arrebatadas, y con otros futuros improbables o imposibles que poder recordar, llegado el momento, con nostalgia. Llenos de vida. Rotos de esperanza.

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