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miércoles, 4 de diciembre de 2019

DIOSES DE ETANOL


Cuando el invierno comienza a adivinarse tras las cúpulas doradas de las iglesias, se beben su dinero. El poco que tienen. Cobran la segunda semana de cada mes la limosna del gobierno de turno. Y la canjean por agua oxigenada. Así es como respiran.

Sus fugaces delirios etílicos les confieren una especie de inmunidad pasajera, una tregua, alguna extraña suerte de fortaleza exterior. Pero esa inmunidad nunca es eterna y sus baratos elixires, alejados de toda deidad, les consumen como cerillas al viento.

En Vilnius está anocheciendo. Hace frío -se excusan- mientras rebuscan en sus bolsillos, con torpeza y dedos sucios, otra tísica moneda con la que alquilar, por unas horas, su propio perdón. Han logrado sobrevivir a un nuevo temporal y se sienten fuertes, dioses. Están tan solos que piensan que nada les puede afectar.

Vasilij irrumpe tambaleándose en la habitación principal con su metro noventa vacilando sobre el abismo del suelo. Está tan borracho que sería incapaz de ganar una mano de Durak a un niño occidental partiendo con ventaja. Tarda exactamente diez segundos en desplomarse sobre el piso como un árbol sorprendido por la crecida de un río. Su metro noventa no intimida tanto derrumbado en sentido horizontal.

Cae a cámara lenta, sonriendo como si estuviera llevando a cabo la primera travesura de su vida, pero al recuperarse del golpe no le queda otro remedio que pedir ayuda desde el suelo, desguarnecido. No tardan en brindársela. Para llevárselo de allí tienen que tomarlo en brazos y levantarlo unos centímetros del suelo para poder transportarlo. Sus piernas se desparraman sobre las baldosas como dos babosas muertas mientras en la calle sigue anocheciendo. Así es como levitan los dioses de etanol.

No supe calcular bien mis posibilidades. Y tampoco tenía tantas”, me dijo el día que lo conocí.



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