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lunes, 21 de marzo de 2016

VIAJAR, PERDER PAÍSES: VOLVER A COIMBRA


Viajar! Perder países!
Ser outro constantemente,
Por a alma não ter raízes
De viver de ver somente!
Não pertencer nem a mim!
Ir em frente, ir a seguir
A ausência de ter um fim,
E da ânsia de o conseguir!
Viajar assim é viagem.
Mas faço-o sem ter de meu
Mais que o sonho da passagem.
O resto é só terra e céu.


Fernando Pessoa



Cada vez que intento volver a Coimbra, la ciudad no está o se me escapa. Será que no recuerdo cómo se volvía o que nunca supe bien dónde me encontraba. 
Pero es un alivio, después de todo, no haber podido regresar por el momento, pues de haberlo hecho, probablemente, me habría topado allí conmigo fantaseando con la idea de marcharme.
Uno de los motivos por los que no vuelvo, es porque detesto la idea de poder llegar a encontrarme una ciudad que no conozco. O que todavía conozco. O que conozco demasiado, lo que tampoco me entusiasma. Temo volver y no ser capaz de encontrar los sitios a los que solía ir. O encontrarlos fácilmente. Temo tanto descubrir que en la Rúa da Matemática hay ahora más de un bar como aceptar que el único que hay es el que había antes.
Temo tener que aceptar que el jardín botánico esté en el mismo lugar en el que estaba, todavía sangrando. Temo no ser capaz de invocar en mis conversaciones el acento adecuado.  No pedir tosta de galinha.  No comer bacalhau com natas. No beber vinho branco traçado.
También me aterroriza la idea de volver a Coimbra sin tuberculosis. Me da miedo viajar allí estando sano. Ser blanco o negro para los otros -como lo eran los otros- y no gris y amarillo y asustado.
Me da miedo encontrarme una ciudad vaciada por completo de tristeza, sin repúblicas marchitas floreciendo en los empinados brazos de las calles. Una ciudad, qué sé yo, sin escaleras, sin su río  Mondego arrodillado, sin sus náufragos bebiendo en las cantinas, sin sus plazas de adoquín mojado. Una ciudad sin hojas de ginkgo biloba creciendo sin permiso en las aceras, sin sus viejos con pipa y sombra larga, sin sus jóvenes con capa y barba espesa, sin su olor inconfundible a destierro y a sus cientos de vidas recicladas.
Y pese a todo ello, sigo intentando volver a Coimbra porque sé que es imposible, porque presiento en mi inquebrantable búsqueda, en mi vergonzoso peregrinaje estático, el suave aroma del fracaso.
Trato en vano de volver a Coimbra por la sencilla razón de que allí encontré una vez lo que no buscaba. Pero claro, yo quisiera volver a Coimbra por primera vez, sin haber estado antes. Volver al escondite en el que me refugié cuando no buscaba auxilio y huir después por aquel punto de fuga que descubrí cuando no estaba escapando.
Y así, regodeándome sin motivo aparente en mi búsqueda estéril, siguen pasando los años, con sus cuatro otoños sucesivamente alineados, mientras yo trato de idear la forma de poder volver a Coimbra. Porque siento que necesito hacerlo y también que no es necesario, que nunca lo fue, al fin y al cabo. Pero es en el deseo inútil de volver en donde radica, en realidad, la magia. Como aquel que trata de encontrar en la ausencia prolongada una suerte de compañía.
Y sé de sobra que se trata de un juego estúpido, pero no puedo evitar jugarlo, porque sólo la insatisfacción alimenta, sólo de la semilla de la derrota puede florecer el deseo de volver a intentarlo.
Puede sonar reiterativo decirlo una vez más, pero hoy, en esta tarde, quisiera volver otra vez a Coimbra. Y seguirá siendo así mientras sepa que no queda ya nada allí por lo que valga la pena tratar de regresar y lograrlo, nada de lo que había entonces, nada para mí, nada aguardándome.

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