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jueves, 8 de septiembre de 2016

LA CASA VERDE

Aquel verano debió durar doce meses y todos los días fueron iguales. Salvo el último. La liturgia era siempre la misma. Bajar corriendo a la playa, cuando el reloj de la pared marcaba las cuatro en punto, tumbarnos sobre la arena y hablar de la casa verde. Era un rutina sencilla, en cierto modo perfecta, que concluía indefectiblemente a la hora del crepúsculo, cuando bajo cualquier pretexto, tú te hacías la muerta. Transcurrido un rato, resucitabas, y regresábamos al pueblo.  
En aquel aletargado lugar, todos se morían los domingos, y los otros, los demás, los sobremurientes, se pasaban las tardes enteras hablando de sus muertos. Y salían a la calle y leían las esquelas y se lamentaban y se persignaban y tú solías decir que también ellos estaban muertos.
Pero nosotros no lo estábamos. Y recuerdo cómo nos reíamos leyendo las esquelas, almorzando deprisa, entre muerte y muerte, revisando continuamente el reloj de la pared, aguardando a que llegase el momento, a que fuese de nuevo la hora de bajar a la playa. La hora del baño y de la casa verde. 
Jamás llegaste a explicarme qué tenía de especial aquella casa, encaramada en lo alto de la colina, y tampoco yo traté de averiguarlo, porque no necesitaba saberlo. Prefería que todo siguiera siendo igual, como lo había sido siempre. El juego, después de todo, estaba dado en esos términos.
Pero un día, de repente, las cosas se torcieron. Tú viniste a casa pronto, algo que jamás hacías, para decirme que tu padre había muerto. No recuerdo si llorabas, lo único que recuerdo es que no bajaste a la playa aquella tarde, a la hora acordada, ni tampoco las siguientes.
Tu padre lo había estropeado todo. Ahora era su nombre el que salía en las esquelas, el muerto a la hora del almuerzo. Pero era un muerto de verdad, que no fingía, que no había entendido las reglas del juego.
Creo que fue esa misma semana cuando os marchasteis.
Yo seguí bajando a la playa durante algún tiempo, hasta que un día, simplemente, deje de ir. De pronto, me pareció estúpido e impostado todo aquello.

Es posible que te parezca extraño, pero tampoco visité jamás la casa verde. Hoy, de aquel verano interminable, vaciado de tiempo, sólo consigo recordar tu silueta, petrificada sobre la arena, aparentemente inerte.