Las hormigas gritan,
las he oído,
y sus gritos se parecen a los
míos.
Las hormigas gritan como los
ahogados,
como los muertos de sed,
como los faltos de algo.
Son muy pocos quienes están
dispuestos a detenerse,
a sentarse sin motivo,
a esperar
o a pasarse de largo.
Son muy pocos quienes han
oído alguna vez
los gritos de la hormiga.
Yo las he oído,
y sus gritos se parecen a los
míos.
Corren tiempos difíciles para
la hormiga.
Habitamos un siglo afónico, roto,
de aviones asépticos,
de miedos infundados,
y ya nadie vuela únicamente
por el placer de contemplar las montañas
desde arriba.
Corren tiempos de fantasmas
familiares,
de manos frías,
de dinero en pantallas
electrónicas.
Tiempos de política y latas
de conserva.
Poco o nada saben de todo
esto las hormigas,
pero se dan cuenta, perfecta
cuenta,
de lo que pasa aquí arriba.
Y por eso gritan;
Porque vivir a ras de suelo
no ha sido
-ni será nunca-
un motivo de peso para
callarse.
Las hormigas también se
quejan y se rebelan.
Las hormigas sufren, se
desesperan,
y ensayan zancadillas
diminutas,
notables saltos mortales.
Las hormigas también se
ahogan en un vaso de agua.
El grito de la hormiga es un
grito firme,
que revela un dolor
apaciguado.
No es un grito de venganza;
La suya es otra guerra,
mucho más terrena,
sin duda mucho más humana.
Las hormigas poco o nada
saben del amor,
y tal vez en eso sí que se
parecen a nosotros.
Son muy pocos quienes las han
oído alguna vez,
pero las hormigas gritan
y sus gritos se parecen a los
míos.
Las hormigas gritan como los
ahogados,
como los muertos de sed,
como los faltos de algo.
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