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lunes, 1 de diciembre de 2014

INVISIBLES

La estanquera era vieja pero trabajaba con eficiencia, incluso con cierta celeridad. Tenía una divertida línea de tinta azul pintada en la cara que cruzaba su mejilla izquierda de manera transversal. Pedí un paquete de tabaco, traté de sonreír con todas mis fuerzas y regresé a la calle.
Allí estaban todos, cada uno a lo suyo, tratando inútilmente de convencerse a sí mismos de que estaban solos en el mundo. Pero no lo estaban -al menos en un plano físico-, de manera que dediqué algunos minutos a escudriñar sus rostros impasibles, vaciados por el cansancio y las primeras luces del día. Los miraba directamente a los ojos porque quería que también ellos tuviesen que mirarme. Trataba de restituirlos modestamente a aquel espacio concreto en que nos encontrábamos, a aquel cuadrante perfecto e irrepetible que conformábamos ellos, yo, y a veces un semáforo en ámbar o un camión mal estacionado.
Aquel ejercicio me llevó a pensar de nuevo en la estanquera. Deseé interrumpir mi paseo predefinido y regresar al estanco y comprar otro paquete de cigarrillos, sonreír ampliamente a la vieja o advertirle al menos de que alguien, tal vez ella misma, había dibujado una línea en tinta azul sobre su cara. Pero no lo hice, acaté mi papel de transeúnte, me volví también invisible -salvo para algunos niños- y dejé de fantasear.
En mi camino pasé al lado de un parque y descubrí a un hombre imitando a una oveja. Supuse que estaba loco. Pensé entonces en las ovejas y en lo raro que me hubiera resultado descubrir a una oveja tratando de imitar a un humano. Sentí pena por las ovejas y también, aunque en menor medida, por aquel hombre que -lo supe más tarde- únicamente pretendía no ser invisible.
Hacía bastante calor. La primavera comenzaba a dibujarse en los escaparates y en las sombras que proyectaban en el suelo las siluetas de algunas galerías de la zona vieja. Entré en la administración y aguardé mi turno. Había un hombre bastante alto que había perdido el suyo. En realidad no había perdido el turno sino su número, pero en la administración cada persona es un número y él ya no era ninguno. Me senté en un sillón realmente confortable junto a otros números. Yo era el ciento ochenta y siete. Había también una madre llamada ciento sesenta y dos, y un bebé que no tenía número. Ambos fueron atendidas antes que yo. Al hombre bastante alto que había perdido su número trataban infructuosamente de explicarle el sistema de lista de espera de aquella silenciosa administración. Parecía furioso. Donde ellos veían números él sólo alcanzaba a ver personas. No entendía en qué momento exacto se había vuelto invisible. Resolvieron atenderle de todos modos.
Al cabo de un rato me llamaron por mi nombre
 -¡Ciento ochenta y siete!
 -Soy yo, dije, y abandoné mi sillón.
Al salir me despedí educadamente de la chica de información, que estaba sentada muy cerca de la puerta.
-Adiós número uno, le dije.
-Que tenga una buena mañana, ciento ochenta y siete, me respondió.

Regresé a casa un poco triste, en parte porque no dejaban de salir y de llegar trenes y yo no viajaba en ninguno; en parte porque llevaba ya un buen rato dudando de mi visibilidad. Pensé que podría tratarse de un sueño, de modo que me detuve sobresaltado frente al cristal de una lavandería y me miré. Allí estaba yo. Y ellos. Respiré aliviado, puede que incluso un poco orgulloso. Definitivamente no estaba soñando. No hay espejos en mis sueños. Y sospecho que tampoco en los de la estanquera.

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