A
Lorenza, la salmantina de Gorliz
Lorenza ha llegado al pueblo. Suenan
trompetas con sordina. Viene para quedarse.
Ha comprado un terreno en la zona alta
para construir una casa. Desde allí se intuye la playa. Detrás de los montes no
hay nada.
Tiene poco dinero y un hijo flaco. Habrá
que buscar empleo. Poner a hervir el agua. Explicarle al niño que ahora toca
esperar.
En el pueblo Lorenza se siente una
extraña. Una extraña extranjera que extraña su tierra natal.
Se rumorea en el pueblo que Lorenza no
tiene dinero. Que si el niño está flaco es por culpa de Lorenza. Que si la
comida escasea es porque Lorenza no sabe ahorrar.
Ella sale cada mañana a su jardín diminuto
tamaño bonsái y habla con unos y otros de esto y de aquello -y hay quien dice
que Lorenza habla por hablar-.
El día en que el primer autobús llega al
pueblo, ella lo espera impaciente, como una más. Pero en el interior del flamante
vehículo nadie se atreve a mirar a Lorenza. No saben mirarla, pero la miran. Y
Lorenza se deja mirar.
La situación se vuelve esperpéntica cuando
todo el rebaño decide apearse allí mismo.
El conductor, contrariado, le pregunta entonces a
Lorenza si quiere dar un paseo. Ella asiente, con la cabeza bien alta, y el
autobús echa a andar.
Ya de vuelta en su casa, frente a su
diminuto jardín tamaño bonsái, suenan de nuevo trompetas con sordina porque
Lorenza ha venido para quedarse.
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