Se hacen
llamar patriotas, pero no tienen de patriota más que el atuendo, ese
uniforme siempre impoluto con el que acuden día tras día a la
protesta de las nueve. Con sus mascarillas personalizadas,
rojigualdas; sus banderas de España -con o sin plumas- a modo de
EPI; sus cacerolas de teflón; sus palos de golf y sus mantras de
siempre. Es fácil encontrárselos en estos tiempos grises -en
sentido literal y figurado- patrullando las calles céntricas de
algunas ciudades españolas cuando comienza a declinar el día. Es
fácil distinguirlos, identificarlos, pero cada vez más difícil
descifrarlos o entenderlos. Porque se sabe que protestan y contra
quién protestan, pero no por qué protestan. Se sabe lo que quieren,
pero resulta imposible entender qué es lo que piden. Porque lo
tienen todo. Porque lo han tenido siempre.
La llama de
la revolución de los patriotas terminó de prender el pasado fin de
semana en el madrileño barrio de Salamanca, uno de los distritos
con mayor poder adquisitivo del país. Un sector acomodado de la
capital donde la renta media de los hogares -según los datos del
Instituto Nacional de Estadística- bordea los 90.000 euros (más del
triple que el promedio nacional, establecido en 25.000); en donde los
ingresos derivados del patrimonio y la actividad financiera suponen
más del 50%; en donde la tasa de desempleo no llega al 0,5%; y en
donde los partidos de derecha y extrema derecha recibieron en las
últimas elecciones generales más del 80% de los sufragios. El lugar
perfecto para poner en alquiler una vivienda, pero el más extraño
de todos para iniciar una revolución.
Desafiando
todas las medidas del estado de alarma, desatendiendo todas las
normas del confinamiento y pertrechados con carteles con intrincados
eslóganes del tipo “Confía en tu gobierno; encerrados sois
libres”, los manifestantes tomaron la calle Núñez de Balboa el
pasado sábado al grito de “Sánchez vete ya”. La protesta se
extendió después a otros puntos del país, donde comenzaron a
resonar también las cacerolas y a multiplicarse las demandas de
“libertad” en tiempos de pandemia. Pero lo grave, lo realmente
grave, no son las consignas, es el contexto. Es salir a la calle en
masa a pedir libertad cuando la restricción de la libertad de
movimiento sigue siendo la única receta conocida para evitar los
contagios.
Con la
inestimable ayuda de algunos medios de comunicación, la soez
protesta del 1% más rico fue ganando popularidad con el paso de los
días. Se le puso incluso un nombre, la “revolución de las
mascarillas”. Líderes de la extrema derecha, como el presidente de
VOX, Santiago Abascal, no dudaron en alentar a la población a tomar
parte en las protestas. Y así fue como los mismos que ningunearon -y
siguen ninguneando- algo tan básico como la aprobación del Ingreso
Mínimo Vital; los mismos que tildaron la manifestación feminista
del 8M como un foco de contagio (el mismo día que organizaban un mitin en Vistalegre); terminaron de volcarse en su vital
protesta. En una revolución completamente pionera, sin precedentes,
la del pueblo contra el pueblo o, si se prefiere, la de los que
todavía viven contra los que todavía mueren.
Unas
concentraciones que se siguen produciendo y que sus organizadores se
han cansado de repetir que se están llevando a cabo respetando todas
las medidas de seguridad. Pero lo cierto es que no está probado que
la bandera española proteja del contagio ni que el Águila de San
Juan, que vuelve a sobrevolar estos días el cielo de algunos
barrios, proporcione los anticuerpos deseados para hacer frente al
virus. Si el distanciamiento social realmente se está cumpliendo es
porque es muy grande la brecha que separa el mundo de estos
manifestantes del que habitamos el resto de la gente. Porque es
posible, en un país como España, que a algunos les siga fallando la
memoria histórica, pero que suceda lo mismo con la reciente, con lo
que pasa ahora, es grosero e indecente.
Considero
que el derecho de reunión, las protestas ciudadanas y la
desobediencia civil son pilares sobre los que se debe construir
cualquier sociedad crítica, sana, pero no logro entender qué es
exactamente lo que aquí se está pidiendo. Ni tampoco por qué lo
están pidiendo quienes lo están pidiendo. Puedo comprender las
revueltas que se están produciendo en otros países donde la
restricción de movimientos implica necesariamente no poder trabajar
y donde no poder trabajar implica necesariamente no tener acceso a
ningún tipo de sustento. A ninguno. Pero que un privilegiado salga a
la calle a demandar airadamente junto a otros privilegiados el
restablecimiento de sus privilegios, es algo que no comprendo. Es el
síntoma inequívoco de que algo marcha mal, muy mal, o de que hay
algo que se está malinterpretando o, directamente, no se está
entendiendo. Un privilegiado pidiendo libertad, un privilegiado
saliendo a la calle a protestar por sus derechos, no puede ser más
que un oxímoron siniestro.
No deja de
resultar tampoco curioso que estas manifestaciones ciudadanas se
hayan convertido en un auténtico desfile de elementos y enseñas
nacionales, de exacerbado orgullo patriótico, pues una protesta que
pone en riesgo la salud púbica mientras tus compatriotas siguen
sufriendo, debe ser la más antipatriótica de todas las protestas.
Creo que fue Jean-Paul Sartre el que dijo por primera vez aquello de
que “mi libertad termina donde empieza la de los demás”. Yo solo
les diría a estos manifestantes, si tuviera la ocasión, que su
libertad termina donde empiezan nuestros muertos.
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