Una mañana de febrero del año 2009,
visité una exposición temporal de la obra de Francis Bacon en el
Museo del Prado. Recuerdo que era bastante temprano cuando llegué y
que no hacía demasiado frío. De la colección que allí se exponía,
sobrecogedora en su conjunto, hubo un cuadro me llamó poderosamente
la atención. Se llamaba “Niño paralítico caminando a cuatro
patas”. Recuerdo que estuve observándolo durante un largo rato.
Recuerdo que me impresionó tanto que no pude quitármelo de la
cabeza en todo el recorrido. Recuerdo que me dio miedo. Mucho.
Seis años después, caminando por
las calles de Santiago, regresó aquella imagen a mi cabeza. Sin
motivo aparente. Vislumbré el cuadro con la misma nitidez con la que
lo había podido contemplar aquel día. Y seguía siendo igual de
aterrador, igual de bello.
Al salir del museo, aquel mediodía
de invierno, regresé a casa y lo primero que hice fue ponerme a
escribir. A escribir lo que había visto. Lo que creía haber visto.
Siento una especial devoción y una
admiración absoluta por otros pintores y por otras obras. Pero
aquella sensación, no he vuelto a experimentarla ante ningún otro
lienzo. Supongo que se podría decir que, de alguna manera, el Niño
paralítico de Bacon es mi Gioconda, mi Guernica, mi Noche
Estrellada.
Camina a cuatro patas. Jamás podría decirse que gatea. Ni siquiera
los gatos lo hacen. Se mueve despacio, como si caminase por el
fondo.
La ventana es lo único que tiene, pero no le sirve. Deberá sacar la
lengua para lamer el cristal. El niño paralítico jamás soñó que
podía volar.
Es
una criatura horrible. Es pura gravedad y sólo eso. Tiene las piernas rígidas, como ramas secas. Si alguien lo mirase desde arriba
no
podría distinguirlo de una mancha de humedad.
Se
mezclan en su paladar el sabor del ácido y la
leche. Sus
extremidades delanteras se le doblan como
papeles al viento. Sus
pisadas son blandas. Su cuerpo
es ligero. Su miedo es circular.
Le
arrebataron la niñez a mordiscos. Hace tiempo. Su cuerpo elíptico.
Su cuello rígido. Su pulso errático. Y su noche, infinitamente
lenta.
Es inútil su obstinado empeño. Jamás podrá caminar.
El niño paralítico no es en realidad un niño. Le sobra vértigo.
Le falta ingenuidad.
No tiene sombra, porque él es la única sombra. La sombra paralítica
de un niño que camina.
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