Hay
palabras que son drogas y palabras que nos calzamos para andar
deprisa. Hay palabras que son incendios y palabras que son promesas y
mentiras. Hay vendedores ambulantes de palabras y narcotraficantes y
prostitutas. Hay personas que lloran palabras y personas que se
inmolan con palabras. Personas que aman con palabras y personas que
se separan con palabras. Hay palabras tan grandes que no dicen nada.
Hay palabras en la nevera y la vida es sólo otra palabra.
Conocí
en cierta época de mi vida a un tipo bastante estrafalario que se
alimentaba únicamente de palabras. Las consumía todas. Palabras
llanas y agudas en frases coordinadas para desayunar; rebuscados
palíndromos plagados de tiempos compuestos para el almuerzo;
antiguos refranes, proverbios árabes y poemas de versos
endecasílabos para merendar; y esdrújulas y sobresdrújulas en
oraciones subordinadas a la hora de la cena. Estaba condenado
irremediablemente a la obesidad.
Hace
un par de semanas alguien me contó que habían tenido que sacarlo
con una grúa por la ventana del salón de su propia casa. Había
engordado tanto que no podía apenas moverse. Los médicos que se
ocuparon de su caso adujeron que la causa de su obesidad era la mala
alimentación. No me sorprendió. Después todo, las palabras eran
sólo comida basura. Su vida, como la de cualquier otro, no tenía
tanta importancia -pensé-. Había palabras en la nevera y la vida
era sólo otra palabra.
Transcurrido
un tiempo conocí a una persona que no paraba de vomitar palabras. Me
dijeron que anoche murió de anorexia.
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