> Palabras y Placebos: 2015

viernes, 31 de julio de 2015

ME DECÍAN RAMBO

Si merodea un rato por las calles del sector norte de Tocopilla, esas desde las que se puede observar cómo la cordillera trata en vano de penetrar en el océano, es fácil que se encuentre con él. Porque él siempre está allí, vigilando, sin que nadie se lo pida, las aceras que guardan su historia. La historia del Rambo de Tocopilla.

“Me decían Rambo porque era todo lo contrario a lo que ves ahora”, comienza a relatar José Ángel -Ángel de apellido- mientras camina con pesadez por las pistas mal asfaltadas que tan bien conoce, deteniéndose en cada esquina, en cada negocio, a saludar a algún familiar o vecino que se encuentra siempre demasiado atareado como para escuchar su historia.

La historia de una persona que asegura tener cinco hijos, pero a quien sólo acompaña un perro callejero de color negro con sus mismas dificultades para caminar. Alguien que algún día fue oficial de marina, seductor implacable y portero, si bien ninguna de las tres cosas –asegura- supo conservarlas “porque parecía que eran para siempre”.
De alguien que es también “familiar muy lejano de Alexis Sánchez”, a quien admira casi tanto como a los integrantes del grupo Los Golpes, también tocopillanos de cuna, y vecinos de José Ángel cuando José Ángel era Rambo y no bebía tanto y no era, o no sabía que era, diabético.

A la altura de tercera poniente, el hombre se detiene de pronto, cierra los ojos como si estuviera a punto de desmayarse y, transcurridos unos segundos, empieza a cantar. Se trata de un fragmento de “El día más hermoso”, su canción favorita de Los Golpes.
La imagen que proyecta, balanceándose despacio, con la melena tapándole los ojos mientras rasga las cuerdas de su invisible guitarra, tiene algo de necesaria. Y de heroica. La improvisación termina con una rotunda carcajada, que se propaga varias calles en dirección a la cordillera.


“A mí me decían Rambo, y aún me lo siguen diciendo, aunque ya no me parezca”.

martes, 14 de julio de 2015

Y YO AQUÍ CON MI TEXTO COMO UN GILIPOLLAS

Sólo lo vi una vez en directo. Dos en total, pues la tarde en que fui a comprar la entrada del concierto que se iba a celebrar esa misma noche, él estaba allí, sentando en un banco de la calle, fumando. Recuerdo que pensé en acercarme para decirle algo. Recuerdo que llovía en Santiago, como casi siempre, y que al final me marché sin decir nada. Piensa algo inteligente, vuelve y díselo, me repetía, a medida que me alejaba. 

Nunca hablé con él porque nunca encontré nada especialmente divertido que decirle. Tengo amigos que tuvieron más suerte, que jugaron contra él (y perdieron) una partida de ajedrez, en Lugo, después de un concierto, o que se tomaron una copa con él (y probablemente también perdieron). Tengo amigos que lo vieron actuar decenas de veces porque las decenas de giras que él hacía pasaban siempre por los mismos sitios. Y mi ciudad era uno de esos sitios.
  
Yo, en cambio, tardé 25 años en disfrutar del recital de un tipo al que llevaba escuchando otros 25. Se puede decir que llegué tarde a su encuentro, casi por los pelos. Cuando La Mandrágora vio la luz (es decir, cuando La Mandrágora abandonó la oscuridad de La Mandrágora y se convirtió en disco) yo todavía no había nacido. Nací cuatro años después, pero nací escuchándolo, porque a mi padre le encantaba Javier Krahe. Le gustaba como artista, pero sobre todo como persona o, más bien, como la persona íntegra que parecía ser, como personaje. Y eso que él tampoco llegó nunca a conocerlo, aunque de haber tenido la ocasión que yo tuve, estoy seguro de que se le habría ocurrido algo ingenioso que decirle.
  
Recuerdo que me aprendí sus letras de memoria antes de entender qué diablos significaban. Recuerdo mi sorpresa al escuchar por primera vez Cuervo Ingenuo, porque entonces no podía saber que era así como hablaban en realidad (y como había que hablarles) a los políticos. Recuerdo que me hacía reír Un burdo rumor, y que no entendía cómo alguien podía elegir, de entre todas las modalidades de pena capital, morir en La Hoguera.

Un año antes de cumplir la mayoría de edad, me compré en una vieja librería de Madrid un libro de poemas, es decir, una compilación con las letras de todas las canciones que Krahe había compuesto hasta ese momento. Aquella edición arrancaba con una pequeña nota escrita por el mismo autor. Esta que sigue: "No llegué a conocer a Georges Brassens. Tengo varias biografías suyas repletas de datos que no me dicen gran cosa, excepto quizá que iba siempre en vespa y que cuando ya era famoso, al enterarse de que pretendían derrumbar el barrio en que vivió de pobre, lo compró y se lo regaló a los vecinos... ¡Y era una amplia manzana! Por lo demás prefiero el libro en el que aparecen sólo sus canciones. A través de ellas es como creo haberlo conocido realmente".

Desde el día en que me compré aquel libro hasta la noche en que pude ver a Krahe sobre el escenario del Dado Dadá, pasó otra década. Una década en la que a punto estuve de ir a un concierto suyo, de una vez por todas, en al menos cinco ocasiones. En una de ellas me acompañaba incluso Marieta, pero ni con esas.

Con el tiempo, y la acumulación de fracasos, comencé a resignarme. Pero era aquella una resignación serena, despreocupada, pues a pesar del delicado aspecto de salud que a menudo evidenciaba (ese tipo flaco, canoso, en muchos sentidos agonizante) su vitalidad le confería una especie de inmortalidad. Pasaban los años y yo me decía: Ya lo veré la próxima vez, si siempre viene a Lugo.

Para mí, que desde muy pequeño he sentido una verdadera admiración por la canción de autor, Krahe será siempre el artista diferente. El más parecido a sí mismo y, por lo tanto, el único realmente distinto a todos los otros. Joaquín Sabina, Joan Manuel Serrat, Luis Eduardo Aute, Víctor Manuel o Silvio Rodríguez, por citar tan solo a algunos de sus contemporáneos a los que también valoro o venero, carecerán siempre, a su lado, del sarcasmo inagotable, del Verso de Tornillo y del carácter irreductible e irreverente de éste. Porque la canción de autor no muere con Krahe, pero la figura del contador de historias, del contante, sí que se resiente. Él es, después todo, el último trovador moderno en lengua castellana.

El tipo que se atrevió a dar la receta para cocinar un cristo (cuando había cristo hasta en la sopa), y que nos recordó que No todo va a ser follar, que no son iguales todas las  Tormentas. Alguien capaz de condensar en una sola línea el malestar general de una generación entera, diciendo: “Me gustas democracia, porque estás como ausente”, y llegar a los 71 años sin dejar de actuar, de Toser y Cantar a su manera.

Han pasado ya dos días de su muerte, “y yo aquí con mi texto como un gilipollas”. 

viernes, 8 de mayo de 2015

UNA CARA

No sabe qué día ni bajo qué pretexto, olvidó su cara. Al hacerlo, se quedó mucho más tranquilo. Pensó que tal vez era necesario olvidar su cara para comprender que se puede vivir perfectamente sin un rostro, sin un rostro al que aferrarse, sobre el que apoyar un dedo o al que increpar.

Pero al olvidar su cara, su recuerdo, lejos de desvanecerse, se volvió más nítido. Lo intentó tenazmente, pero no logró encontrar jamás una cara adecuada para sustituir a aquella que él mismo había olvidado un día, bajo algún pretexto. Aquella cara olvidada parecía no estar dispuesta a abandonarlo, y necesitaba recuperarla para poder deshacerse de ella.

De aquella permanente sensación de ausencia, nació una especie de necesidad constante. La presencia de aquella cara olvidada se volvió más poderosa que la ausencia misma. De manera que, tan cerca ya del final, se encontraba exactamente como al principio. El orden se había alterado, pero seguía existiendo un orden.


No sabe qué día ni bajo qué pretexto, volvió a recordar su cara. Y quiso entonces deshacerse de ella, pero descubrió que era demasiado pronto. Que aún no la necesitaba.

lunes, 2 de marzo de 2015

LA FUNCIÓN DEL ARTE

Una mañana de febrero del año 2009, visité una exposición temporal de la obra de Francis Bacon en el Museo del Prado. Recuerdo que era bastante temprano cuando llegué y que no hacía demasiado frío. De la colección que allí se exponía, sobrecogedora en su conjunto, hubo un cuadro me llamó poderosamente la atención. Se llamaba “Niño paralítico caminando a cuatro patas”. Recuerdo que estuve observándolo durante un largo rato. Recuerdo que me impresionó tanto que no pude quitármelo de la cabeza en todo el recorrido. Recuerdo que me dio miedo. Mucho.
Seis años después, caminando por las calles de Santiago, regresó aquella imagen a mi cabeza. Sin motivo aparente. Vislumbré el cuadro con la misma nitidez con la que lo había podido contemplar aquel día. Y seguía siendo igual de aterrador, igual de bello.
Al salir del museo, aquel mediodía de invierno, regresé a casa y lo primero que hice fue ponerme a escribir. A escribir lo que había visto. Lo que creía haber visto.
Siento una especial devoción y una admiración absoluta por otros pintores y por otras obras. Pero aquella sensación, no he vuelto a experimentarla ante ningún otro lienzo. Supongo que se podría decir que, de alguna manera, el Niño paralítico de Bacon es mi Gioconda, mi Guernica, mi Noche Estrellada.

Camina a cuatro patas. Jamás podría decirse que gatea. Ni siquiera los gatos lo hacen. Se mueve despacio, como si caminase por el fondo.

La ventana es lo único que tiene, pero no le sirve. Deberá sacar la lengua para lamer el cristal. El niño paralítico jamás soñó que podía volar.

Es una criatura horrible. Es pura gravedad y sólo eso. Tiene las piernas rígidas, como ramas secas. Si alguien lo mirase desde arriba no 
podría distinguirlo de una mancha de humedad.

Se mezclan en su paladar el sabor del ácido y la 
leche. Sus extremidades delanteras se le doblan como 
papeles al viento. Sus pisadas son blandas. Su cuerpo 
es ligero. Su miedo es circular.

Le arrebataron la niñez a mordiscos. Hace tiempo. Su cuerpo elíptico. Su cuello rígido. Su pulso errático. Y su noche, infinitamente lenta.

Es inútil su obstinado empeño. Jamás podrá caminar. El niño paralítico no es en realidad un niño. Le sobra vértigo. Le falta ingenuidad.

No tiene sombra, porque él es la única sombra. La sombra paralítica de un niño que camina.




lunes, 9 de febrero de 2015

BALADA DE CABBAGETOWN

Pasa el tranvía muerto de frío 
y crecen las coles en los floreros de Cabbagetown.

El otoño refuerza su autogobierno.
Nuestro ángel de la guarda ha ido a visitar el cementerio.
Y en la noche quieta
los mapaches trepan por la ventana
de mi cuarto en Cabbagetown.

Bajan las temperaturas en la calle
y se desangran los árboles de octubre
frente al 1091 de Cabbagetown.
Han abierto una vieja tienda de recuerdos,
pero todos callan.

Las ambulancias cantan como las sirenas
en Cabbagetown.
Es el día de acción de gracias.
Comen pavo los peces del lago Ontario
y pescado los pavos amnistiados.

Describe círculos la niebla
dentro de los relojes de Cabbagetown,
pero no existe la prisa.
Todos estamos juntos en esto
y todos un poquito solos.

Y otra vez pasa el tranvía muerto de frío
y crecen las coles en los floreros de Cabbagetown.


viernes, 23 de enero de 2015

PELÍCANOS

Casi siempre están los pelícanos, que hacen gárgaras con el agua marina. Pero hay veces que los pelícanos no están, que desaparecen, dejando un enorme vacío que no puede ser ocupado, en ningún caso, por una grúa o por un garfio. Donde antes había un pelícano, ahora no hay nada. Tan solo la sombra de su sombra. Y el eco de sus gárgaras.

Cuando se muere un pelícano, las aves de rapiña lo celebran. Ríen entre dientes con mandíbulas lánguidas y asisten al entierro con sus mejores galas. Con frecuencia, los familiares del difunto pelícano, incómodos ante la afluencia de aves de diferente alcurnia y dudoso linaje, no tardan demasiado en manifestar su descontento. Y adoptan malos gestos y peores tonos, instando al numeroso grupo a que se marche. Una vez que todos se han marchado, la ceremonia continúa en la más rigurosa intimidad pelícana -profusa en graznidos y en gárgaras-, y hacia la hora del crepúsculo, la familia del pelícano muerto se retira, visiblemente afectada por la pérdida sufrida y, en fin, todo sigue igual que antes, como cuando el difunto pelícano -entonces vivo- hacía gárgaras con el agua marina.

Es fastidiosa para los pelícanos la liturgia del entierro. Son aves de paso, de manera que finalizado el año pelícano, no queda otro remedio que evaluar el número de bajas acumuladas a lo largo de todo el proceso migratorio. Y es entonces cuando el pelícano más viejo cae en la cuenta de que tiene familiares sepultados en Rumanía y en Somalia, en Brasil y en Bután, en la franja de Gaza. Realizado el pormenorizado recuento, toca volver a marcharse, tratando de quitar un poco de hierro al asunto de las bajas.


En pleno vuelo los pelícanos se encuentran de un humor extraordinario. Silban, realizan piruetas en el aire e incluso en verano, cuando el tiempo invita a ello, reproducen célebres catástrofes aéreas y se lo pasan en grande. Y uno dice: ¿A ver si sabes quién soy?, y se deja caer en picado hasta estrellarse contra el suelo en medio de un campo de girasoles, y emite graznidos a modo de sirenas de policía y de ambulancias, y entonces otro pelícano más joven le contesta: Eso es muy fácil, eres el Boeing 787 que se estrelló el pasado verano en Turquía. Y el primer pelícano, molesto, le pregunta: ¿Cómo lo has adivinado? A lo que éste le responde: Ya te lo he dicho, era muy fácil. Y todos rompen a reír, y hacen gárgaras y más gárgaras, y se sienten orgullosos de su condición de pelícanos y, de este modo, los problemas del éxodo migratorio parecen superados.