Viajar! Perder países!
Ser outro
constantemente,
Por a alma
não ter raízes
De viver de
ver somente!
Não
pertencer nem a mim!
Ir em
frente, ir a seguir
A ausência
de ter um fim,
E da ânsia
de o conseguir!
Viajar assim
é viagem.
Mas faço-o
sem ter de meu
Mais que o
sonho da passagem.
O resto é só
terra e céu.
Fernando Pessoa
Cada vez que intento volver a Coimbra, la ciudad no está o se
me escapa. Será que no recuerdo cómo se volvía o que nunca supe bien dónde me
encontraba.
Pero es un alivio, después de todo, no haber podido regresar
por el momento, pues de haberlo hecho, probablemente, me habría topado allí
conmigo fantaseando con la idea de marcharme.
Uno de los motivos por los que no vuelvo, es porque detesto
la idea de poder llegar a encontrarme una ciudad que no conozco. O que todavía
conozco. O que conozco demasiado, lo que tampoco me entusiasma. Temo volver y
no ser capaz de encontrar los sitios a los que solía ir. O encontrarlos
fácilmente. Temo tanto descubrir que en la Rúa da Matemática hay ahora más de
un bar como aceptar que el único que hay es el que había antes.
Temo tener que aceptar que el jardín botánico esté en el
mismo lugar en el que estaba, todavía sangrando. Temo no ser capaz de invocar
en mis conversaciones el acento adecuado.
No pedir tosta de galinha. No
comer bacalhau com natas. No beber vinho branco traçado.
También me aterroriza la idea de volver a Coimbra sin
tuberculosis. Me da miedo viajar allí estando sano. Ser blanco o negro para los
otros -como lo eran los otros- y no gris y amarillo y asustado.
Me da miedo encontrarme una ciudad vaciada por completo de
tristeza, sin repúblicas marchitas floreciendo en los empinados brazos de las
calles. Una ciudad, qué sé yo, sin escaleras, sin su río Mondego arrodillado, sin sus náufragos
bebiendo en las cantinas, sin sus plazas de adoquín mojado. Una ciudad sin
hojas de ginkgo biloba creciendo sin permiso en las aceras, sin sus viejos con
pipa y sombra larga, sin sus jóvenes con capa y barba espesa, sin su olor
inconfundible a destierro y a sus cientos de vidas recicladas.
Y pese a todo ello, sigo intentando volver a Coimbra porque
sé que es imposible, porque presiento en mi inquebrantable búsqueda, en mi
vergonzoso peregrinaje estático, el suave aroma del fracaso.
Trato en vano de volver a Coimbra por la sencilla razón de
que allí encontré una vez lo que no buscaba. Pero claro, yo quisiera volver a
Coimbra por primera vez, sin haber estado antes. Volver al escondite en el que
me refugié cuando no buscaba auxilio y huir después por aquel punto de fuga que
descubrí cuando no estaba escapando.
Y así, regodeándome sin motivo aparente en mi búsqueda
estéril, siguen pasando los años, con sus cuatro otoños sucesivamente
alineados, mientras yo trato de idear la forma de poder volver a Coimbra.
Porque siento que necesito hacerlo y también que no es necesario, que nunca lo
fue, al fin y al cabo. Pero es en el deseo inútil de volver en donde radica, en
realidad, la magia. Como aquel que trata de encontrar en la ausencia prolongada
una suerte de compañía.
Y sé de sobra que se trata de un juego estúpido, pero no
puedo evitar jugarlo, porque sólo la insatisfacción alimenta, sólo de la
semilla de la derrota puede florecer el deseo de volver a intentarlo.
Puede sonar reiterativo decirlo una vez más, pero hoy, en
esta tarde, quisiera volver otra vez a Coimbra. Y seguirá siendo así mientras
sepa que no queda ya nada allí por lo que valga la pena tratar de regresar y
lograrlo, nada de lo que había entonces, nada para mí, nada aguardándome.
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