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miércoles, 13 de noviembre de 2019

EL VERANO ELÁSTICO


El verano más largo del mundo comenzó para mí hace casi doce meses, en Santiago de Chile, una ciudad fantasmal envuelta en polvo que todavía no había sido tomada por los militares. Yo vivía entonces en una atalaya que no era en realidad una atalaya, pero desde la que creía poder contemplarlo todo. Incluso el paso parsimonioso del tiempo.

Era enero y también verano, porque siempre es verano allí, al menos para alguien como yo, nacido muy lejos, en un pedazo de tierra húmedo colonizado, desde que tengo recuerdo, por el otoño, y responsable, supongo, de esta cabeza plagada de pensamientos lluviosos y de tantas colecciones que hoy me sobran.

Aquel primer verano, el austral, duró todo lo que puede durar un verano, estirado hasta los límites de la Patagonia. Fue precisamente allí, en alguna cuneta de la carretera austral, donde el verano comenzó a resbalar hacia esa estación intermedia, de paso, que en Chile llaman otoño y que coincide exactamente, en tiempo y en colores, con aquello que en Galicia conocemos como primavera. Supe de aquel equinoccio porque sentí un frío en los huesos. Aunque no solo en los huesos.

Mi primer otoño del año, el austral, duró tan poco que todavía quema. Hoy tan solo recuerdo de aquellos días algunas caras, algunas frases y algunas luchas que siguen vivas. Y el nudo en la garganta a la hora de la despedida -aunque no solo en la garganta- y la imagen de la atalaya doblemente vacía. Porque después llegaron los aviones, claro, y el verano de nuevo, mi segundo solsticio, el verano boreal aguardando a la vuelta de una página ya doblada. Un salto en el tiempo, astronómico, para volver atrás, para regresar de nuevo a un verano que -lo supe más tarde- llevaba en su interior un invierno muerto.

Mi verano boreal, el segundo del año, fue más largo incluso que el primero, pero tampoco tuvo auroras. Empezó en Madrid -donde siempre empieza y termina todo-; tuvo una escala en Granada -donde Anita hizo también su particular escala entre México y México-; y terminó en Lugo, donde nunca es verano, donde siempre es casi otoño, por más que el calendario o los astros se empeñen en decirnos otra cosa.

En Granada visité a mi hermano, que ahora vive en una atalaya con vistas a la Alhambra desde la que también es posible contemplar -me imagino- el paso del tiempo; y en el norte volví a encontrarme con Cachis, que es marinero incluso cuando no navega. Embarcó de nuevo a finales de verano, de este verano. Plantó unos repollos en la huerta de su casa y se echó a la mar. Hoy crecen a orillas de un océano que él navega y que a veces, en días de tormenta, proyecta olas que tienen la altura de un edificio de cuatro plantas.

Durante mi segundo verano del año descubrí que había nacido en luna llena. A mediodía, pero en luna llena. Raquel me contó que soy un caballo de agua metal -en sentido figurado, claro-; y Tote -que es mi amiga y también mi dentista- que tengo unos surcos de los siete superiores muy profundos y que a Sonka -que es mi peluquera y también mi amiga- le faltan dos incisivos (algo en lo que nunca había reparado antes). Todo eso sucedió en verano. Antonio me habló de ecología y Sules de cine, algunos días antes de leer una entrevista en la que el realizador finlandés Aki Kaurismaki hablaba de los humanos: “Gracias al pulgar no somos animales. Los dejamos atrás, cierto, pero tampoco hemos llegado a humanos. Ni siquiera tenemos buen sabor. No servimos de alimento a nadie. Me pregunto qué hacemos en la punta de la pirámide alimenticia”, reflexionaba.

En pleno verano boreal Beto y Yol se casaron, Irene volvió del sur, yo me compré una pajarita de madera, el molino de tinta se volvió de piedra y pude regresar, de visita, a casi todas las patrias de mi infancia. Tamara me dijo que cuanto más hablo menos me escucho y que a este ritmo terminaré convirtiéndome en un artículo más de mi habitación museo. Tenía razón, como casi siempre, pero no he parado de hablar ni un solo minuto desde aquel momento.

Fue ya cerca del otoño, de mi segundo otoño, cuando empecé a darle vueltas a eso del verano elástico. Se lo comenté a la chica más triste que he conocido y me aseguró que se rompería en añicos. El equinoccio me sorprendió esta vez en Santiago de Compostela, mi otro Santiago. Quedé con Carmen una tarde y me invitó al Paraíso. Y aunque en Santiago el Paraíso es en realidad una cafetería plagada de espejos con manchas de humedad que simulan ser pequeñas islas que no existen, le dije que sí, que claro, que cómo podría yo rechazar una invitación al Paraíso. Y allí estuvimos los dos, tratando de condensar dos años en dos horas y creo recordar que sobraron algunos minutos.

Al salir caminé durante un rato por la Alameda, que en este Santiago, el lado de acá, es una extensión verde desprovista de álamos pero profusa en ginkgos biloba. Tuve ganas de llorar en algún momento, y creo que lo hice, para dentro, claro, que es como acostumbramos a llorar los que no tenemos el valor suficiente como para hacerlo hacia afuera. Caminando por aquella Alameda, recordé fugazmente pasajes de mi estancia en aquel Santiago, hace ya dos o tres vidas, y sonreí un poco. En el lado de allá, en Santiago de Chile, la Alameda es una larga avenida que disecciona la ciudad de este a oeste y en la que también es normal ceder al llanto. Sobre todo ahora, que los milicos parecen empeñados en segar las grandes alamedas.

Fue después de un breve viaje a los Balcanes con escala en Rotenbiller Utca que llegó de nuevo -al menos de manera oficial- el otoño a Lugo. Laura, que ha vivido este año, como yo, dos equinoccios y dos solsticios repetidos, se independizó; mi madre siguió estando a mi lado, porque nunca llegó a marcharse; y Marieta me ayudó a estirar el verano hasta el último de los amaneceres. En Chile, en tanto, estalló la verdadera primavera, inmarchitable, que todavía dura, y Mateo se quedó allí luchando -que es lo suyo- aunque me prometió que pronto volvería.

Desde entonces, desde que el segundo equinoccio de otoño llegó a mi vida, no ha hecho más que llover en Lugo. Tanto, con tanta violencia, que cuesta incluso esfuerzo creer que aquella ilusión del verano elástico llegó a existir algún día. Y es que nada, ni siquiera el verano, puede tener tanta elasticidad como para estirarse sin llegar a perder su forma original.

Tal vez por eso ahora, mientras los repollos que Cachis plantó frente a la costa de mi infancia comienzan a echar sus compactos cogollos y en Lugo es cada vez más tarde, más invierno, me resulta imposible no recordar con nostalgia aquellos veranos de mi infancia. Veranos que no duraban tanto, pero en los que no tenía cabida el tiempo.

sábado, 26 de octubre de 2019

LA VIDA DEFENDIÉNDOSE

Entre septiembre de 1973 y marzo de 1990, más de 1.200 personas desaparecieron en Chile de la faz de la tierra. Lo último que se supo de ellas fue que habían sido detenidas. 30 años después, y en el breve lapso de una semana, el número de ciudadanos chilenos detenidos por las fuerzas militares desplegadas por el gobierno represor de Sebastián Piñera (de acuerdo a los números que maneja el Instituto Nacional de Derechos Humanos) asciende ya a más de 3.000. Cuesta decirlo, verbalizarlo, mecanografiarlo incluso. Mucho más entenderlo. 

Se diría que todo tiene estos días en Chile cierto aroma a tiempos pasados, a historia ya vivida, a pesadilla putrefacta y añeja. Porque no son solo los detenidos –demasiados, desde cualquier prisma, en el contexto de una protesta ciudadana-; son también los torturados –que los hay, los sigue habiendo-; los heridos por arma de fuego (casi 300); y los muertos a manos de unas fuerzas armadas concebidas, por cierto, para protegerlos. Una realidad tremenda, un escenario miserable, injusto y cruento.

La principal diferencia, sin embargo, entre aquellos años negros y estos de hoy, de esperanzada resistencia, es que ahora les costará mucho más silenciarlos, acallarlos. Hoy no será tan fácil ignorar sus demandas. Hoy no podrán hacerlos desaparecer, como lo hicieron entonces, con aquella impunidad flagrante y vergonzosa; no podrán meterlos debajo de la alfombra, ignorarlos, humillarlos, someterlos, ni arrojar sus cuerpos en medio del océano. Hoy todo eso no bastará, no funcionará. Hoy no podrán mirar hacia otro lado. No frente a tantos ojos abiertos. 

Escribo estas líneas desde la distancia, con rabia y con resignación, pero también con un orgullo grande, inmenso. Y con palabras; las pocas armas que nos siguen quedando a los que nunca creímos en las armas, pero sí en el lenguaje rudimentario del fuego. Con rabia, digo, y con indignación, porque lo que está sucediendo en Chile ahora, ayer y también mañana –les aseguro que mañana también-, me genera impotencia y me rompe el alma, pero no me sorprende. No me sorprende en absoluto porque yo tuve la suerte de vivir durante algunos años en ese país que lleva más de tres decenios vendido, pero que no se vende. 

Un país esquilmado por las multinacionales de turno, regalado a las élites nacionales y a los empresarios extranjeros, y exprimido por un sistema socioeconómico al que se le ven al fin todas las costuras de lo que siempre fue: un experimento. Un placebo neoliberalista, una máquina barata de hacer dinero. Un país que creció –y que por más ficticio que sea sigue creciendo- en cifras macro, pero que lleva años, décadas, obviando a las personas y sepultando sus derechos.

Por eso no me sorprende ni una sola de las quejas que por estos días se escuchan en las calles de Chile. Porque ya existían antes, porque siempre existieron. También existían antes (y tampoco llegaron a marcharse del todo) esas fuerzas armadas que durante la dictadura de Pinochet mataron, torturaron, callaron y consintieron. Mudaron ahora algunas de sus siglas pero no su postura ni sus procedimientos. Siguen acatando órdenes, siguen obedeciendo. Los mismos perros con un collar diferente. 

Y en el medio, es decir, comprimidos entre un gobierno ineficaz, peligrosísimo, incompetente, y su brazo armado de siempre (llámense milicos o carabineros) siguen estando ellos; los estudiantes, los hombres, las mujeres, los niños, las niñas, las viejas y los viejos. Las únicas víctimas de un sistema deshumanizado que solo entiende de valores, rendimientos e índices de riesgo. Y estas personas; los hastiados, los irreductibles, los chilenos, son tildados ahora de culpables, alborotadores y violentos. Culpables de negarse a pagar ni un solo peso más por un sistema público de locomoción que sigue aislando y dividiendo, dejando sin comunicación a los habitantes de las comunas periféricas, es decir, inventando guetos. Alborotadores, supongo, por hacer sonar sus cacerolas con cucharas de madera en la era de las armas de fuego; y violentos, quizás, por demandar un sistema de salud medianamente justo (o cuanto menos no tan asimétrico); un acceso más o menos universal a la educación (la más cara y elitista de toda Sudamérica) y unas pensiones dignas, humanas al menos. Negar tales demandas (o seguir ignorándolas) sí que es violento.

Hoy –todos estos días y también antes, pero especialmente hoy- me duele Chile, pero sobre todo me conmueve. Porque esa capacidad de resistencia, de lucha, ese carácter indómito de su gente, esa fortaleza mapuche, aimara, diaguita, siempre conmueve. “La luna siempre es muy linda”, se habría atrevido a sentenciar hoy, seguramente y a pesar de todo, Víctor Jara. Esa luna que sigue desafiando el toque de queda.  

Tras una estremecedora semana plagada de abusos policiales y coronada ayer con una histórica y masiva concentración de más de un millón de personas en las calles de Santiago, las palabras de Sebastián Piñera calificando lo sucedido como una guerra, no pueden resultar más ridículas, más inútiles ni más enfermas. Ninguna guerra la hace el pueblo contra el pueblo. La guerra versa de la muerte y aquí de lo que se habla es de vivir. Esto es la vida misma defendiéndose.

miércoles, 21 de agosto de 2019

OTOÑO EN YUNGAY


Cualquier cosa es posible en Yungay, incluso que no suceda nada. Pero a veces, en otoño, el barrio se contrae, se atrinchera, sitiado a sí mismo del resto de la urbe, y el brillo tamizado de sus casas patrimoniales; de sus murales ojerosos; de sus perros de colores; se vuelve refulgente. Y aunque conoces de memoria el camino a casa, estás perdido. Y aunque no quieres huir, no tienes escapatoria.

Aquí conviven -y conmueren- refugiados y exhibicionistas; artistas y maleantes; viejos pobres y nuevos ricos y nuevos pobres. Grandes traficantes y pequeños empresarios; vendedores ambulantes y deambulantes que venden (o no) pero que no se venden. Y lo hacen sin negarse el saludo, pero sin ofrecerse protección alguna. Sin mirarse a los ojos, pero sin compadecerse.

Es un verso libre Yungay en el poema triste y consonante de Santiago. Un ladrido de quiltro, un cristal que se rompe y una blasfemia. Un estado de ánimo que se extiende al norte hasta San Pablo y resiste al sur los embates de la Alameda.

Un lugar donde no hay sitio para nadie, pero donde cabemos todos; donde los peluqueros arreglan bicicletas y los mecánicos reparan tocadiscos y son a veces, incluso, la misma persona. Un barrio de esos que todavía tiene vistas al barrio, construido a pie de calle y en pie de guerra, donde jamás se atreverían a juzgarte por sacar a pasear un pez u otra utopía.

Pero no es posible, sin embargo, pasear en otoño por su intrincado laberinto de pasajes sin salida con aroma a pisco, de casas bajas y ruidosas cités, sin un nudo en la garganta, un dolor de tripas o un sueño roto. Ni desmarcarse del todo de su alarma infinita, ni dejar de sentirse por un instante vivo, ni de encontrarse solo, por más que, hacia el final del día, casi nunca suceda nada.

martes, 30 de julio de 2019

SALIR HUYENDO


A veces me pregunto qué es lo que me lleva a vivir instalado en este estado permanente de fuga. Qué es lo que lleva a las personas, en ocasiones, a renunciar a lo logrado, a aquello construido con esfuerzo, durante años, a pulso, a contracorriente a veces, cuando todavía es útil, cuando todavía sirve, cuando no se ha muerto.

En qué momento exacto, paseando por qué calle o bajo qué cielo, uno empieza a cuestionarlo todo, poniendo incluso en entredicho ese impulso afirmativo que en algún momento te llevó a jugártela, a pelear por algo, a luchar por eso.

Es posible que haya una respuesta -válida tal vez para todos los casos-, una respuesta genérica, un porqué que nos baste, nos satisfaga o que, al menos, no nos entristezca. Una respuesta penosa, sesgada, una coartada insuficiente.

Puede que haya incluso una calle con nombre, una luz precisa, un instante concreto, un día específico y un motivo aparente al que culpar, todo un entramado sobre el que edificar el punto de quiebre. Pero es ridículo. Pero es patético. Y hoy, mientras preparo meticulosamente el plan de acción de mi enésima fuga, me cuesta creer que en realidad exista una respuesta.

En honor a la verdad, tampoco la busco. Para qué mentir (o mejor dicho, para mentirle a quién), si la vida no se escribe, se vive, si la vida debiera ser mucho más hacerse preguntas que tratar de encontrar respuestas.

Es por eso que me marcharé, supongo, otra vez, sin llegar a entender del todo por qué lo hago (o más bien, por quién), por la sencilla razón de que en este momento lo único que quiero es irme y no llegar, exactamente igual que hace cinco años, cuando llegué aquí creyendo que, en realidad, lo que hacía era marcharme (también sin un motivo aparente).

Los motivos, claro, fueron apareciendo después, en el camino, en forma de explicaciones, de justificaciones más o menos oportunistas que me terminé creyendo. Porque hay que creer que uno hace las cosas por algo, que tiene un plan, aunque sea para una fuga disfrazada de regreso.

Hay que ir cerrando etapas para poder empezar otras nuevas, llevo repitiéndome toda la tarde, hasta la saciedad, para ver si me lo creo, mientras hago recuento de mi vida en esta terraza vacía de la calle Morandé.

Hay que saber inventar finales, construir puntos de fuga. Hay que saber marcharse a tiempo si uno no quiere terminar acostumbrándose a un lugar en concreto, a una ciudad con nombre, a una luz precisa, a una vida construida a pulso, con más o menos esfuerzo.

La peor de las costumbres humanas es la fuerza de la costumbre, ese atajo en el camino que termina indefectiblemente conduciendo a la rendición.

Y yo -aunque seguramente a estas alturas ya lo haya hecho- no quiero rendirme. No mientras sigan existiendo otras vidas posibles, otros tipos de miedo, otros paisajes, otras ciudades con otras caras y otros nombres de las que poder algún día, como hoy, volver a salir huyendo.