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miércoles, 20 de mayo de 2020

PATRIOTAS


Se hacen llamar patriotas, pero no tienen de patriota más que el atuendo, ese uniforme siempre impoluto con el que acuden día tras día a la protesta de las nueve. Con sus mascarillas personalizadas, rojigualdas; sus banderas de España -con o sin plumas- a modo de EPI; sus cacerolas de teflón; sus palos de golf y sus mantras de siempre. Es fácil encontrárselos en estos tiempos grises -en sentido literal y figurado- patrullando las calles céntricas de algunas ciudades españolas cuando comienza a declinar el día. Es fácil distinguirlos, identificarlos, pero cada vez más difícil descifrarlos o entenderlos. Porque se sabe que protestan y contra quién protestan, pero no por qué protestan. Se sabe lo que quieren, pero resulta imposible entender qué es lo que piden. Porque lo tienen todo. Porque lo han tenido siempre.

La llama de la revolución de los patriotas terminó de prender el pasado fin de semana en el madrileño barrio de Salamanca, uno de los distritos con mayor poder adquisitivo del país. Un sector acomodado de la capital donde la renta media de los hogares -según los datos del Instituto Nacional de Estadística- bordea los 90.000 euros (más del triple que el promedio nacional, establecido en 25.000); en donde los ingresos derivados del patrimonio y la actividad financiera suponen más del 50%; en donde la tasa de desempleo no llega al 0,5%; y en donde los partidos de derecha y extrema derecha recibieron en las últimas elecciones generales más del 80% de los sufragios. El lugar perfecto para poner en alquiler una vivienda, pero el más extraño de todos para iniciar una revolución.

Desafiando todas las medidas del estado de alarma, desatendiendo todas las normas del confinamiento y pertrechados con carteles con intrincados eslóganes del tipo “Confía en tu gobierno; encerrados sois libres”, los manifestantes tomaron la calle Núñez de Balboa el pasado sábado al grito de “Sánchez vete ya”. La protesta se extendió después a otros puntos del país, donde comenzaron a resonar también las cacerolas y a multiplicarse las demandas de “libertad” en tiempos de pandemia. Pero lo grave, lo realmente grave, no son las consignas, es el contexto. Es salir a la calle en masa a pedir libertad cuando la restricción de la libertad de movimiento sigue siendo la única receta conocida para evitar los contagios.

Con la inestimable ayuda de algunos medios de comunicación, la soez protesta del 1% más rico fue ganando popularidad con el paso de los días. Se le puso incluso un nombre, la “revolución de las mascarillas”. Líderes de la extrema derecha, como el presidente de VOX, Santiago Abascal, no dudaron en alentar a la población a tomar parte en las protestas. Y así fue como los mismos que ningunearon -y siguen ninguneando- algo tan básico como la aprobación del Ingreso Mínimo Vital; los mismos que tildaron la manifestación feminista del 8M como un foco de contagio (el mismo día que organizaban un mitin en Vistalegre); terminaron de volcarse en su vital protesta. En una revolución completamente pionera, sin precedentes, la del pueblo contra el pueblo o, si se prefiere, la de los que todavía viven contra los que todavía mueren.

Unas concentraciones que se siguen produciendo y que sus organizadores se han cansado de repetir que se están llevando a cabo respetando todas las medidas de seguridad. Pero lo cierto es que no está probado que la bandera española proteja del contagio ni que el Águila de San Juan, que vuelve a sobrevolar estos días el cielo de algunos barrios, proporcione los anticuerpos deseados para hacer frente al virus. Si el distanciamiento social realmente se está cumpliendo es porque es muy grande la brecha que separa el mundo de estos manifestantes del que habitamos el resto de la gente. Porque es posible, en un país como España, que a algunos les siga fallando la memoria histórica, pero que suceda lo mismo con la reciente, con lo que pasa ahora, es grosero e indecente.

Considero que el derecho de reunión, las protestas ciudadanas y la desobediencia civil son pilares sobre los que se debe construir cualquier sociedad crítica, sana, pero no logro entender qué es exactamente lo que aquí se está pidiendo. Ni tampoco por qué lo están pidiendo quienes lo están pidiendo. Puedo comprender las revueltas que se están produciendo en otros países donde la restricción de movimientos implica necesariamente no poder trabajar y donde no poder trabajar implica necesariamente no tener acceso a ningún tipo de sustento. A ninguno. Pero que un privilegiado salga a la calle a demandar airadamente junto a otros privilegiados el restablecimiento de sus privilegios, es algo que no comprendo. Es el síntoma inequívoco de que algo marcha mal, muy mal, o de que hay algo que se está malinterpretando o, directamente, no se está entendiendo. Un privilegiado pidiendo libertad, un privilegiado saliendo a la calle a protestar por sus derechos, no puede ser más que un oxímoron siniestro.

No deja de resultar tampoco curioso que estas manifestaciones ciudadanas se hayan convertido en un auténtico desfile de elementos y enseñas nacionales, de exacerbado orgullo patriótico, pues una protesta que pone en riesgo la salud púbica mientras tus compatriotas siguen sufriendo, debe ser la más antipatriótica de todas las protestas. Creo que fue Jean-Paul Sartre el que dijo por primera vez aquello de que “mi libertad termina donde empieza la de los demás”. Yo solo les diría a estos manifestantes, si tuviera la ocasión, que su libertad termina donde empiezan nuestros muertos.

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