La estanquera
era vieja pero trabajaba con eficiencia, incluso con cierta celeridad. Tenía
una divertida línea de tinta azul pintada en la cara que cruzaba su mejilla
izquierda de manera transversal. Pedí un paquete de tabaco, traté de sonreír
con todas mis fuerzas y regresé a la calle.
Allí estaban
todos, cada uno a lo suyo, tratando inútilmente de convencerse a sí mismos de
que estaban solos en el mundo. Pero no lo estaban -al menos en un plano
físico-, de manera que dediqué algunos minutos a escudriñar sus rostros
impasibles, vaciados por el cansancio y las primeras luces del día. Los miraba
directamente a los ojos porque quería que también ellos tuviesen que mirarme. Trataba
de restituirlos modestamente a aquel espacio concreto en que nos encontrábamos,
a aquel cuadrante perfecto e irrepetible que conformábamos ellos, yo, y a veces
un semáforo en ámbar o un camión mal estacionado.
Aquel ejercicio
me llevó a pensar de nuevo en la estanquera. Deseé interrumpir mi paseo
predefinido y regresar al estanco y comprar otro paquete de cigarrillos,
sonreír ampliamente a la vieja o advertirle al menos de que alguien, tal vez
ella misma, había dibujado una línea en tinta azul sobre su cara. Pero no lo
hice, acaté mi papel de transeúnte, me volví también invisible -salvo para
algunos niños- y dejé de fantasear.
En mi camino
pasé al lado de un parque y descubrí a un hombre imitando a una oveja. Supuse que
estaba loco. Pensé entonces en las ovejas y en lo raro que me hubiera resultado
descubrir a una oveja tratando de imitar a un humano. Sentí pena por las ovejas
y también, aunque en menor medida, por aquel hombre que -lo supe más tarde-
únicamente pretendía no ser invisible.
Hacía bastante
calor. La primavera comenzaba a dibujarse en los escaparates y en las sombras que
proyectaban en el suelo las siluetas de algunas galerías de la zona vieja.
Entré en la administración y aguardé mi turno. Había un hombre bastante alto
que había perdido el suyo. En realidad no había perdido el turno sino su
número, pero en la administración cada persona es un número y él ya no era
ninguno. Me senté en un sillón realmente confortable junto a otros números. Yo
era el ciento ochenta y siete. Había también una madre llamada ciento sesenta y
dos, y un bebé que no tenía número. Ambos fueron atendidas antes que yo. Al
hombre bastante alto que había perdido su número trataban infructuosamente de
explicarle el sistema de lista de espera de aquella silenciosa administración. Parecía
furioso. Donde ellos veían números él sólo alcanzaba a ver personas. No
entendía en qué momento exacto se había vuelto invisible. Resolvieron atenderle
de todos modos.
Al cabo de un
rato me llamaron por mi nombre
-¡Ciento ochenta y siete!
-Soy yo, dije, y abandoné mi sillón.
Al salir me
despedí educadamente de la chica de información, que estaba sentada muy cerca
de la puerta.
-Adiós número uno, le dije.
-Que tenga una
buena mañana, ciento ochenta y siete, me respondió.
Regresé a casa
un poco triste, en parte porque no dejaban de salir y de llegar trenes y yo no
viajaba en ninguno; en parte porque llevaba ya un buen rato dudando de mi
visibilidad. Pensé que podría tratarse de un sueño, de modo que me detuve sobresaltado
frente al cristal de una lavandería y me miré. Allí estaba yo. Y ellos. Respiré
aliviado, puede que incluso un poco orgulloso. Definitivamente no estaba
soñando. No hay espejos en mis sueños. Y sospecho que tampoco en los de la
estanquera.
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