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miércoles, 17 de septiembre de 2014

EL NIÑO QUE QUISO SER MANDARINA

No sé si fue por culpa del calor o porque algo se torció de pronto en mi camino, pero una soleada tarde de septiembre, estando de viaje en Eslovenia, regresó a mi cabeza la vieja historia de aquel niño que de mayor quería ser mandarina. Se llamaba Ramón y al ser interrogado una mañana en la escuela a propósito de qué le gustaría ser de mayor, respondió sin titubeos: Yo, de mayor, quiero ser mandarina. Pobre Ramón, recuerdo que pensé al conocer su relato a través de una amiga, no hace tanto tiempo, en una playa sin nombre.

Pude reconstruir aquella mañana de colegio sin apenas esfuerzo, silla por silla. El olor del aula, el pitido ensordecedor de los aparatos eléctricos manoseando puertas y ventanas, la mirada compasiva de la maestra de primaria, las perversas carcajadas de los compañeros de clase.  Y aquella frase, de pronto, a mediodía, proponiendo un punto de ruptura, desafiando el orden establecido, alterándolo todo. Una mandarina en lugar de un médico o de un profesor. Una mandarina como espejo.

No lo sabía entonces Ramón, mientras agachaba la cabeza avergonzado por semejante comentario -ni tampoco yo, hasta esta misma tarde en Eslovenia- pero al tratar de formular un deseo, había expresado en realidad una queja. Había reivindicado un derecho que nadie podía negarle. No por el momento. Y aquella temeridad -la de situar el anaranjado cítrico en el mismo nivel que el resto de respetables ocupaciones adultas- nos acusaba  y nos delataba a todos los demás. Nos tachaba de cobardes, por no habernos atrevido, ni siquiera una sola vez, a tratar de ser mandarinas; y nos delataba recordándonos -quizás involuntariamente, pero qué carajo- que el futuro no es algo tan serio como pintan en la escuela.

A aquella mañana siguieron otras mañanas de invierno, y a éstas otras mañanas. Y nos hicimos mayores, Ramón y yo y todos los otros. Mayores e insatisfechos. Y el niño que quiso ser astronauta de mayor ahora es farmacéutico; y el quería estudiar Farmacia, es periodista; y el que soñó ser periodista, es panadero. Y así sucesivamente.
Qué difícil resulta ser de mayor lo que uno quería ser de mayor cuando era pequeño. Qué ingrato, muchas veces, cuando lo logra, y cuando no lo logra, qué gran pérdida de tiempo. Pero sobre todo, qué rápido se conforma el ser humano y hace de una Farmacia una nave, de una píldora un periódico y de un periódico una barra de pan. Y así sucesivamente.

Desconozco si Ramón llegó a convertirse en mandarina pasado el tiempo. Desconozco incluso si Ramón existe en realidad, si ha existido alguna vez o si se trata sólo de una de esas historias que te cuentan una noche en una playa y necesitas creerte. Y es que el deseo de creer en algo es, después de todo, lo que lo vuelve cierto.
Lo único de lo que estoy seguro es de que hoy en Eslovenia hace tanto calor que uno desearía que la historia de Ramón fuese al menos tan cierta como este pedazo de tierra verde que piso y que a veces se me tuerce. 

Ojalá todos los niños deseasen ser de mayores algo que no pudiesen ser de mayores, o al menos algo tan complicado de materializar que mereciese la pena partirse la cara en el intento.  Un deseo puede cumplirse o no cumplirse, pero en eso consisten, a fin de cuentas, los deseos.

Recuerdo muchas tardes a Ramón porque nunca pude conocerlo.


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