A pesar de que vivíamos cerca del mar,
preferíamos pescar bajo la lluvia.
Nadie nos tomaba nunca en serio, pero aquellas
capturas eran de gran utilidad. Lluvia de peces martillo, para la caja de
herramientas; lluvia de peces globo, para el cumpleaños de Damián; lluvia de
caballitos de mar, para las apuestas deportivas del abuelo. Teníamos cuanto
deseábamos, pero lo más importante era que creíamos tenerlo todo.
Éramos jóvenes, sonreíamos en todas las
fotos y subíamos a todos los trenes simplemente por el placer de viajar. Cada
verano cruzábamos hacia el norte las diabéticas autopistas del invierno en
busca de un nuevo temporal. Comíamos más bien poco porque nuestro oficio no
daba para grandes banquetes y porque creíamos que con el estómago lleno se
saborea peor el camino. La supervivencia no era fácil, pero en eso consistía,
a fin de cuentas, sobrevivir.
Una mañana, sin embargo, llegó a la playa
el futuro, y todo cambió.
Las cosas se volvieron diferentes.
Capeamos la última tormenta. Dejamos de viajar sin rumbo. Perdimos, en fin, el
norte, y todos comenzaron a tomarnos en serio. Pero hoy las fotos ya no hablan
por los codos. Hoy los trenes los perdemos por los pelos, y la vida consiste sólo
en esperar.
Nos limitamos, entonces, a aguardar que
algo suceda. Bajamos cada día al puerto, como todos los demás, preparamos
meticulosamente los útiles de pesca y esperamos. Pero tanto los que añoran como
los que esperan desayunan diariamente el mismo anzuelo.
Por eso muchas tardes, cuando amenazan
nubes de tormenta, añoro aquellos días. Aquellos tiempos de abundancia con el
estómago vacío. Y me pregunto qué diablos ha pasado con nuestro instinto de
supervivencia, y me doy cuenta de que apenas nos quedaría ya nada del todo
nuestro si no fuéramos capaces de armarnos de valor, sacar brillo a nuestra
vieja caña y salir a pescar, una vez más, bajo la lluvia.
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